13. Milhojas de librero anarquista al vino añejo, con esencia de cerveza, maría y sal
—Todo lo que acabas de contarme, ese sueño tuyo, ¿sucedió en realidad?… —consulta Simón con cuidado tras permanecer largo rato en silencio.
—Tal y como acabo de relatártelo. Quizás esa sea la causa de que esté conmocionada, pero para mí lo extraño, más que el sueño, es que hubiera olvidado este episodio de mi infancia.
—Es evidente que el recuerdo estaba latente, a la espera de que algo lo despertara. Ahora nos queda averiguar qué ocurrió anoche para que se materializara, qué hiciste o dijiste que lo desempolvó del rincón de la memoria donde lo tenías archivado. Piensa, cielito, no puede ser casual.
—No tengo ni remota idea de por qué ayer soñé con papá —comento ante tanta insistencia—. El experto en psicoanálisis, hipnosis y terapias psiquiátricas eres tú. A eso he venido, a que me ilumines con tu sapiencia.
—Creí que preferías entregar tu artículo en persona para desayunar conmigo.
Ha sido un golpe bajo del que me arrepiento. Simón no se merece esto, y como no puedo soportar el peso de su mirada lastimada me inclino bajo la mesa para hacerle a Tilda un mimo que su amo, con toda certeza, no me permitiría intentar ahora con él.
—¿Teresa?… ¡Qué casualidad! —ambos contemplamos a la recién llegada, la redactora jefa de la revista que, más artificial que mis lechugas de diseño, nos deleita con su sonrisa y la prolonga a riesgo de que se le quede congelada—. Hace mucho que no te veíamos por aquí, ¿has venido a entregarnos tu colaboración?
—Me he pasado sólo para ver a Simón —confieso cargada de intención mientras compruebo por el rabillo del ojo que éste no puede evitar esponjarse complacido—, pero ya sabes cómo soy, siempre voy apurada y me gusta matar tantos pájaros como pueda de un único tiro —y sólo yo sé hasta qué punto es verdad.
—Fenomenal, pues ya que estás podrías subir para saludar a las chicas.
—Lo siento. El restaurante me reclama de forma inmediata, me he embarcado en un reto alocado que consiste en preparar una creación exclusiva cada día y…
—Lo sé, lo sé —asiente imprimiendo a su rostro un puchero escrupulosamente ensayado—, todo el mundo habla de eso y de lo imposible que se ha vuelto conseguir una mesa, ¡aunque sea en una esquinita junto al baño! —chilla histriónica pero con un fondo de reproche que no me pasa inadvertido.
—Para ti siempre habrá un hueco en Barbantesa, es lo mínimo después de todo lo que has hecho por mí. Llama a Estrella y dile que vienes de mi parte.
Ella fue quien me animó a formar parte hace muchos años de su plantel de colaboradores. Me encargó la elaboración de un artículo en la sección de gastronomía y, algo inusual, me dio libertad en la elección del contenido. Si después de semejante voto de confianza cuando yo estaba al borde de la ruina personal y laboral, no soy capaz de corresponderle alegrándole el día y asegurándome de que pueda almorzar en mi guarida siempre que quiera, no merezco nada de lo que tengo, ni seguir viva, ni avergonzarme de ser siquiera, con todo lo malo que eso conlleva, yo misma.
—¿En serio? En la redacción se van a quedar verdes de envidia. ¡No imaginas cuánto te lo agradezco! —exclama alborozada como una chiquilla.
Se pone tan contenta que no cae en la cuenta de disimular los oscuros sentimientos que la minan arruga tras arruga desde que llegó a los cincuenta, que la atormentan y le hacen sentirse insegura cada vez que sale de casa con el alma un poco más blindada, atenazada por el pánico de sentarse ante su mesa sabiendo que es la mayor de la plantilla, la dama venerable de la redacción y ya no la mujer deseable a quien la ropa que envían las grandes firmas a la revista apenas sirve por más que intente luchar contra la flaccidez, las canas y las ojeras.
Qué lástima. ¿A esto se reduce todo?
