11. Trucos de fácil aplicación para deshacerse de un invitado pesado
—Qué bochorno… Y que todo haya tenido que ocurrir justo delante de ti cuando hace tanto que no nos veíamos… Qué pensarás de mí, Teresa —gimotea el librero que ya no es anarquista, reconvertido gozosamente en vil capitalista y escondido tras la jarra de cerveza, tapándose ahora, en un melindre de vodevil grotesco y dramático, la cara con las manos, arrepentido tal vez en este instante de no seguir siendo el de antes o, cuando menos, de no poder fingir que lo es ante mí.
—No te preocupes, esto le puede pasar a cualquiera. Nadie, ni siquiera yo, está libre de despertar sospechas —le conforto con mi voz más comprensiva mientras pienso en todo lo que no sabe, en que no tiene ni la menor idea de cómo mis palabras, que parecen un mero consuelo, un quedabién sin mayor trascendencia, están tan peligrosamente cerca de ser verdad—. Es lógico que si ha habido un robo en la librería te tomen declaración, eres el director.
—Que conste que todavía no estoy imputado —y es tal su deseo de mantener la imagen de ganador con que pretendía epatarme que, sin darse cuenta, se le suelta la lengua—. Lo que ha ocurrido es que se han sucedido demasiadas casualidades: entraron a robar el domingo por la noche, justo el día en que guardamos más dinero porque se acumula la recaudación del fin de semana y no se puede ingresar hasta el lunes.
—No hay que ser un delincuente para conocer ese detalle, por algo tan obvio no pueden acusar a los empleados.
—Cierto, pero muy pocos tienen acceso al código que desconecta la alarma y estoy seguro de que ningún cliente puede saber dónde ocultamos las cámaras de vigilancia —y se va calentando—. Me refiero a las que disimulamos en lámparas falsas, las mismas a las que el ladrón, que se escondía bajo un pasamontañas, se dirigió sin perder un segundo en cuanto consiguió forzar la puerta trasera del local. Las cegó para que no pudieran registrar sus movimientos de camino hacia mi despacho, en donde escondo la caja fuerte tras un falso panel de madera que también encontró a la primera.
—Ya entiendo, ahora cambian las cosas, con estos datos no es difícil sacar la conclusión de que el culpable es…
—Alguien de dentro, sin duda —me corta—. O en todo caso alguien que cuenta con un cómplice que le ha pasado la información desde el interior. ¿Comprendes por qué la policía me interroga hasta la extenuación? Qué sé de éste o de aquél, si despedí a algún trabajador que ahora haya buscado venganza… Cada vez que los veo entrar por la puerta me echo a temblar. Estoy seguro de que me ven como el verdadero sospechoso.
—Es su forma de…
—Y para acabar de rematarlo —vuelve a interrumpirme, tan embebido en sus cuitas, con tantas ganas de desahogarse que no se da cuenta de que mi rostro no muestra compasión, de que disfruto con la narración de su caída en desgracia— resulta que además de la cantidad en metálico también sustrajeron cuatro libros valiosísimos que custodiábamos y que iban a ocupar un lugar preferente en la exposición que estamos preparando en la última planta y todos saben que soy un coleccionista de ejemplares raros.
—La verdad es que el asunto no pinta bien —aclaro espontánea sin ocultar mi alborozo.
—Mis superiores de la Central ya ni me cogen el teléfono. Y luego me llegan rumores de que van a degradarme o incluso despedirme… Hay muchos que se frotan las manos anticipando mi desdicha.
—Tú más que nadie deberías saber que a la gente sólo la mueve la envidia —continúo con mi sibilino lanzamiento de cuchillos.
—Y luego están los agentes encargados del caso, ¿te has fijado en el de mayor edad, en sus ojos?
—Dan grima —vaya si me he fijado, han llegado a provocarme pesadillas.
—Y miedo. Le resbala que seas culpable o no, por su mirada ya sabes que te ha juzgado y te lo dice sin palabras, te taladra hasta la médula y te graba su mensaje bien adentro para que no se te ocurra olvidarlo —y entierra la nariz en la espuma de la cerveza hasta agotarla sin respirar.
—¿Estás bien? ¿Quieres que te deje solo?
