12. Cómo conciliar un sueño feliz tras una copiosa cena
—Ay, Teresa, con qué carita de pena me vienes.
—Anoche dormí fatal, perdí el sueño y luego ya no fui capaz de recuperarlo.
—¿El insomnio de siempre?
—Malos sueños, pero no pesadillas corriendo ante una bestia, es algo aún más extraño: soñé con mi padre.
—Mi vida… —Simón levanta la voz dejándose llevar por la pasión y la lástima y varias mujeres, famélicas y exquisitamente vestidas, maquilladas y peinadas, levantan a su vez la vista para juzgarnos con reprobación. No acierto a averiguar si esas pupilas que como dardos se clavan en nuestra carne lo hacen porque somos los únicos que pesamos más de cuarenta y ocho kilos de esta cafetería o por la extraña pareja que formamos, con Tilda a nuestros pies con su collar de strass y sus aires de diva, entretenida en comerse uno de mis carísimos zapatos.
Hace sólo unos días no me habría sentido molesta por el peso de esas miradas y habría continuado con mis confidencias, indiferente a la atención que puedo suscitar. Ahora, tras la publicación de ese ridículo artículo y con la sensación de que un batallón de sombras quiere darme caza, me obligo a esperar a que esos maniquíes que parecen tomar sólo un sorbo de café o no más de tres miguitas de pan regresen a sus conversaciones para continuar:
—Y lo peor es que no consigo encontrar su lógica, Simón.
—Los sueños no tienen lógica, cielito.
—En mi caso sí. Lo que sueño tiene un sentido y me preocupa no saber por qué mi mente me trajo ayer la imagen de mi padre, cuando me fui a dormir satisfecha —y sus ojillos reclaman una explicación—: Anoche fui terriblemente perversa con un viejo pretendiente y después me acosté tan extenuada que jamás se me hubiera ocurrido imaginar que me despertaría al recordar a papá.
—A veces la crueldad, como juego, puede ser una bendición, pero debes controlar: al final resulta un arma de doble filo —una de sus caídas de pestañas aporta énfasis al consejo y ambos asumimos que sabe bien de qué está hablando porque lo ha probado antes que yo.
—Cómo me revienta no poder escandalizarte nunca —bufo.
—Haber padecido en propia carne la versión mexicana de Alguien voló sobre el nido del cuco me da una cierta ventaja.
Simón nació en México D. F. y su padre, puro prototipo del macho latino, no admitió su homosexualidad. En cuanto pudo convencerse de que su hijo no iba a cambiar por voluntad propia, y antes de que cumpliera la mayoría de edad, lo ingresó en un selecto sanatorio psiquiátrico conocido por reformar a los hijos y herederos de la alta sociedad fueran cuales fueran sus vicios, lacras o defectos. Entre sus métodos expeditivos acostumbraban a utilizar el electroshock, encierros prolongados en cuartos de castigo y unas dosis de calmantes que alelaban a los desdichados pacientes hasta el extremo de provocarles adicciones más perniciosas que los pretendidos males que perseguían eliminar.
Mi amigo, contra todo pronóstico, logró sobrevivir a ese infierno y preservar su identidad. No sólo no se curó su «mal» sino que, para furia de su padre, regresó de aquel lugar fortalecido, con esa cualidad que sólo los supervivientes adquieren y que les dota de un grado de impermeabilidad que los hace inmunes a cualquier tipo de crueldad, con una extraña fragilidad que siempre nos hace temer una recaída, una vuelta a los abismos pero que, sin embargo, les lleva a superar los obstáculos y dejar a los que intentábamos protegerlos desfallecidos por el camino mientras ellos, siempre débiles y casi sin fuerzas, salen adelante con una sonrisa difusa en los labios.
Le observo. Sus blancas manos regordetas y delicadas sostienen su cigarrillo con un amaneramiento imposible, como una especie de cruce entre Truman Capote y Dumbo, y me doy cuenta de que con su sola presencia quebranta al menos cuatro o cinco normas de la lista de prohibiciones de este local: fuma, lleva un perro y sin correa, habla demasiado alto, a veces canturrea. Parecemos un remedo absurdo de esas típicas películas de Hollywood en las que la heroína de la comedia romántica cuenta, no puede ser de otra manera, con un amigo gay que de tan sabio, tan comprensivo, tan divertido, termina por parecer una entelequia de la amistad, algo así como el hada madrina de Cenicienta.