—Yo me reservo para otra ocasión más adecuada —agrega Simón—. Además, Teresa todavía cocina para mí en privado —y al explicarse, no puede disimular su enorme, inmensa satisfacción.
Me sonrío porque sé que esta afirmación pedante y fuera de lugar viene a significar la paz entre nosotros. Como diría él, por fortuna sigue habiendo clases, y puede presumir de contarse entre mis diez mejores amigos —de hecho, se llevaría un disgusto si llegara a enterarse de que no tengo ni de lejos diez amigos. Lo cierto es que no llego ni a cinco. ¿Cuatro?, ¿tres?…
Será por eso, porque todavía hay clases y castas en un ecosistema tan elitista y selecto como éste, que en cuanto le entrego a la redactora jefa mi artículo sobre el vía crucis culinario del último chef de moda y me despido de ella con efusividad —ha tenido el detalle de no mencionar mis labios hinchados ni el incidente cacareado por la prensa—, y justo antes de darle también a Simón los besos de rigor, que entre nosotros nunca son fingidos sino sentidos, éste insiste en que le acompañe a la redacción.
—Sabes que unos minutos podrían desencadenar todo lo que temo.
—Hace mucho que no te dejas caer. Te recuerdo que hoy preparan el número especial de moda masculina y hay algunos filetitos que no desmerecen un par de bocados —insiste intentando ser ocurrente.
—Gracias, pero no. Para mí sería como entrar en una licorería después de pasar años en Alcohólicos Anónimos.
Es listo y no tarda en pillarlo, se lleva una mano a la boca en un escrúpulo teatral y conmovedor y asiente.
—Lo entiendo, mi vida. Ah, se me olvidó comentarte una fiesta espectacular que se celebrará mañana por la noche en el Matadero y que conjugará cultura, arte y moda. A esto no puedes negarte, me lo debes —no aceptará un no por respuesta, al menos hasta suplicar todo lo que haya querido.
Como soy fácil de manejar y no tengo ni cinco amigos y me siento algo culpable le digo que encantada, aunque mi aceptación no tiene que ver con él sino con mis ganas de contemplar el interior del antiguo degolladero transformado en enorme carnaval por el que pulularán damas encopetadas, arribistas, buscadores de tesoros y aquellos que dicen ser artistas. No me lo perdería por nada del mundo y le aseguro con énfasis que no le fallaré en el último momento, que no le dejaré tirado como más de una vez he hecho.
Y con sus ojos pilludos echando chispas nos besamos, se inclina para acoger en su regazo a Tilda y le acompaño hasta la puerta. Sale bamboleando las caderas con toda su humanidad y yo echo a andar por la calle pensando en la suerte que he tenido: hoy han querido atraparme las náuseas y he conseguido librarme de padecerlas.
Las odio. Es un sentimiento que va más allá de la desagradable sensación física de tenerlas y volverse del revés intentando vencerlas. Me traen demasiados recuerdos no sólo de estos años recientes, después de que todo se rompiera y mamá falleciera y me viera sobrecogida por los cambios, sino también de lo que yo era, en esa época vana y loca en la que tantas jóvenes decidimos purificarnos a base de no comer o de atiborrarnos y vomitar después sin imaginar el coste, para algunas tan caro. Juré que no regresaría a esos días, a lo sórdido que resultaba entrar a escondidas en el baño o en la cocina por más que haya noches en las que, a pesar de asumir que bajo ningún concepto he de volver a hacerlo, no pueda dejar de añorar ese control, ese poder de diosa implacable sobre mi cuerpo.
No, mejor no intentarlo, mejor seguir andando que ceder a la tentación y caer en las rutinas de las precauciones y los silencios, el no despertar sospechas y disimular, el medir cada paso y cada bocado y tener siempre una excusa lista por lo que pueda pasar si algo indeseado se cuela sin avisar. Digamos que ya no necesito practicar ese juego que no fue más que un perfecto entrenamiento para lo que ahora me gusta ejercitar, una afición tan íntima como sigilosa que no me obliga a purgarme pero en la que me arriesgo sin duda mucho más.