—No, por favor —suplica viniéndose abajo y, al verle, no dejo de reparar en que le está echando mucho cuento a su dolor, en que por detrás de su fachada dolorida, de su aspecto consternado, en lo más hondo de sus pupilas reluce un rescoldo de hambre agazapado. Vaya aprovechado, qué gran espíritu práctico que hasta de su derrota, de los revolcones que le da el destino, sabe sacar partido.
—Está bien, me quedaré un poco más contigo.
—No sabes cuánto te lo agradezco —y pretende mostrarse manso, mimoso, dolorido, sin llegar a conseguirlo. Debajo de su comedida sonrisa detecto un perfil siniestro y voraz: son sus colmillos de hiena que me quieren devorar.
Pues bien, juguemos. Por mí y por todos mis compañeros.
—Entonces, ya que nos espera una agradable velada, te propongo que busquemos otro lugar —sugiero—. El alboroto de este bar acabará poniéndote más nervioso.
—Me parece perfecto, Teresita —y en una fracción de segundo su postura cambia, sus hombros se enderezan, alza la cabeza y con un chasquido de dedos exige al camarero que traiga raudo la cuenta—. Conozco un italiano muy cerca que…
—No tengo hambre. No todavía. ¿Qué tal si nos tomamos una copa en un sitio discreto en el que no haya tanto bullicio?
—No creo que haya un lugar más tranquilo que mi casa. Entiéndeme bien —salta antes de que me dé tiempo a responder, como si le hubiera quemado la lengua su ofrecimiento—, no busco seducirte por más que no pueda quitarte la vista de encima porque sigues igual de guapa, sólo que como antes mencionaste que desde que sales en televisión te reconocen en todas partes y no te dejan en paz…
—Me parece una idea de lo más sensata. Sin embargo le pongo un pero —sonrío embaucadora intentando mostrarme indiferente a la propuesta que sí me incendia de verdad el paladar y la lengua y las encías—: Mañana debo madrugar, así que preferiría que fuéramos a la mía. ¿Te importa?
—¿Cómo me va a importar después de lo bien que te estás portando conmigo? —y busca desesperado al camarero, que tarda en traer la vuelta, y masca un taco destinado a insultarlo, vaya inútil, cómo no va a serlo si es el último mono de este antro, anda que si trabajase para mí iba a tener esa calma y esa sonrisita idiota en la cara. Cuando al fin aparece no puede contenerse y le escupe un «¡Ya era hora!» que suena como el disparo de una bala en la madrugada y, apresurado, sin dejar un solo céntimo de propina pero apropiándose de la factura que también pagará la empresa, sale corriendo hacia la puerta tirando de mí, no sea que me dé por cambiar de parecer o un imprevisto aborte sus planes.
Caminamos sin saber bien qué decirnos. Imagino que irá pensando en la suerte que ha tenido esta noche. Yo, por mi parte, no puedo dejar de reflexionar en el tipo de cretino en que se ha convertido. Noto que posa su mirada sobre mi cintura y la percibo obsesiva, avariciosa, posesiva no de lo que soy sino de lo que represento, una mujer famosa que tras tantos años de deseo se le ofrece una noche sin más, sin haberse apenas resistido. Me da por imaginar cuál sería su reacción si descubriera cómo lo veo de verdad, como un simple trozo de carne destinada a aplacar mi hambre.
Mis impulsos revoltosos, casi suicidas, me tientan y me animan a revelarle todo y ya estoy a punto de detenerme al pie de una farola y permitir que su luz ilumine de lleno mi cara para que pueda comprobar que no miento, que le hablo en serio al decirle que si me lo llevo a casa es por un deseo mesiánico de redimirle, por la lástima que me suscita, porque aún puede servir de utilidad a alguien. Pero nos topamos con un andamio que estrecha la acera y, como un latigazo, advierto que, con el pretexto de guiarme, galante y sobón posa demasiado cerca del final de mi espalda una de sus manos.
Doy un respingo. Odio ese detalle tan masculino que se pretende sutil y despreocupado pero que revela tanto, esa manía de querer toquetearlo todo, hasta lo que ya saben que es suyo, y me vence el impulso de deshacerme de esa garra a manotazos. Algún lector romántico de esta loca libreta roja podría aducir que exagero, que soy suspicaz y malpensada, que es sólo una demostración de deseo, un necesito tocarte con cualquier excusa, la más absurda, a la mínima oportunidad.
