14. Pecados y bocados

Con la cara embadurnada espero muy quietecita sentada en mi silla, los ojos y labios cerrados y los oídos bien abiertos, y estudio y analizo con calma todos y cada uno de los ruidos que se cuelan hasta aquí. Estoy esperando que llamen al timbre de la calle, pero el tiempo pasa y no llega el ansiado sonido. Sí el de los iluminadores dando indicaciones sobre dónde situar un foco o el de los técnicos tirando cables de un lado para otro o los de las camareras que, recién llegadas del restaurante, preparan el catering entre el tintineo de copas de cristal, cubitos de hielo y jarras con bebidas que colocan con prisa sobre la mesa; también el alboroto de la maquilladora y la peluquera cotorreando mientras restauran a mis invitados, mientras disimulan sus arrugas, mientras intentan con cuidado enmascarar alguna calvicie incipiente y, por supuesto, el de Estrella organizando, ordenando y discutiendo, es decir: haciendo lo de siempre.

Dentro de un cuarto de hora vendrá a avisarme el realizador para indicarme amablemente que baje, que todo está listo, y el equipo espera dispuesto. Como esto no es un directo podemos tomarnos la grabación con cierta calma, sin gritos ni desvelos, sin risas enlatadas ni aplausos preparados, nada de presiones y mucho menos un regidor propinándole patadas a las puertas para que salgan los presentadores. Por no exigir, ni siquiera reclamo un camerino propio o un asistente para mí sola, me basta con refugiarme en mi vestidor, en albornoz y con la cabeza humeante envuelta en una toalla, las babuchas en los pies, los cepillos sobre el tocador y, frente a mí, dos barras de labios que esperan mi elección: el anaranjado Charismatic en pie de guerra o el Speak louder de un fuerte rosa que, si opto por él, asegura conseguirme la gloria.

La triste realidad es que me es indiferente cuál utilizar. Si oyera el chirriar de la verja, los pasos contundentes sobre la gravilla, los nudillos en la puerta y la explicación, allá abajo, de que me llamo Germán y vengo porque Teresa me ha invitado, de un salto me vestiría a toda prisa, buscaría un tono encendido, tal vez un Lady dangery, segura de mi atractivo, con una misión que llevar a cabo, bajaría por la escalinata sinuosa y hambrienta dispuesta a cazar a mi presa, a acabar con ella de un solo bocado. Aunque también podría quedarme en mi guarida, quieta, sin mover un músculo, sin cambiar de posición ni comer o beber nada, como una araña agazapada durante horas en su nido o una mantis colgada de su rama a la espera de verlo aparecer, convencida de que no podrá evitarlo, de que le será imposible luchar contra mí porque éste es su destino.

Pero no se ha presentado. Se ha echado atrás y ya no tengo por delante el pretexto de mi actuación como presentadora para mostrarme encantadora y seductora con el exclusivo aliciente de que me vea una sola persona, sino una tarea rutinaria y agotadora que durará más de lo deseado y me dejará vacía al final del día, con la sensación de haberme dado por completo, de haber empleado toda mi experiencia y mis conocimientos ante las cámaras cuando el único hombre que ahora me interesa habrá olvidado que existo.

No importa si me apetece o no, debo cumplir con mis compromisos y eso basta para que me espabile y me seque el pelo, me vista con desgana, me pinte la pestaña y le regale a mis labios el primer tono que encuentren mis dedos sin pararme a pensar si se caería algún planeta porque saliera con la cara lavada y una sonrisa que fuera de verdad la mía, no esta máscara impuesta que me ahoga cada día un poco más, que me deja sin aire y me clava al suelo y me atenaza y me convence de que todo va a salir mal.

Lo cierto es que no sé si a causa del plantón o de aquellos que me persiguen y los ojos que me vigilan y esta sensación de que todos me miran, de que el público puede absorber un poco de mi sustancia cada vez que me contempla en la pantalla y, sobre todo, los sueños que me acosan esta ultima semana y me vuelven una escéptica, una descreída, me siento obligada a reconocer, al menos en mi fuero interno, que mi programa ya no me inspira maldita la gracia. No puedo negar que nos reporta beneficios, que la publicidad se cotiza cada vez más cara, que gracias a él mis libros han aumentado espectacularmente sus ventas y que Barbantesa siempre se llena, pero no consigo quitarme de encima esta impresión odiosa de estar perdiéndome por el camino, de convertirme a cada paso en ese tipo de mujer, de cocinera inmaculada, que nunca he querido ser.