En el fondo me da envidia. Hay personas que viviendo lejos de su lugar natal y su familia consiguen hacerse con una nueva allá donde van, que convierten cualquier lugar en su hogar. No tengo idea de cómo lo logran, pero estoy segura de que si ahora tuviera que recurrir a un ángel guardián Simón sería el primero de mi lista. Él fue mi consejero en aquel tiempo en que me jactaba de tener sentimientos, y mi paño de lágrimas en esos días aciagos en que comprendí que podía llorar. Sé que no se escandalizará por nada que le revele, que siempre me dejará desahogarme.
Si estamos desayunando en esta cafetería tan chic como él, frente a la redacción de una de las revistas de moda más distinguidas, es por su culpa. Ostenta el puesto de jefe de arte y creo que aceptó el cargo como una forma de rebeldía, una más de sus muchas parodias del papel de mariquita loca en el que los demás le quieren encasillar. A Simón se le da especialmente bien asumir los clichés para dinamitarlos desde dentro.
Quiero dejarme llevar, pedir una botella de champaña en este desayuno y que nos levantemos para brindar ante estas lagartijas escuálidas vestidas de marca, por la vida, por lo perra que es, y por nosotros, que a veces conseguimos manipularla a nuestro antojo. De pronto regreso de las profundidades de mi cabeza cubierta por telarañas y muñecas viejas, adonde voy a refugiarme cuando no me gusta mi día a día, y recuerdo de golpe a mi padre en mi sueño y se me van las ganas de celebrar nada porque ahí está su rostro, sus manos en torno a las mías al final de ese momento que anoche reviví en mi vigilia, ahora veo la pena de papá en el fondo de la taza y allí me quedo, sumida en mis pensamientos.
—Yo me creía muy mayor a los siete años —comienzo con entonación monocorde, como quien desgrana las cuentas de un rosario—, de hecho nunca me he sentido tan mayor como entonces. Ése fue mi punto álgido, jamás he vuelto a ser tan libre, tan feliz, a sentirme tan querida. Más tarde papá se fue justo antes de Navidad y todo se volvió más aburrido, más triste, más negro.
»Pero a los siete años todo era presente y maravilloso y papá pasaba largas temporadas en casa, cada vez más prolongadas. En esos días esta era una ciudad que se llenaba de circos en invierno, y a los dos nos encantaban por sus acróbatas, tragasables y trapecistas. “El espectáculo más grande del mundo”, afirmábamos con devoción: yo, porque era una niña; él, porque sabía cuánto de representación, de función siniestra tenía su rutina. Mi padre se sentía atrapado en la espesa red que con la excusa de los privilegios y deberes de su clase tejía Ofelia, la febril e incansable arañita tan perfecta, tan modesta y corta de miras y, sobre todo, severa. Cómo no iba a gustarle aquel absurdo entre bambalinas, cómo no iba a reconocerse en el papel del payaso tonto que, pleno de candidez y buenas intenciones, se llevaba los coscorrones del otro vestido de gala que se hacía el listo y le enseñaba el buen sentido de las normas y al que el público nunca aplaudía.
—Son reminiscencias de Pierrot, Arlequín y Colombina, de la Comedia del Arte —me ilustra, siempre culto y atento, Simón.
—He leído sobre el tema con la idea de conjurar mis recuerdos, pero no he podido vencerlos —añado tras una pausa—, cada vez que veo una carpa me sigue invadiendo la tristeza. Todo cuanto tenga alguna relación con mi padre se tiñe del mismo dolor que me causó su fallecimiento, y es una desdicha terrosa que me llena la boca, que no me deja respirar, y por más dulces que fueran aquellos días la pena los baña ahora, los llena y no hay manera de escapar, nada que me salve de ella.
»Recuerdo aquella tarde de circo. La que, aunque no lo supiera, sería mi última visita al mundo del más difícil todavía. Papá disfrutaba y yo, emocionada, aplaudía cada pirueta sobre el trapecio, cada voltereta sobre la pista, cada aro de fuego que saltaba el león o cada restallido del látigo que les imponía disciplina. Lo que más me asombraba eran los elefantes. Me quedaba sobrecogida y extasiada cuando pasaban ante las gradas. Debió de ser por eso que, al acabar el espectáculo, cuando estábamos en el aparcamiento cargados con globos y algodones de azúcar, decidió cambiar de planes sobre la marcha.
»“No nos vamos aún, Teté”, anunció. “Tengo un regalo para ti, para que no me olvides si algún día estoy lejos, para que recuerdes cómo ser feliz”.