Se equivoca, por supuesto.
Hay que ser mujer para entender qué significa ese contacto, la afirmación implícita que conlleva esa mano protectora y tirana a la vez. Es una forma de gobierno, un tú no te sabes el trayecto, un cuida por dónde pisas que con esos tacones y esa actitud te la vas a pegar, que tengo que ser yo el que marque tu rumbo y elija tu destino porque sola no puedes andar.
Ya se la devolveré, decido, y unidos a través de esos cinco dedos que se clavan en mi chaqueta como las zarpas de un oso, que me marcan como un hierro candente, llegamos al parking y nos introducimos en un ascensor sucio y con olor a orines que, renqueante, pareciera que nos trasladase al centro mismo de la Tierra. Aquí por fin despega su pezuña de mi cuerpo para sacar su tarjeta de abonado y enseñársela al encargado que vegeta tras una ventanilla. Después me conduce apremiante hasta el lugar de penumbra, humedad y hollín donde su automóvil aguarda como la carroza fúnebre de un condenado que no se entera de lo que está pasando, que ignora su triste porvenir.
Como una zombi que cumple las órdenes de un santero aguardo a que saque las llaves y hasta me presto a interpretar la pantomima de que es un caballero y agradezco con una sonrisa que me abra la puerta. Definitivamente, sus padres no le dieron una buena educación: en vez de esperar a que me quite el abrigo para no arrugarlo y entre por mi propio pie me empuja impaciente hacia el asiento con leves empellones, más como un secuestrador imperioso pero apocado que como un seductor. Excuso estos deslices, fruto probable de su excitación o los nervios, y cuando ya tengo el cinturón de seguridad puesto y él ha encendido el motor me veo sorprendida por su ataque despiadado. Como era de prever, al abalanzarse sobre mí el coche termina por calarse con un sonido siniestro mezcla de espasmo, tos de viejo y estertor final de una existencia de metal que cruje, petardea y al cabo se apaga en tanto yo, con su lengua dentro de mi boca y su mano sobre mi muslo, sucumbo a una risa inesperada que le hace retroceder con disgusto.
—¿Qué ocurre? —se agita, y vacila entre mostrarse ofuscado o desalentado.
—Perdóname —me disculpo apresurada para no incrementar el golpe de mi rechazo—, es que hacía tanto que no me sucedía esto, y menos en un aparcamiento, con tanta prisa y pasión que, de repente, me vi como si fuera adolescente de nuevo.
—De alguna manera lo eres —concede entrando en la broma, dejándose llevar por mi juego—, no olvides que tenemos este asunto aplazado desde hace mucho tiempo.
—No te falta razón, sólo que ahora he crecido y no puedo permitirme el lujo de darme el lote en un lugar público —le reconvengo.
—Lo entiendo, Teresita, una hembra como tú no está hecha para un sitio como éste —asiente complacido, como si mi objeción respondiera a un modelo previamente establecido de lo que aceptan o no las diosas de clase alta como yo, y arranca decidido y satisfecho mientras no llego a imaginar qué tipo de fantasías trasnochadas con damas de alta alcurnia pueblan su cabeza.
—No es por ahí, vamos a mi antigua casa, al palacete de mi madre —le indico al salir.
—¿Ya no vives por la zona de los Austrias?
—Ese apartamento, el que compartí con Agustín, era de su familia y en cuanto rompimos tuve que marcharme. Había demasiados recuerdos acumulados.
Con una sonrisita estúpida en los labios atiende a las precisas indicaciones que le voy dando para llegar hasta mis dominios, y dócil, se deja guiar encantado mientras elucubra con vete a saber qué depravaciones. Al cabo de unos minutos de forzado silencio en los que nuestras voces sólo se alzan para decimos frases tan prosaicas como «gira a la izquierda en la rotonda» o «justo después del semáforo», se rinde al fin a las ganas de retomar el tema aun a riesgo de parecer un entrometido, un pesado obsesivo que a cada paso y palabra me sigue hartando.
—Qué pena lo del apartamento. El edificio se caía de viejo, a pesar de eso debía de costar lo suyo estando en pleno centro y con esas vistas prodigiosas…
—Era un hogar pequeño, pero estaba lleno de amor.
—Tampoco puedes quejarte, ahora disfrutas de un palacete para ti sola.