Comencé a escribir recetarios por diversión, disfrutaba sin pensar en si podrían hacerme más rica o serían sólo un ejercicio loco y libre en el que me embarcaba a golpe de ilusión, sin expectativas. Insólitamente terminaron por triunfar, y a raíz de la gran acogida que obtuvo el Grimorio nació el restaurante y después el programa y es ahora, cuando poseo aquello que deseaba, que me percato de que no me queda nada más por contar, de que esto de publicar y redactar también se va a acabar y, de hecho, con la sola excepción de este cuaderno de secretos, ha finalizado ya.

No tengo a nadie a quien llamar, no tengo más recados que enviar ni notas que pasar bajo el pupitre durante la clase o sonetos bobalicones y románticos que anotar en los márgenes de las cartillas, que grabar con estiletes en las mesas de las bibliotecas. Por eso voy a dejarlo todo. No queda nadie que me dé amor verdadero, de ese que no te deja respirar, que te impulsa a ofrecerle tu sangre sin pensar, alguien al que hallas en todo lo que haces, por quien eliges cada una de las palabras necesarias para enseñar a elaborar un guiso o un artículo o la lista de la compra, cualquier cosa que debas apuntar por más cotidiana que sea y en la que, al final, acabarás garabateando el nombre idolatrado, perfilando sus manos o la melodía que conformaba su risa, su tacto suavísimo o sus ojos glaucos.

Por eso, sólo por eso imaginé obras que pudieron ser novelas o poemarios con apariencia de libros de cocina a los que los críticos, los editores, el público ilustrado, calificaron como «literarios» por estar cargados de reflexiones, versos y fragmentos de canciones. Sabedlo ahora: sólo quería enviar mensajes a quienes merecían mi cariño que no me atrevía a decir en persona por cobardía o pudor; sólo buscaba mover una pieza más en el juego de las sopas de letras, de los ocultos significados que únicamente es capaz de entender el ser adorado; sólo intentaba dar las gracias por lo que tenía y conjurar las pérdidas que temía. Al escribirlo sólo pretendía hacerlo eterno para, por pura superstición, conservarlo.

Esa era, supongo, la magia que encerré en sus páginas, con sus mezclas imposibles y sus fórmulas inventadas. Todos son recorridos sentimentales que rememoran viajes y lugares, olores y sabores pasados, perdidos para siempre en los agujeros del tiempo. Si hay poesía en ellos es porque no se trata de un quehacer mecánico y cotidiano; si el lector siente que cada uno de los ingredientes elegidos obedece a una razón oculta, a un dulce o triste significado, es porque son experiencias vividas, aliñadas con caricias y palabras, con arrumacos y música de fondo, con el tacto de una mano mimosa, con el dolor que me causó al final esa persona.

Ése es el motivo, también, por el que todos mis manuscritos resultan enigmáticos y hasta incomprensibles y los editores se pelean por adquirirlos y los periodistas rebuscan con interés malsano en sus tripas: quieren desentrañar sus misterios, averiguar a qué amante o situación me refiero en cada párrafo, descubrir qué acontecimiento de mi agitada y desgraciada existencia por todos conocida rememoro en cada uno de los sabores que he creado. Aunque, ahora que lo pienso, por qué rastrear el amor en ellos si mi gran éxito llegó con la venganza, con la compilación de guisos y consejos que no enseñan cómo conquistar o recuperar un amante a través del paladar sino cómo destruirlo.

Lo más adecuado será empezar por el principio.

Mi primer libro, Restaurantes con espanto, se publicó cuando aún trabajaba en la revista y fue, más que un hito perseguido con ahínco, una oportunidad que se me presentó sin que la buscara, a lo tonto, a través de un editor avispado a quien conocí en una presentación de las muchas a las que, a raíz de mi trabajo, debía acudir. Entre risas y un poco de coqueteo, al enterarse de que era hija de «la gran Ofelia» intentó tirarme de la lengua sobre sus costumbres y manías.

Pude haberle desvelado para nuestro común regocijo que vivía obsesionada, manejada por su hipocondría y todos los problemas que esta conllevaba en su día a día y en la práctica de su profesión, pues se resistía a frecuentar restaurantes de países que ella consideraba «tercermundistas» por miedo a contagiarse de alguna enfermedad al visitarlos o ingerir su comida. Comenzó eludiendo los marroquíes y yo lo achaqué a su racismo obstinado, aunque ella adujo un motivo tan peregrino como el pavor a caer, al probar el cuscús, víctima de un brote de cólera, que «bien sabía ella cuánto se daba esta enfermedad en África». Luego evitó los tailandeses: «en sus establecimientos el paludismo se puede cortar con un cuchillo». Y, como no podía ser de otro modo, también sucumbió a la aversión a los chinos, no fuera a infectarse de fiebre amarilla, «que si la llaman así es por algo, Teté».