Paro un taxi para que me conduzca a mi casa a recoger los ingredientes del plato de hoy y le indico la dirección. Aspirando el aire contaminado bajo la luz de la mañana que llega precisa y clara y avanza por las cerraduras, bajo las puertas, entre las ranuras, sobre las montañas, entretengo mi camino planeando cómo me regocijaré al elaborar las milhojas de librero. Anoche reservé su solomillo y lo até dándole la forma de un redondo que ha permanecido en adobo con leche, sal, cilantro, orejones de melocotón e higos y un muy leve toque de cogollos de marihuana finamente picados. Cortado en delicadas rodajas lo saltearé y en cuanto pierdan su fascinante color crudo usaré esas perturbadoras y sangrantes piezas para intercalar placas de hojaldre bien crujiente, calabacín y berenjena asadas a la cerveza y generosas capas de queso agrio con tropezones de tomate asado para dar forma a unas exquisitas milhojas. Después, adornaré las pequeñas torres blancas, verdes y rojas con una vaporización de aceite de semilla de cáñamo y tal vez una fresa o un rabanito. Para acompañarlas, nada mejor que una cama de patatas asadas y una salsa espesa con reducción de vino añejo.
Serán deliciosas y un poco psicotrópicas, un efecto que sin duda intensificará una syrah del Ródano poderosa y expresiva. Creo que Tomás me habló de un tinto rojo picota con ribetes amoratados y toques especiados que encajaría a la perfección. Poseía algunos toques animales como de bacon y carne cruda que recordaban a monte bajo, con sus hierbas aromáticas y esa fragancia agreste con la que tanto he disfrutado. Me regodeo emparejando las milhojas y el vino en mi mente, imaginando su efecto combinado, y saliendo de la ensoñación compruebo que ya estamos ante mi cancela. Le ruego al taxista que espere mientras recojo unos paquetes y sólo un instante después regreso con tanta celeridad que no habrá notado que me he ausentado, le parecerá que una brisa traidora ha removido el ambiente en el interior dejando un poso de flores marchitas, deseos perdidos y ropa mojada. Es mi perfume, imaginará, una esencia que le remitirá con extrañeza a hojas secas y estanques en invierno, a especias, cenizas de maderas nobles y un ligero, tenue, sutilísimo hedor a muerto.
* * *
Abono la carrera ante Barbantesa, me bajo como siempre con prisa y tan cargada de paquetes como es habitual en mí, como si formara parte de una condena que nunca terminaré de pagar, y cuando estoy a punto de acceder por la puerta de servicio me topo con un repartidor de cajas de refrescos que se para a admirar mi cabellera, o mi vestido de flores o quizás a quien lo habita, y me celebra con un requiebro:
—¡Ay, preciosa, quién fuera jardinero para regar esos capullos que llevas por todo el cuerpo! —y como soy una cándida el piropo me anima y su desparpajo me ilumina el día, y entonces se da cuenta de que le sueno de algo, de que soy una persona conocida—: Anda, pero si eres la de la tele, ¡a ti sí que te cocinaba yo de abajo arriba!… ¡Hasta cruda te comía!
Me desbordo en carcajadas jaleadas por sus gracias y por la involuntaria broma macabra que encierra y, dejándome llevar por esa falta de prudencia que da la risa, me vuelvo para guiñarle un ojo o corresponderle el requiebro o qué sé yo si no soy más que una pánfila que quiere demostrar su agradecimiento cuando de repente, a lo lejos, en la acera de enfrente y apoyado en un coche, reparo en él.
Me quedo paralizada y casi asustada, de golpe todo cobra sentido y entiendo lo que mi padre gritaba en el sueño y sé que se dirigía a mí y no a los elefantes y asumo que ese «¡Puedes hacerlo!» es, más que una provocación o un consejo, una orden. Poseída por una furia irracional, por la ira, por la vergüenza, por un deseo ciego de actuar, tiro de cualquier modo los bultos al suelo ante la sorpresa del repartidor y a zancadas, casi corriendo, cruzo la calle con el rostro marcado por el empuje y la rabia de mi arrebato para dirigirme a ese otro hombre al que llevo tanto tiempo buscando.