—Ya casi llegamos, puedes aparcar donde encuentres un hueco —le miento, aún queda un trecho, pero no quiero lidiar luego con el engorroso problema de su coche estacionado delante de mi puerta.
—¿No tienes garaje? —se sorprende.
—Ayer se rompió la polea que abre la compuerta de la cochera —le miento de nuevo—. Es mejor dejarlo por aquí, en mi calle las farolas apenas iluminan y varios vecinos se han quejado de robos en sus vehículos. A mí no me importa caminar, la noche está agradable.
No hacía falta que me esmerara tanto, me hubiera bastado con hablarle sólo de los robos para engatusarlo, como comprobé en cuanto vi su rostro atenazado por el temor a que algún desalmado destrozara su bólido o lo mancillara posando sobre él sus sucias manos. Con el susto aún en su cuerpo avanzamos por la acera desierta y no tardamos en llegar a mi cancela, oscura y fúnebre por la falta de alumbrado y porque dentro, junto al estanque, maúllan como poseídos los gatos entonando salmos de alabanza a algún dios extraño.
—Cantan a la Luna —le explico, pero podría inventarme cualquier otra excusa ridícula porque no me oye, tiene la boca abierta como un cascanueces mientras contempla extasiado la tétrica y apabullante fachada de la casa de Ofelia, que nos espía sigilosa, tan cotilla como siempre, detrás de los pliegues de las cortinas que no puede mover ni apartar con sus dedos de humo. Finalmente, mi amante bandido de corazón malherido se percata de que estoy a la espera y debe articular algún sonido para hacerme saber que aún se encuentra en el mundo de los vivos:
—¡Menuda mansión!, y vaya nombre raro que le pusieron.
—Sabía que te gustaría. Je Reste significa «Me quedo». Uno de mis tatarabuelos la perdió jugando a las cartas. Cuando llegaron los acreedores se negó a abandonarla y se encerró con sus escopetas de caza en el torreón, allá arriba, donde brilla esa luz que en su honor todas las noches está encendida, y en cuanto se atrevieron a franquear la verja la emprendió a tiros con ellos. Resistió el asedio una semana y logró conservarla. Tras esa gesta le cambió el nombre.
—Qué historia más interesante —él también miente, sé que le importa un pimiento—. Y dime, ¿es caro el mantenimiento?, ¿cuántas personas tienes de servicio? ¿Es toda tuya o hay algún otro heredero?…
Sus preguntas son tan indiscretas, tan fuera de lugar, que opto por adelantarme por el sendero de gravilla a riesgo de parecer maleducada o descortés y dejarlo atrás, como una pésima anfitriona renuente a ejercer su papel con tal de no permanecer a su lado y no escuchar cómo calcula los millones que vale esta propiedad. Puedo jurar que oigo los engranajes de su pequeño cerebro sumando, deduciendo, elucubrando cómo pagar menos impuestos, lo que podría sacar por el terreno y hasta por la madera de unos árboles tan nobles («Son robles, ¿no?, deben de valer un dineral») y, desde luego, cómo hará para seducirme y convencerme de que es el hombre que merezco hasta sellar nuestro amor pasando por el altar. Al infierno con su proclamado ateísmo y su alergia a los contratos matrimoniales, se dice por dentro, lo que importa es progresar, medrar, salir del agujero de esa empresa que no me valora, que me hace trabajar sábados y fiestas de guardar, que me humilla después de haberme dejado el pellejo en ella, que me obligó a ser el ángel exterminador de todos mis compañeros de promoción y ahora me pone en la picota y contempla con delectación cómo caigo mientras mi crédito, mi saldo, mi prestigio, se agota.
Me detengo a mitad de camino de la senda impaciente, arrepentida de haberlo traído. Me vuelvo y ahí continúa, con los ojos brillantes y los puños apretados, la cabeza levantada contemplando el escudo de piedra del frontón y en la cara ese deseo de poseerme, de hacerme suya en el pleno sentido de la palabra. Está dispuesto a agarrarse a mí como a un clavo ardiendo. Cuando se cierra una puerta se abre una ventana, se dirá, y yo soy la promesa tentadora, la rica heredera cortita de luces y mona que la suerte le depara.