»Cogida de su mano me llevó a la explanada donde se instalaba el campamento y las caravanas de la compañía, un lugar maloliente y peor iluminado al que nos costó llegar, esquivando en secreto a los vigilantes, agachándonos y ocultándonos tras los arbustos para que nadie sospechara que unos intrusos invadían su mundo.
»No tardamos en acceder a donde se agrupaban las fieras, los cercados de los caballos y, en general, aquellos animales que, a diferencia de algunos perros, no convivían cómodamente con los humanos ni dormían bajo sus mismos techos. Si cierro los ojos todavía me parece distinguir las jaulas formando un círculo, la paja amontonada en el suelo, los operarios acarreando sacos de pienso y oír, a lo lejos, un relincho perdido, algún ruido gutural que no identificaba y el arrastrar de cadenas que acompañaba los andares de la pantera, de los tigres amenazadores y hambrientos, de un león que me asustó en su actuación sobre la arena pero que ahora en su encierro se veía viejo y hastiado.
»“Apúrate, ya verás”, me decía papá ilusionado.
»“¿Seguro que no nos va a ocurrir nada?”, le preguntaba amilanada mientras intentaba ajustar mis pasitos cortos a sus grandes zancadas.
»“¿Cuándo te ha pasado algo malo por mi culpa?”.
»A mi padre le exasperaban mis dudas y me tachaba de timorata. Las peripecias en que me enrolaba, aunque apasionantes e intrépidas, siempre conllevaban una contrapartida dolorosa. Sin embargo y pese a los castigos que mamá imponía, incluso a costa de los remordimientos que me asaltaban después de alguna tropelía, nada empañaba el ansia de proseguir con nuestras andanzas, la misma que me hacía avanzar y dejar atrás a los chimpancés con sus caras de condenados de campo de trabajo para alcanzar un claro cercado por montones de heno y neumáticos apilados. Varias estacas de gran tamaño clavadas en el centro y cabos de cuerda atados a sus patas eran la única sujeción de los elefantes que, sin los adornos y las plumas, parecían gigantescos fósiles antediluvianos.
»“Míralos, Teté. ¿No te parece genial tenerlos tan cerca?”.
»Sí, me lo parecía, pero ni siquiera yo, una niña, era tan insensata como él, y de ahí mi silencio: estaba aterrada, muda por el miedo.
»“¿No ves que ni siquiera hacen falta jaulas o grilletes para sujetarlos?”, y extendió la mano para indicarme que lo único que impedía su huida eran aquellas cuerdas atadas a las estacas que a mí me parecían muy gruesas pero que, en comparación con la envergadura de los paquidermos, aparentaban ser hilos de seda.
»“¿Por qué no necesitan cadenas, papá, porque son buenos?”, pregunté.
»“Son muy nobles, pero no huyen porque están domesticados”.
»“¿Como los perros y los gatos?”.
»“Como los enfermos de los hospitales. Les han dicho que su mal es incurable y se resignan a morir, no se les ocurre luchar”, y un velo de sombra cubrió sus ojos mientras fijaba la vista en un lugar perdido adonde nunca llegaba nadie.
»“No lo entiendo”.
»“¿Sabes lo que les hacen cuando son pequeños? Los atan a la estaca para que aprendan que no podrán liberarse jamás, para que se les grabe en la memoria que no tienen fuerzas suficientes para luchar contra ella. Fíjate en esa cría de elefante, está rendida porque lleva un largo rato tirando de esa cuerda contra la que le es imposible ganar, y eso mismo hará noche tras noche bajo la indiferencia de su madre, acomodada ya a la rutina de seguir siempre atada, hasta que se convenza de que nunca se liberará”.
»“Ahora porque es pequeña, pero luego crecerá y podrá romperla, papá”, argumenté cargada de lógica.
»“No, Teté. El elefantito aprenderá que esa cuerda es invencible y seguirá pensándolo mientras viva. Ya no intentará escapar por más que crezca y se haga enorme y nosotros sepamos que, si quisiera, ahora sí podría arrancarla”.
»“Pero eso me da mucha pena”. Y se me llenaron los ojos de lágrimas y te confieso que en mi sueño pude recordar cuánto quemaban en contraste con mi piel fría por la brisa de aquella noche helada. No sé cómo pudo habérseme olvidado esa sensación todos estos años, la de mi cara marcada a fuego por los surcos del llanto.
—¿Y qué pasó luego? —inquiere Simón con sus pupilas brillantes y acuosas.