Me ve venir, se gira en redondo y, dándome la espalda, se encamina a una motocicleta de gran cilindrada aparcada junto a una farola. Le oigo mascullar un taco entre dientes cuando se da cuenta de que la cadena que ha colocado inutiliza su rueda y, en el lapso en que se agacha para sacar la llave y retirar el cepo, le doy alcance. Me detengo frente a él y sé que le es imposible eludir mis zapatos mordisqueados por Tilda porque están ante su nariz. Me ignora y se finge afanado aunque tarda demasiado en liberar el neumático: está intentando por todos los medios no tener que alzar el rostro y enfrentarse a mí, más enfadada a cada segundo que pasa, con más ganas de pelea.
—Deseo hablar con usted. No tengo prisa, puedo esperar —expongo, y la cólera hace que mi voz se quiebre como una redoma de veneno demasiado llena.
—Qué quiere.
—Saber por qué me persigue y me acecha, por qué merodea por mi restaurante y por mi residencia e interroga a mis empleados sin decir qué busca o espera.
—Se equivoca, señorita. Yo no la estoy siguiendo —y se yergue y observo consternada que es más alto y corpulento de lo que parecía a simple vista, con esos ojos que brillan y sus colmillos de lobo tras la sonrisa aviesa.
—¿Se atreve a negarlo?
—Así es —afirma contundente—. Todavía no he hablado con nadie.
Un escalofrío me hiela y como embestida por un rayo comprendo que eran ciertas mis suposiciones, que me rondan dos merodeadores y no sé a cuál temer más, si a este a quien desconozco, tan rebosante de seguridad y osadía, o al otro, al que antaño me perseguía y ahora ha regresado a mi vida, ese cuyos ojos me sobrecogían con sus iris de reflejos rojos como ascuas del infierno, ese que me provocaba tanto pavor que aún me estremezco si creo oír sus pasos tras los míos como los percibía en el pasado, acechando mis movimientos, con sus acusaciones que taladraban mi coraza, las que hace años profirió pero aún siguen grabadas bajo mi piel, marcadas a fuego aquí dentro. Y lo peor es que sé que seguirá cuestionando y destruyendo mi red de mentiras con un furor que aún no se ha apagado, porque el suyo es un rencor tan intenso que tiemblo sólo con pensar que a día de hoy siga siendo como lo recuerdo.
—¿Entonces me puede decir qué hace otra vez aquí, apostado frente a mi local? —ataco colérica, y me ensaño, dispuesta a librarme al menos de uno de ellos.
—Trabajo.
También puede ser que al caradura que tengo enfrente le dé por mentir. Puede jugar a engañarme como ha jugado hasta ahora a seguirme y vigilarme. No tengo por qué fiarme de él, por qué creerle cuando dice que no ha hablado con nadie más que conmigo. Debo contenerme, pensar en lo que es más posible, que en realidad sólo me ronde uno, nadie más que éste. Sí, eso he de hacer, no quiero volverme loca pensando que es Esparbel quien pregunta de nuevo por mí, con sus pupilas ardiendo de ira y su cara surcada por los rastros de las heridas sufridas.
—¿Trabaja en la calle? —y procuro parecer insultante al decirlo.
—Como los barrenderos o los vendedores a domicilio.
—No tiene pinta de ninguna de esas profesiones —sugiero ofensiva, terca, dispuesta a no apartarme ni un milímetro, a no perderlo de vista, a no dejar que se monte en su moto y desaparezca.
—No, señorita —algo cambia en su actitud, quizás un cierto deje burlón o un espíritu revoltoso que aletea entre su pelo e infiere a su rostro un aire de caradura con ganas de provocar y entrar en el juego—. Soy periodista y fotógrafo.
—¿Un paparazzo a las puertas de mi restaurante? —ahora sí que me sorprendo—. Nosotros no despertamos ningún interés, no lo entiendo…
Pero sí lo entiendo, todo cobra sentido y comienzo a fijarme en detalles, a atar cabos casi sin darme cuenta y recuerdo una mochila negra a su lado que portaría su material de trabajo, esa cámara de fotos autora de los fogonazos que me cegaron el día de la tormenta de granizo, torpe y magullada en esta misma acera, y que achaqué a una cierta suerte de alucinaciones propias del desmayo.