Lo veo meridianamente claro, tanto que asustaría a cualquiera que no fuese como yo. A la primera oportunidad me propondría montar un hotel de lujo, un centro comercial o una urbanización de adosados y, si me opusiera, no tendría reparos en quitarme de en medio y convertirme en polvo de estrellas, en recuerdo adorado, en triste mártir de destino malhadado que, como explicaría luego a la policía, condenada por la misma maldición que se llevó a toda mi familia, como belleza efímera, como flor de invernadero, terminé por marchitarme dejándolo solo, millonario y, no se cansaría de repetirlo, sin consuelo.
Por eso me siento tan libre y me relamo sin reparos: con canallas como él sobran los escrúpulos. Puestos a eliminar lo haré yo primero aunque, por otra parte, sería igualmente divertido dejarse ir y preparar la parafernalia de la boda católica, apostólica y romana, y casarme en la catedral ante un cardenal, y jurarle obediencia y fidelidad eterna y, tras la luna de miel en un crucero por las islas griegas, dejarme persuadir para vender la casa y esperar a ver qué cara se les pone a todos mis vecinos y amigos cuando las palas excavadoras horaden la tierra plagada de sorpresas del jardín.
Ahora soy yo la que se recrea en sus pensamientos y disfruta con sus pesadillas irreales hasta que su abrazo me coge desprevenida y me sobresalta sacándome de mis fantasías y, por qué no decirlo, también de mis casillas.
—Teresa, Teresita, ¿qué te pasa, mi vida, te he alarmado? —susurra, asquerosamente adulador, en mi oído.
—No es eso, es que de pronto he sentido frío. ¿Entramos?
—Como quieras, princesa, yo siempre a tu servicio.
—Así te enseño mi castillo —y como un perrillo faldero asiente contento, ansioso por echarle el ojo a los arcones con doblones de oro que cree que le aguardan tras franquear el foso, y se deja llevar y escucha atento mis explicaciones sobre la arquitectura y el estilo, las hectáreas que ocupa el jardín, la antigüedad de los espejos de azogue veneciano que cubren paredes o de las arañas de cristal que penden del techo, el porqué de las pinturas y tapices que he retirado y que guardo a buen recaudo en el sótano o las mil y una cuestiones que no le hastían sino todo lo contrario porque piensa que está visitando un museo que pronto será suyo, un palacio que le acogerá y se estremecerá al oír sus pasos. Yo, a medida que nos adentramos en Je Reste y sus vericuetos, me voy adueñando de la situación hasta sentirme segura por completo, ama y señora de todo cuanto alcanza su vista y dispuesta a convertirme en la que manda, la tejedora que invita a la mosca a visitar su malla sabiendo que tiene el control y, en un dicho que me va como anillo al dedo, la sartén por el mango.
Después de unos momentos que me parecen eternos decido que ya está bien del paseo turístico por los señoriales salones, las terrazas con sus estatuas, la azotea con sus vistas y hasta el mármol de los baños. Ya me he cansado de oír el tintineo metálico de la caja registradora que esconde entre sus neuronas, no tiene gracia su charla maquinadora y ha perdido todo interés escucharle fingiéndose indiferente por la procedencia o el mérito de las obras de arte y traducir para mis adentros cada una de sus frases destinadas a averiguar lo que valdrían en el mercado negro. No hemos venido aquí para esto. Ya es hora de lanzar el anzuelo con su cebo y poner fin a tanto parloteo.
—Cada rincón es tan fascinante y espectacular —me asegura asintiendo con la cabeza como uno de esos muñecos con un muelle por cuello— que no me cansaría de contemplar todos sus recovecos una y otra vez.
—Pero no hemos venido aquí para esto, cielo.
—Tú bien sabes lo que deseo, Teresa —asiente cogiéndome del talle y plantándome un beso pegajoso en el hombro—. Pero antes dime ¿dónde está el famoso salón de fumar?, ¿tiene muebles antiguos, me lo puedes enseñar?
Definitivamente, este hombre no tiene arreglo.
Y, sin embargo, no puedo ser tan inepta como para no saber tentarlo y no llevarlo a mi terreno. Tiene que haber algún flanco por donde le pueda atacar…
—Antes nos queda visitar la sala más importante: la biblioteca. Eres un experto, estoy segura de que sabrás apreciarla como se merece.
El chucho de plástico barato se torna perro de presa de olfato afilado:
—¿Tienes primeras ediciones?