—Supongo que debió de pensar que aquella era una experiencia poco aleccionadora para la persona que quería que fuera y por eso se animó a imprimir un giro a la aventura. Buscaba darme una sorpresa llevándome hasta los animales que tanto me fascinaban, y que yo descubriera que vivían en celdas, sin esperanza, no formaba parte de la idea de diversión que había organizado. No quiso que regresara a casa tras haber aprendido la lección de que al final uno siempre termina por adaptarse y dejar en el camino su libertad.
»Ése fue el detonante, quería demostrarme que la sumisión no era la única salida, que era lícito rebelarse y no creer a aquellos que dicen que hay que aceptar lo que el destino nos quiera deparar, porque valemos mucho más de lo que nos aseguran los demás.
—¿Y qué hizo tu padre? —y exagerado, como recién salido de una telenovela, extiende hacia mí sus manitas impolutas como las de un noble que no sabe lo que es el esfuerzo y me ruega que no le tenga en ascuas por más tiempo, que acelere el final de mi sueño, que le diga qué pasó para prepararse con antelación y sacar el pañuelo discretamente antes de que los compañeros de redacción que ocupan otras mesas le vean sollozar como una frágil damisela.
—Echó a andar hacia los elefantes, se puso en el centro del círculo que formaban las estacas en el suelo y comenzó a gritar: «¡Podéis hacerlo! ¡Levantaos y huid si no queréis quedaros para siempre en este lugar!».
»Yo estaba paralizada, me debatía entre ponerme a salvo o correr en busca de ayuda. Papá estaba en serio peligro de morir aplastado por los elefantes tanto si les daba por levantarse para obedecerle como si se enfadaban por su intromisión. Aunque no se los veía amenazadores desconocía cómo reaccionarían ante la presencia de un loco que agitaba los brazos y a pleno pulmón les instaba a la insurrección.
»Nada de eso sucedió. Puede que fueran más tranquilos de lo que pensábamos o se habían acostumbrado al vocerío del público, pero se quedaron donde estaban. Levantaron sus enormes cabezas para contemplar mejor a aquella hormiga que como un don Quijote había osado acercarse, agitaron con levedad las orejotas, le olisquearon con sus trompas y siguieron dormitando y contando maníes en sueños. Así que me decidí a acompañarle en su propósito absurdo y alocado, bajé de la loma tras la que me refugiaba y con toda la potencia de voz de que disponía comencé a repetir sus palabras creyendo firmemente en lo que decía, que podría convencerlos y hacerles huir.
»Mi padre gritaba a mi lado y unos cuantos elefantes, supongo que intrigados, ligeramente interesados, se habían incorporado porque los movimientos de nuestros brazos les recordaban a las indicaciones de sus domadores. El caso es que aquel vocerío llamó la atención de éstos, que se acercaron y nos encontraron riendo y cantando a voz en grito consignas en favor de la liberación de paquidermos. Les parecimos dos chiflados, o al menos esa impresión les dio mi padre, por lo que escogieron la opción más prudente: llamar a la policía.
»Las sirenas despertaron a todo el vecindario y tampoco me pareció que fueran necesarias. Imagino que algún retorcido orgullo llevó a los agentes a entrar en ese barrio de clase alta montando el mayor barullo posible para hacer notar a los vecinos que entre los pudientes también había garbanzos negros capaces de llegar a casa esposados o cuando menos amonestados. Ofelia fue la que lo llevó peor. Aguantó el tipo como pudo mientras estuvo en la calle, serena y fría al pie de la verja como la señora que era, pero cuando la puerta se cerró dio comienzo la guerra. Aquella fue la gota que colmó el vaso, el principio del fin.
—¿Y así acabó el sueño?
—Tras pedir al servicio que se retirase a sus dependencias comenzó su sermón. A mí me castigó durante meses sin salir a jugar al jardín y respecto a ti, le aseguró a papá muy seriamente, ya hablaremos tú y yo en cuanto Teté se marche a dormir. A él no pareció importarle demasiado, se preparaba tranquilo un café con una sonrisa despreocupada y lo cierto es que nada tendría por qué ser diferente a otras travesuras del pasado de no ser porque por primera vez yo le planté cara a mamá. Fue entonces cuando desperté: de pronto me vi adulta, sentada en mi cama, y comprendí que había estado gritando la misma frase con que arengaba a los elefantes pero transformada para responderle a ella: «¡Puedo hacerlo, tú no eres quién para decirme que no! ¡Puedo hacerlo!», repetía sin desfallecer, empapada en sudor, y sentí, aturdida y asustada a un tiempo, una extraña quemazón que me oprimió el pecho y casi no me dejaba respirar.
Después de tantos años, al fin tenía de nuevo ganas de llorar.