Él estaba en Barbantesa ese día, acababa de irse cuando todo pasó.
Él estaba en la calle, con la cámara en mano y la voluntad dispuesta.
Él hizo las fotos, vendió el artículo y no fue quien me golpeó.
Pero sí quien disparó.
Recuerdo ahora sus palabras al teléfono, el significado que entonces no entendí, y me maldigo por ser tan inepta como para no darme cuenta y ahora lo veo todo rojo, me invade la furia más ciega, me puede el enojo y el enfado y el odio y, por qué no decirlo, la perturbación. Quisiera matarle, de hecho voy a hacerlo, está decidido. No sé cuándo ni cómo, pero me lo llevo por delante.
No es como cuando tengo hambre y me topo con un hombre al que deseo y con el que sólo quiero solazarme. No, nada de eso. Quiero hacerle daño de verdad. Quiero que sufra, quiero su dolor.
Alcanzo claramente a escuchar mi sangre entrando en ebullición. Igual que las salsas rojas y espesas como lava de volcán que me recreo en preparar con tanto amor, mis mejillas se arrebolan, vibran mis labios a punto de explotar como los pétalos colorados de un clavel reventón y los puños apretados comienzan a dolerme por la tensión de mis músculos agarrotados que no me permiten abrir las manos, que me frenan y me atenazan y casi mejor así porque, de poder moverme, no dudaría un instante en abalanzarme y sacarle los ojos, arrancarle el pelo de trigo y miel a puñados, lastimarle con mis dientes y uñas, pies y manos. Sé que esta lucha resultaría ridícula, por descontado. Él es grande y yo menuda, él es fuerte y yo enfermiza como las remilgadas señoritas de antaño. Sería una imprudencia y tengo la certeza de que él, ave carroñera de la prensa, no tardaría un segundo en aprovecharse y publicarlo a los cuatro vientos. Pero mi estado no atiende a temores ni precauciones ni a ningún tipo de razón.
Destrozarle, romperle, acabar con él, hacer que cierre para siempre esos ojos que me miran con aire burlón. Es un impulso fruto de la pasión, y hace tanto que no me encendía que no creo que pueda contenerme. Probablemente lo calcine todo y terminemos ahora mismo, aquí, consumidos por este incendio sin control.
—¿Se encuentra mal, señorita? ¿Puedo ayudarla en algo? —se ofrece al verme tensa y sonrojada, callada y aturdida. Y, pese a que nada en su tono revela que le mueva ningún otro interés que no sea la preocupación, no puedo dejar de detectar ese matiz sutil de regodeo, de orgullo del vencedor.
—Eres el autor de las fotos de mi agresión. Tú las vendiste —escupo.
—Sí. Ya se lo he dicho, ése es mi oficio.
—Te demandaré, te denunciaré, te…
—No hay demanda posible, ambos estábamos en la vía pública —corta sereno antes de que me embale—. ¿Por qué se ofende tanto?, es la mera información de un percance, no hay mala intención.
—Sí la hay, y tendrá consecuencias. Cambiará mi vida por completo y ya no podré entrar o salir cuando quiera. Me has convertido en una prisionera.
—Siento decepcionarla, pero a pesar de sus poderosos amigos y de su brillantez para los negocios no es el foco primordial de nuestra atención —afirma decidido a no tutearme por mucho que mi desprecio me haya llevado a mí a hacerlo, manteniendo ese «usted» más como un insulto que como señal de respeto—. Si vine aquí fue por sus clientes famosos, lo del accidente sólo fue una consecuencia. Espero que no me malinterprete, pero es usted una hipócrita: no se puede aparecer en la televisión y pretender ser anónima —añade con un convencimiento que no sé si es fruto del desprecio o la jocosidad.
—Hasta ahora lo era.
—Eso es lo que piensa. De todos modos pierda cuidado, no volverá a pasar. Ya le he dicho que no es nuestro objetivo —y no sé si congratularme o dejarme llevar por la decepción—, he indagado en las bases de datos de la agencia y, aparte de la condena de su mala suerte, no he dado con nada que merezca la pena.