Asimismo, pude haberle contado que no se ponía los abrigos de pieles heredados de sus antepasadas porque «en aquellos tiempos había mucha tuberculosis, a ver si por no querer pillar una gripe protegiéndome del frío voy a acabar en un pabellón de reposo tosiendo sangre como las tísicas de antes», pero me dio vergüenza y por eso, en vez de recrearme con todas estas maldades, terminé por revelarle que mi madre odiaba salir a comer fuera porque los precios le parecían desorbitados y ninguna otra comida le gustaba tanto como las preparadas por ella. Fue entonces cuando me propuso, posiblemente encendido por los vapores etílicos que nos envolvían, elaborar un itinerario con los lugares que Ofelia jamás visitaría, y surgió así un texto divertido y muy combativo contra ciertos negocios de hostelería especializados en vender aire —o nitrógeno líquido— y cobrarlo, por cierto, bien caro. Cuál no sería nuestra sorpresa al comprobar que, a pesar de habérnoslo planteado más como una broma que como un serio trabajo de crítica de campo, tuvo una muy notable acogida en la prensa.

Lo veo ahora, sentada y sola, con la perspectiva que dan los ya casi diez años pasados, y creo que obtuve el apoyo del público porque, en el fondo, no había demasiadas guías tan sinceras como la mía en el mercado. Hubo legiones de incondicionales que tras leer sus capítulos se mostraron dispuestos a visitar y repudiar uno por uno los por mí denominados «Establecimientos más siniestros de la ciudad (pero no porque sean temáticos como los de los parques de atracciones, sino porque sus propuestas culinarias dan auténtico pavor)», o el «Top ten de inmorales con estrellas Michelín (no porque organicen despedidas de solteros sino porque algunos no las merecerían ni en un millón de años)», o aquellos que señalaba en uno de los apartados más reverenciados: «Mejor no entres, te van a sablear». En verdad mi guía de restaurantes con espanto no vendió una barbaridad ni me hizo millonaria de la noche a la mañana, pero puede que por desprender sinceridad, por decir la verdad, hubo no pocos que disfrutaron con ella. Y es que no tenía nada que perder ni tampoco que ocultar.

En esos días en la revista yo era la recién llegada, «la recomendada», y nadie me tomaba en serio a pesar de que pasaba tantas horas ante el ordenador como el que más. Incauta e idealista, luchaba por hacerme respetar, por encontrar proyectos con los que acudía ilusionada a mi superiora para obtener como único pago una sonrisa condescendiente cargada de su indiferencia maliciosa y, a pesar de todo, me consagraba a batallar convencida de que algún día se darían cuenta de mi valía y seguía adelante con mi sueldo irrisorio para mí del todo innecesario, haciendo lo posible por no dejarme llevar por el desánimo.

Terminé quemándome. Dejé de preocuparme por la calidad de los reportajes, por tratar bien a mis entrevistados, por procurar que mis reseñas fueran bienintencionadas y olvidé que antes, cuando aún no había empezado a perderme, tenía fe en una suerte de justicia que otorgaba el triunfo a quien lo merecía. Me venció el sistema, se adueñó de mí la desidia.

Si retrocedo al pasado en este momento, mientras aguardo a que entre por su propia voluntad en mi hogar el que anhelo sea mi próxima víctima, mientras me preparo para poner cara de niña deslenguada y picara al servicio de este peculiar cajón de sastre catódico que ya no me aporta nada, que apenas me anima, no puedo comparar aquella enfermiza situación más que con alguna historia de Dickens o las fábulas tristes y no tan infantiles surgidas de la mente acomplejada de Andersen. Yo era en esa redacción, por fin lo entiendo, como un patito feo y, como él, luchaba por ser aceptada en un lugar donde todos aborrecían mi nombre, mi clase, mi dinero.

He de decir en mi descargo que desconocía lo que era convivir con nadie más que con la muy particular Ofelia. Nunca tuve demasiados amigos porque mi madre detestaba a los mocosos chillones que venían a jugar a casa, lo revolvían todo y hacían preguntas inoportunas sobre dónde estaba mi papá, por qué vivíamos solas en un palacio tan grande o cómo es que mi madre nunca daba besos a nadie. Podría decirse que cuando llegué a esa oficina, exactamente igual que el polluelo feo y desgarbado del cuento, estaba recién salida del huevo y, como él, era diferente a todos sin saberlo. Una voz amiga me hubiera precavido de no traslucir mi pueril inocencia, me habría enseñado a recelar de dónde me metía, a callarme a tiempo, y nada de lo que pasó más tarde me habría dolido tanto. Pero estaba sola.