—Vaya —la suspicacia vence a la arrogancia y me lleva a preguntar mientras enarco una ceja—: ¿Y qué dicen de mí esos archivos que tan poco me aprecian?
—Que está soltera aunque hace bastante tiempo tuvo pareja, un joven perteneciente a la alta sociedad y director de una revista cultural desaparecido en extrañas circunstancias meses después de su ruptura. Luego estuvo dos años estudiando y perfeccionando sus habilidades en las mejores escuelas europeas de hostelería, que le servirían para montar el restaurante y producir su propio programa de cocina. Se sabe que sus dos progenitores han fallecido: su padre, trágicamente, cuando aún era una niña, y su madre, Ofelia Valverde, la famosa autora de recetarios, al poco de su retorno tras su periplo viajero. Dicen también que no guardaba con ella buena relación, añaden incluso que ni siquiera acudió a visitarla en su agonía ni asistió a su entierro, pero esta última información no está contrastada, no hemos encontrado fuentes que lo acrediten.
—Si mi vida es tan diáfana y mis acciones están tan bien documentadas, ¿qué está haciendo aquí?
—En primer lugar, y a título profesional, nos interesan los famosos que frecuentan su negocio. Y en cuanto a mí, a título puramente personal —añade con un gesto que no llego a descifrar—, debo confesar que su biografía me resulta enigmática. Cuanto más la observo más me convenzo de que esconde algo. No tengo ni idea de qué, pero hay muchas lagunas, es todo un misterio.
Bailan mis rodillas, se mueve el suelo bajo mis pies, mi pulso se detiene y me falla el sustento. Voy a caer, voy a hundirme, creo que ahora sí voy a desfallecer.
—No soy de esa clase de personas a las que les gusta el acoso de la prensa. Deja de seguirme, no te compensa —suplico, para mi sorpresa.
—Sabe que no lo haré —y su voz serena me llega como una provocación, como una amenaza, como una afrenta—. Los fotógrafos somos como entomólogos enamorados de los especímenes más raros, de los insectos más bellos y extraños. Usted es un ejemplar único, oscuro, inexpugnable. He de estudiarla.
—Entonces me veré obligada a tomar medidas —prometo belicosa, cambiando de actitud, más cercana ahora a mi pose de mujer peligrosa, a mi ser natural, fiel a mis modos y a mi forma de actuar.
—Haga lo que crea conveniente, está en su derecho —acata con una mueca indiferente que da a entender que actuará al margen de mis deseos.
—Por supuesto —concluyo con firmeza aunque tiemble por dentro.
Me enseña las llaves de su moto y, sin dejar de mirarme, las mantiene en alto para indicarme que, en cuanto ponga el motor en marcha, desaparecerá en su corcel de hierro y su paso por esta acera será un recuerdo que durará tanto como tarde en disiparse la estela de su Harley colgada del viento. A partir de ahora será sombra cazadora que me persiga sin que acierte a adivinar dónde se oculta, por qué me espía, por qué se empeña y no me abandona.
—Por cierto, me agrada su voz —añade, ya con su casco puesto pero antes de bajarse la visera y vedarme para siempre el espectáculo de sus ojos escondidos tras el yelmo—. La mañana en que nos conocimos creí que del susto por el tropezón se le había hecho un nudo en la garganta, pero acabo de darme cuenta de que es así siempre.
—De pequeña una infección mal curada me dejó dañadas las cuerdas vocales —le explico fríamente aunque no tengo por qué hacerlo—. Me extraña que no aparezca en vuestros archivos, al final resultará que no son tan completos.
—Más de lo que piensa, señorita, aunque no alcancen a describir esa voz suya que pone la piel de gallina. Es voz de cama, de gemir, ¿nunca se lo han dicho?
—No. Hasta ahora ningún hombre había sido tan grosero conmigo.
—Lo siento, pretendía ser un cumplido —y tras introducir la llave en el contacto se dispone a marcharse.