Con la cabeza gacha serví cafés durante años, fotocopié, archivé, obedecí y arreglé lo que malredactaban los demás siempre con mucha prisa, nunca con un «gracias». En la sala de descanso masticaba mi rabia a la espera de que llegara mi oportunidad, pero las felicitaciones seguían sin venir, ni siquiera se me permitía firmar los artículos y nadie se molestaba siquiera en saludarme. No había ni un compañero que se dirigiera a mí.

Sólo una persona se preocupaba por mantener conversaciones conmigo, fruto de choques aparentemente casuales, al atardecer, cuando apenas quedaba nadie. No tardé en darme cuenta de que mi inesperado compañero buscaba aquellos encuentros, y fingía tímidas sonrisas, y jugaba a mirarme simulando desconocer de qué iba ese baile de seducción y deseo. Hablo de Agustín, por supuesto. El Señor Director, el Tiny de años atrás que tan mal me caía en las fiestas infantiles, ese encantador de pacotilla a quien ahora debía estar agradecida y que me había prometido ignorar hasta que me pudo el vacío, hasta que me venció su insistencia, hasta que accedí a hablar con él porque me aterraba la soledad.

—Teresa, faltan quince minutos. ¿Qué tal vas?

—Según lo previsto —tranquilizo al realizador, que aguarda en el pasillo una réplica que, semana tras semana, nunca cambia.

—Te veo abajo —y sé que se aleja porque oigo sus pasos mientras el presente me reclama y hace que regrese a esta casa que no es mía, que siempre será de Ofelia, y a la sesión de maquillaje, y a la grabación inminente, y a la espera de una persona que no llega.

* * *

Mi siguiente obra, Guía del gozo en el cielo de la boca, nació de mi entusiasmo.

Yo acababa de instalarme con Agustín en su apartamento y jugaba, aunque fuera tan ingenua que ni siquiera me daba cuenta, a las casitas. A todas horas me devanaba los sesos preparando almuerzos, postres y cenas para agasajarle, para mantener su entusiasmo, para conquistarle por más que ya fuera mío. Vivía instalada en aquel espejismo y no me podía creer la dicha que me envolvía. Era libre y nunca, con una sola excepción, he vuelto a sentirme tan plena y afortunada.

Desde el primer día en nuestro hogar, con espléndidas vistas y pocos muebles, desangelado pero lleno de pasión, él dio por sentado que guisaría maravillosamente por una suerte de transmisión genética, sólo por ser hija de quien era, de modo que me exigí que sus suposiciones fueran ciertas y, casi sin procurarlo, me convertí en una muy solvente cocinera.

Los recuerdos de las clases de mi madre pesaban. Por más que nunca se molestara en enseñarme, me permitía enredar por la cocina entre cacerolas y paelleras, supongo que porque mi presencia contribuía a otorgarle ante sus alumnas credibilidad, un aura de viuda adorable, trabajadora y sacrificada. El caso es que aquello debió de dejarme algún poso de conocimiento, de ciencia infusa que no fui consciente de haber adquirido hasta que llegó la oportunidad de usarla, y menos mal que logré aprovechar aquellas enseñanzas sin tener que recurrir a Ofelia, porque desde el momento en que le anuncié que me marchaba a vivir con Agustín se negó a dirigirme la palabra y dudo que respondiera a mi consulta sobre cuánto tiempo asar las patatas.

Aquella postura suya rayana en la intransigencia, peligrosamente cercana al desatino, orgullosamente próxima a la estupidez no tenía razón de ser, pero se obcecó en mantenerla aun a costa de los innumerables problemas que le causaba: Agustín ostentaba el cargo de director de la revista que publicaba sus más afamados consejos y recetas, y seguiría haciéndolo merced a un contrato rubricado con demasiadas cláusulas penalizadoras en caso de incumplimiento. Pese a todo, ella, demasiado soberbia y arraigada en sus creencias trasnochadas sobre lo que debía ser y hacer una muchacha decente, e insistía en despotricar sobre la rebeldía de las nuevas generaciones y los galanes irrespetuosos que seducían a las jovencitas mancillando su honor y su virtud sin pensar en el sagrado matrimonio. Y, por supuesto, dejó de dirigirme la palabra.

Mientras busco unos zapatos que me eleven lo suficiente del suelo, que me hagan tan alta y esbelta como para no sentirme insignificante junto a los invitados de hoy, me abandono a los recuerdos y me burlo en silencio de su enojo que nunca dejó de crecer porque nadie se lo tomó en serio. Que se enfadara cuanto quisiera. Que demandara a la revista. Que me desheredara. Nos creíamos indestructibles. No pensábamos en el futuro ni en lo que opinaran los demás ni en las heridas abiertas que tarde o temprano terminarían por convertirse en feas cicatrices mal curadas llenas de pus, avariciosas de dolor y de lágrimas y de llagas.

En aquellos tiempos yo acompañaba a Agustín a numerosos actos fuera del horario de trabajo y de forma paulatina comencé a trabar amistad con escritores, actores y artistas hasta cultivar mis propios contactos. Al igual que ocurriera con mamá y su escuela de cocina en la que nadie se preocupaba por instruirme pero en donde, sólo por ver trajinar a los demás, aprendía sin saberlo, sin darme cuenta comencé a sacar provecho a aquellas enseñanzas que los expertos que me rodeaban dejaban caer cerca de mí como miguitas de pan que me alimentaban y me mostraban un camino que más tarde, sola, seguiría con una increíble resistencia, con desgarrador tesón.

Y leía. Leía para desahogar los temores que no me atrevía a confesar por no empañar esa imagen de amor perfecto que creíamos que podríamos apuntalar, para conciliar el sueño cuando él no llegaba, para proseguir con las costumbres que conservaba desde pequeña y en honor a aquellas tardes aburridas junto al estanque devorando páginas y más páginas, deleitándome con las frases, los personajes, las historias. Leía para aprender a ser mejor redactora; para conjurar las dudas y el devenir lento de las horas; para descargarme de mis cuitas con amigos que no podían traicionarme porque todos, excepto Tomás, eran personajes de papel. Leía porque, aunque no quería admitirlo, en el fondo seguía estando sola.

Fue en una de esas veladas literarias cuando me reencontré con mi editor, con quien había perdido el contacto llevada por el deseo de complacer a Agustín, más celoso de lo que quería reconocer.

—¿En qué andas metida ahora, Teresa? —curioseó sin recato.

—En nada nuevo, lidiando como siempre con el trabajo y, cuando estoy en casa, cocinando. Me he impuesto el reto de complacer a diario al Director General —añadí con ironía dedicándole un mohín a Agustín que, algo alejado, fumaba complacido un puro flanqueado por el penúltimo cronista gay de sociedad reconvertido sin pudor en aspirante a novelista.

—De modo que la hija de Ofelia Valverde se ha puesto a guisar… ¿Y puedo saber qué tal se le da? —le interrogó el editor alzando la voz por encima del humo y las conversaciones de los demás.

—De muerte —le aseguró Agustín—. Deja volar la imaginación y se inventa ensaladas que no figuran ni en las mejores guías de cocina; reboza flores y prepara bocadillos con pámpanos, láminas de galletas y pasta; se saca de la manga nuevas salsas que parecen confituras… Descubrir ese talento oculto ha sido toda una sorpresa.

—Y dime, Teresa —se volvió hacia mí el editor con sus ojillos brillando—, ¿vas apuntando en algún sitio esas delicias que inventas?

* * *

Desciendo por la escalera con el pelo brillante y cepillado, los labios perfilados y la sonrisa reluciente y dispuesta, recién desempaquetada, acabada de estrenar. Es mi sonrisa de repuesto, pero nadie parece darse cuenta excepto Estrella.

—Perfecta y puntual —comenta el realizador levantando la vista de su guión.

—¿Han llegado los invitados de esta noche?

—Están controlados en el salón de fumar —mi socia me tranquiliza—, lo único que falta es que pases a saludarlos, como una buena chica.

Sin objeciones me encamino obediente y un tanto ajena a este enredo que se apodera periódicamente de mis habitaciones y, por el rabillo del ojo, puedo ver su estupefacción mientras me alejo. Ella sabe que ninguno de los tres directores de cine que en breve entrevistaré me cae especialmente bien, que lo habitual en mí sería remolonear por esta sala de baile reconvertida en plató en busca de evasivas hasta que empezáramos a grabar. Está visto que la niña ha cambiado, se dirá Estrella a sí misma, y anotará en esa agenda que lleva dentro de la cabeza que ha de seguir indagando, como quien espía a una hija adolescente que comienza a descarriarse, que llega de madrugada y está como ida, hasta averiguar qué me sucede, por qué de pronto me ha dado por obedecer sus órdenes sin rechistar.

Disfruto sólo un poco con este pequeño susto que sé que se ha llevado y, cuando estoy a punto de entrar en donde mis invitados esperan, oigo a lo lejos que suena el timbre. Alguien llama desde fuera, al otro lado del muro. Más allá de las fronteras de mi mundo.

* * *

—Buenas noches y gracias por venir —los invitados se levantan no demasiado presurosos y me dedican cortesías más o menos efusivas según el concepto que tengan de mí o los diversos grados de ilusión que les suscite participar en la función. Los tres son directores de cine maduros, curtidos y muy famosos y supongo que les molesta el hecho de estar juntos y revueltos y soportar a una advenediza como yo por más que mi espacio televisivo, no estrictamente cultural, goce de una considerable audiencia.