Sin pensar en lo que hago me sitúo delante para interrumpir su paso como un ciervo sorprendido en la oscuridad por los faros de un coche que dudara entre eludirlo o atropellarlo, y escupo mis últimas palabras negándome a perder, a tolerar que se salga con la suya, que se convierta en mi perseguidor sin que pueda oponerme, obligándome a aceptar que me siga como un zorro que cerca a una cordera. He de llevar la iniciativa como sea, me digo, he de cazarlo o al menos intentarlo, recuperar mi libertad, tenderle una emboscada, traerle a mi terreno. Y, como si quisiera retarle a un duelo del que ninguno de los dos saldrá bien parado, le planteo más con insolencia que con el necesario recelo:
—Te propongo un trato: ven esta noche a mi casa a la grabación de mi programa. Habrá tres directores de cine famosos y tal vez puedas sacar algo de ellos. En todo caso, tendrás la oportunidad de conocer dónde vivo y cómo soy en la intimidad. Si encuentras algo que pueda cotizarse en tu profesión, tendrás permiso para husmear el tiempo que consideres oportuno.
—¿Y si no encuentro nada?
—Entonces dejaré de ser interesante para ti y te largarás de mi vida.
—Me gustan los desafíos —admite sin ambages—. Acepto.
—Te espero a las ocho, estoy segura de que ya sabes la dirección. Una última cuestión: ¿cómo te llamas? No es que me importe —aclaro con marcado desprecio y la evidente intención de ofenderle—, es para que el guardia de seguridad te deje pasar.
Se ríe, se carcajea en mi cara, con las piernas abiertas plantadas en el suelo y la máquina rugiendo como un león entre ellas se permite el lujo de echarse ligeramente hacia atrás y casi recostarse sobre su sillín de cuero para estudiarme tranquilamente, con curiosidad, con exagerada y risueña atención, como un científico que con su lupa se recreara divertido en los andares desesperados de una hormiga o un escarabajo que lucharan por salir de un laberinto demasiado complicado.
Avanza, me bordea con cuidado con su moto que ronronea ahora como un gato aparentemente domesticado y, cuando está a mi espalda, antes de incorporarse al tráfico, masculla un nombre que me llega ahogado por el ruido del motor, con las consonantes amortiguadas y submarinas al surgir desde su casco cerrado.
—Germán —entiendo a duras penas.
Y luego se aleja permitiéndome entrar en Barbantesa taconeando iracunda con los ojos en llamas, la boca llena de insultos que no he conseguido evacuar y el bramido de una diablesa que nadie más que yo oirá porque lo llevo guardado a buen recaudo, escondido dentro de mi cuerpo. Me pongo el delantal y comienzo a cocinar como una posesa exasperada por la conversación o más bien el combate, confusa pero estimulada porque finalmente, después de tanto tiempo, vuelvo a tener algo que demostrarle a alguien, porque me interesa seriamente un ser humano aunque sólo sea para pisotearlo y destruirlo, para vencerle y dominarlo porque sí, porque es él, y esta vez no sólo por matar el aburrimiento.
—Ya he visto la nota de esas milhojas que incluirás hoy en el menú. Pareces muy apurada —observa Tomás—. ¿Necesitas ayuda?
—Me basto sola.
—¿Entonces a cuento de qué tanto ajetreo?
Tendría que aludir a mis dos perseguidores, revelarle que en la librería he vuelto a ver al policía de cara de hielo que tan bien conocemos y mis temores porque nuestro reencuentro no sea una mera casualidad, y también hablarle de ese rastreador que he invitado a penetrar en mi guarida en un alarde de imprudencia suicida. Debería decírselo, pero no quiero. Ahora estoy ofuscada, mi mente y mis manos trabajan con el único objetivo de desviarme de mis pensamientos, de olvidarme del encono y el frenesí que me corroen, que me roen el pecho.
—No soy sólo una cara bonita. Todo lo que tengo lo he trabajado —farfullo mientras amaso con violencia la mezcla de harina, sal y agua y vuelvo a extenderla con el rodillo, a juntarla en una gran bola, a aplastarla y golpearla y machacarla por mucho que sepa que no va a sangrar en ningún momento—. Nadie me ha regalado nada y nadie tiene derecho a ponerme en duda y creer que sabe más de mí que yo. Soy dueña de mis actos, no me podrán dominar y…
—¿A qué viene todo esto, Teresa?
—… y lo voy a demostrar.