Sé que piensan que una chica que redacta libritos de cocina no puede considerarse ni una escritora ni una periodista ni una creadora seria y de ninguna manera está a la altura de nuestro arte, se dirán, pero aun así me besan atentos e incluso uno se muestra más cariñoso de la cuenta. Estoy a punto de gritar para liberarme de su larga mano, de su abrazo excesivamente prieto, cuando, por suerte, aparece el fotógrafo de la productora y me rescata con la excusa de que es costumbre tomar una instantánea de la anfitriona con los participantes.

Esperamos un segundo, dos, tres, y cuando creemos que va a disparar nos ruega menos seriedad, que descrucemos los brazos y sonriamos. Estamos demasiado tensos, explica, casi acartonados. De pronto caigo en la cuenta de que por mi tamaño y mi pelo rubio en contraste con sus barbas, sus gafas de pasta y sus chaquetas marrones o pardas, siempre sobrias y discretas, parecemos Ricitos de Oro y los Tres Osos y me río sola aunque no tan bajo como para que puedan ignorarlo. Me clavan sus ojos como alfileres mientras les explico el porqué de mi hilaridad y que precisamente el leitmotiv de la emisión de hoy gira en torno a las fábulas y los cuentos, pero no me secundan y nos cubre un incómodo silencio que rompe la llegada del ayudante de realización para anunciar que podemos empezar, todo está ya dispuesto. Obedientes, les veo encaminarse hacia el plató algo intimidados, carraspear, aclararse la voz y sé que dentro de sus cabezas, aunque intenten disimularlo, van repitiendo sus mejores frases e intentando recordar las advertencias de sus esposas, muestra tu lado bueno, así parecerás más interesante, medita antes de hablar, cuidado con los tacos, ojo con esos chascarrillos que nunca te salen bien.

Yo, en cambio, no pienso en nada de esto, parece que soy la única que recuerda que no estaremos en directo y por tanto disponemos de la posibilidad de repetir la toma. Voy de hecho tan relajada que ni he terminado de aprenderme el guión bajo la excusa que nunca cuela de que me gusta improvisar por más que Estrella y el resto del equipo se preocupen y piensen que algo puede fallar e insistan en que cumpla con mi cometido porque, en resumidas cuentas, no se fían de mi capacidad. Cómo explicarles que dilapido buena parte de mi existencia actuando sobre la marcha, guiándome por impulsos, moviéndome a escondidas agazapada por las esquinas, a contrarreloj y sin paracaídas para arreglar los despropósitos que mi loca pulsión destructiva, osada, suicida, me lleva a provocar.

* * *

Me empeñé en que mi tercer libro, hasta la fecha el último editado y muy posiblemente el último que consienta en publicar, fuera un grimorio. Para mí era tan fundamental esta definición que exigí por contrato que se le designase así en vez de guía o manual. A mi editor, mi fiel e insensato editor, no le quedó más remedio que aceptar, puede que porque no se atreviera a enfurecerme más de lo que ya estaba por aquel entonces o bien porque, dejándose guiar una vez más por su instinto, adivinó que sería una de las claves de la enorme popularidad que podría alcanzar.

El término que recogen los diccionarios establece que se trata de volúmenes compilatorios de fórmulas mágicas usados por los antiguos nigromantes. La idea se me ocurrió durante mi convalecencia y, como quiera que desde su publicación ha alcanzado un notorio prestigio y ha dado, además de grandes beneficios, tanto de que hablar, me siento en la obligación de aclarar, por si en alguna improbable ocasión esta libreta roja cayera en manos de mis seguidores más apasionados —aquellos que inspirándose en mi obra han formado una nueva tribu urbana que aúna lo gótico y lo siniestro con la práctica de la cocina como una suerte de ritual del cual yo sería su máxima sacerdotisa—, que no desciendo de ninguna estirpe de hechiceras por más que mi madre fuera una auténtica bruja. He de repetir hasta la saciedad, y pese a los rumores que lo rodean, que mi Grimorio de sabores inconfesables no es un libro de magia: ideé las recetas inspirándome en mis propias experiencias y en mis deseos más ocultos, en las frustraciones y rencores que me asolaban y me encendían hasta el punto de no dejarme pensar en nada más que en el agujero en que me hundía.

Tanto sufrimiento merecía un resarcimiento y por eso sus sugerencias culinarias resultan tan oscuras y siniestras. Entendía que la vida había sido injusta conmigo y no vi otra salida más que cocinar y escribir para no tener que gritar hasta quedarme sin voz, para no cortarme las venas o no arrancarme los ojos. A la luz de la luna solía entrar en el invernadero que hoy forma parte de Barbantesa y esperaba a que llegara un nuevo amanecer trabajando entre orquídeas y macetas, planeando febril, incansable, cómo sobreponerme a toda aquella miseria, con las manos enterradas en la tierra buscando tubérculos, podando rosales secos, abriendo con las uñas los huecos para las semillas, arrancando sin guantes las malas hierbas y regando con mis lágrimas los nuevos esquejes que había logrado salvar. Al menos, de todo aquel dolor nacerían nuevas vidas.

En aquella época tenía el sueño tan perturbado que era casi inexistente y supongo que debió de ser el germen de esa costumbre mía que tanto altera a Estrella de guisar por las noches, de robarle horas a la almohada metida en la cocina. Hubiese querido acceder al jardín de mi infancia, ese que había jurado no volver a pisar desde que Ofelia dejó de hablarme. Qué rápido me habría recuperado, qué consuelo hallado y cuán diferente sería todo ahora si hubiera sido capaz de dar con una manera de acceder al estanque donde seguía nadando Rodolfa para charlar un rato con ella y apaciguarme al amparo de las madreselvas. Pero era imposible, después de lo ocurrido no pude reunir el valor para hacerlo, se me habían agotado las fuerzas, las reservas de esperanza e ilusión. Supongo que el final se las llevó.

Todavía no sé cómo pude soportarlo. Cómo logré resistir y levantarme de nuevo, salir adelante y lamerme las heridas tan sola y tan perdida. Cómo pude sobrevivir desde ese día con el peso de la culpa de seguir existiendo.

Un martes sombrío, mientras vagaba por el patio como un fantasma que respiraba pero no vivía en busca de una manguera con la que regar un brote de ruda que había encontrado junto al caño del canalón, en una esquina particularmente húmeda, tropecé con un tiesto poblado en otros tiempos por un arbusto de romero ya seco. Me lo acerqué a la cara, lo olí y recobré incontables sabores de mi infancia. Vi a Malvina aderezando un asado, creí aspirar la fragancia de los saquitos de plantas aromáticas que la abuela metía en el armario de la ropa blanca y el perfume a canela y vainilla del aparador donde guardaba las cajas de galletas. Y por el olfato me entró el escozor de cocinar usando aquellas especias y crear con toda su simbología implícita un libro de guisos que, a modo de conjuros, atravesase cada fase de mi dolor para exorcizarlo y arrancarlo de cuajo con los oídos tapados, como dicen que debe hacerse para no oír el llanto de la raíz de la mandrágora cuando la extraen bruscamente de la tierra hasta mostrar a la luz su cabecita, sus bracitos y sus piernas antes sepultadas tan parecidas a los de un bebé que nace a un mundo hostil y se lamenta de tener que abandonar el vientre materno, tan caliente, tan dulce, tan ajeno a la maldad que es mejor no salir, quedarse allí para siempre, bien protegido y cuidado, al margen de las amenazas y los miedos.

De ahí las carnes aderezadas con espinas y sangre de ortiga, adobadas con lágrimas de sauce recogidas bajo la luna llena, los granos de pimienta en los ojos de los gazapos y los clavos de olor enterrados en los corazones de las alcachofas, entre las manitas de los cerdos, bajo las branquias de los barbos.

La idea de recopilar las recetas y darles el tono y la forma de maleficios, encantos, sortilegios o bebedizos surgió más adelante, cuando ya me había cansado de ese tipo de experimentos gastronómicos y me había embarcado en otros aún más extraños. Mi sufriente editor, cada vez más atado a los beneficios en parte por mi culpa, en parte a mi costa, en parte gracias a mi inusitado sentido del humor, puso el grito en el cielo cuando ojerosa y rota, pero movida por una firme determinación, le hablé de mi plan de dividir la obra en tres partes y jugar con los colores, las tintas y el formato. El primer bloque tendría el papel blanco y las letras de un subido escarlata; el segundo llevaría papel rojo como la sangre sobre el que bailarían las letras negras; y el tercero, y he ahí el toque maestro que puso al responsable del taller de impresión al borde del ataque de nervios, se leería en páginas rigurosamente azabaches como el ala de un cuervo. En cuanto a sus letras, y según había leído en un relato de vampiros y brujas no poco truculento, éstas sólo podrían leerse en la oscuridad de la noche, bajo la luz de la luna.

Debo reconocer que nos costó dar con una fórmula económica y viable que pudiera reproducir este efecto. Estábamos a punto de desistir cuando finalmente reparamos en unas publicaciones juveniles que prometían códigos encriptados, diarios privados o trucos de detectives con letras invisibles y claves secretas. Contactamos con una imprenta que usaba una novedosa tinta simpática que se volvía visible bajo la luz artificial de los neones y las lámparas y, por más que los implicados intentaran convencerme durante el proceso de edición de lo costoso que resultaría el libro con ese diseño, de lo inaudito que les parecería tal artificio a las madres y esposas que eran su público en potencia, no hubo quien pudiera hacerme renunciar a seguir adelante con un texto que ofrecía propuestas culinarias cada vez más complejas y extrañas, cada vez más prohibidas y macabras según las hojas iban cambiando de color.

Fue un fenómeno masivo, increíble, abrumador.

Todos querían conocer de pronto a esa cocinera romántica, bella y un tanto decadente que había ideado platos tan originales con sabores mágicos y hasta embriagadores. Comenzaron a llegar las invitaciones para entrevistas en todo tipo de medios, reportajes fotográficos en los suplementos dominicales, secciones en las emisoras de radio más alternativas, cursos de cocina creativa en los que se leían poemas de Poe, Baudelaire o cualquier otro escritor de acontecer desgraciado y recuerdo eterno. Mis ojeras y mi cara triste dejaron de ser desconocidas y algún avispado productor televisivo pensó que sería transgresor que presentara un espacio nocturno sobre cultura y cocina. Me apetecía dejar atrás a la Teté que fui, que todavía era, para convertirme en una mujer distinta con renovadas ambiciones, con ganas de plantar cara, de pelear y dar guerra.

Así nació Teresa, una hembra despedazada que imponía sus condiciones, como grabar en un salón de su palacete, pero que a cambio transmitía más intensidad que ninguna otra presentadora ante la cámara. Los cronistas la recibieron como a una nueva reina catódica impasible y serena y, según escribieron en sus críticas, su pena, o su ira reconvertida en cinismo, en inocencia desgarrada, resultaba rabiosamente atractiva, furiosamente carismática.

Me sonrío entre dientes repasando los pasos y golpes de suerte y muerte que me han traído hasta aquí mientras dispuesta me siento en mi silla, vetusta y deteriorada, toda una antigüedad solemne y recargada con incomprensibles símbolos que fue rescatada de entre el mobiliario de mis antepasados. Su diseño llamativo y extraño hace las delicias de mis fervientes fans, de los miembros de mi tribu, esos chicos y chicas casi famélicos y vestidos de negro que, maquillados con polvo de arroz y armados con un brillo inusual en los ojos, se me acercan reverenciales en las presentaciones de mis obras para pedirme con la mayor devoción que acepte uno de sus brazos, de sus piernas o de esas nalgas que no dan ni para un mísero pellizco, no digamos un mordisco, y disponga de sus cuerpos para cocinarlos como prefiera. Me niego, y no dejo de asombrarme por la osadía de sus ocurrencias, de su delirio inusitado cuando me aseveran que no habría para ellos mayor placer, un acto más grande de amor o sacrificio, que permitir que les sazonara, les aderezara y guisara a fin de formar parte de alguna de las extravagancias que crean mis manos. No saben cuán corrosivo resulta que ellos, a quienes toman por locos o enfermos, sean los únicos que estén tan cerca de la verdad. Deseo que no lleguen a averiguarla jamás, ojalá no se rompa su sueño y tengan que enterarse de lo difícil que es vivir, de lo complicado que resulta mantener una ilusión y seguir riendo.

—¿Qué pasa, Teresa? ¿Te molesta alguna luz? —se preocupa el director al advertir el frunce de mi ceño, la pena en mi rostro tan serio.

Me doy cuenta de que estoy a la vista de todos, de que mi cara no debe ser ya la mía sino esta máscara impenetrable de sonrisas y mentiras que muestro día tras día, y como para disimular toso y carraspeo como si hubiera de calentar mis cuerdas vocales y, ya recompuesta, pido al realizador que me indique cuándo comenzar. Distingo a duras penas a Estrella y, junto a ella, a un recién llegado que con las manos en los bolsillos de sus tejanos contempla escéptico este alocado espectáculo sin perder un ápice de su característica tranquilidad.

Es Germán. Sonrío sin aliento. Transparente me siento y aun parezco flotar.

—Buenas noches y bienvenidos a Pecados y bocados —comienzo con voz firme, cantarina, inusualmente risueña—. En nuestro programa de hoy, además de las secciones habituales de gastronomía y de un espacio dedicado al canibalismo en fábulas y cuentos, contaremos con la intervención de tres realizadores de excepción, tres genios de nuestro cine bendecidos por el respeto de la crítica y el público, que nos hablarán de sus comidas favoritas, sus particularidades a la hora de cocinar y, como no podía ser de otro modo en un espacio como el nuestro, de sus recetas infalibles para alcanzar la fama o, por qué no, satisfacer sus vicios más ocultos. Y si no nos lo cuentan por propia iniciativa no debemos alterarnos —declaro mirándoles con una picara sonrisa—, como todos ustedes saben, he perfeccionado métodos expeditivos para averiguarlo.