—La duda ofende. Mi abuelo no era coleccionista de incunables, era un adicto.
—Agustín me comentó qué estaba llena de tesoros, sólo que por aquel entonces tú ya no te hablabas con tu madre y no pude hincarles el diente… Bueno, tú me entiendes, echarles un ojo a los libros.
Antes de que le dé por seguir soltando sandeces sobre lo que vale esto o aquello le llevo hasta la escalinata que, cómo no, también le cautiva, y mientras la subimos le oigo calcular nuevamente su valía multiplicando el precio del mármol de cada escalón por el metro cuadrado y el total de peldaños, hasta que llegamos a la estancia prometida repleta de libros presidida en una de sus paredes por el enorme ventanal. Entonces, gracias al cielo en pleno y a todo su santoral, se calla, extasiado, olvidándose por un bendito lapso de hablar.
El dolor de cabeza que me provocaba empezaba a ser inaguantable. Ahora, agradecida, calmada, me reclino contra uno de los estantes y le observo pasear pausado, con las manos a la espalda y andares de noble decimonónico, inspeccionando, casi hasta diría que esnifando algún que otro ejemplar que selecciona y hojea con extremo cuidado e incluso devoción. Tan concentrado está que pasa junto a mi escritorio art déco colocado en el centro de la sala sin reparar en su valor, ni tampoco en la antigua porcelana de las lámparas aunque, extrañado, se detiene ante el televisor.
—¿Qué hace eso en este lugar? —clama maleducado.
—¿Por qué, te parece un sacrilegio? —le provoco con una sonrisa.
—No, no me refería a… —recula, pero yo sé que acaba de decidir que, en cuanto tome posesión y este lugar sea todo suyo, ese aparato irá a parar al sótano o, en el peor de los casos, al mercado de segunda mano—. Lo que sí me llama la atención es que ahora, si no estabas en casa, permaneciera encendida.
—Siempre lo está, me hace compañía.
—¿Y qué canal es el que tienes puesto?
—Documentales de National Geographic, son mis preferidos —y sin volver la cabeza sé que ahora mismo en la pantalla se ve una escena de caza en la que un depredador de los numerosos que habitan el planeta, un león, un tiburón, un cocodrilo o una viuda negra, termina por devorar a otro animal más débil e indefenso que, por mucho que lo intente, nunca se salvará.
—Da un poco de repelús —comenta.
—A mí me excita, ¿a ti no?
Y abandonando mi calculado reposo cruzo la distancia que me separa de él con un compás tanguero y sensual marcando el paso con la cadencia del latido de un corazón, bom-bóm, bom-bóm, y me acerco y le susurro al oído números de cuentas en bancos suizos y ante su éxtasis le echo la cabeza hacia atrás y le muerdo en el cuello con furia, ataco su tráquea con ira mientras le oigo gemir, revolverse, agitarse alterado, incitado y me atrevería a decir que noqueado.
Ya está bien de tanto cotorrear, me digo mientras sigo succionando para asegurarme de que no tendré que aguantar su verborrea ni un segundo más, de que por suerte y para siempre su lengua no volverá a molestar.
* * *
Me quedo trabajando, o cocinando, o recreándome, o disfrutando de un par de horas de actividad frenética después de mi encuentro con el librero traidor que ya ni es anarquista ni capitalista, que ni siquiera es criatura digna de tener en cuenta, y cuando salgo de la caseta de piedra y atravieso el sendero hasta la puerta trasera de la cocina son algo más de las tres. Buena hora para dormir, me digo, y pese a que soy consciente de lo sucia que estoy después de mi intenso contacto con esta cita postergada durante tantos años que, a la hora de la verdad, me ha dado más trabajo del esperado, de que mi camiseta blanca ya no es tal sino un borrón rojo y ocre mancillado y sudado, hasta me atrevería a decir que chamuscado tras tantas horas cerca del horno, me resisto a meterme bajo la ducha. Lo que quiero es tirarme sobre la cama sin pararme a pensar, rendida, placenteramente baldada y vencida por el sueño, esperanzada ante la perspectiva de que sea reparador, de lograr sumergirme en un limbo blanco en el que no me asalten recuerdos ni pesadillas, engañándome, creyendo que aún me quedan restos de la antigua ilusión o que, por qué no, vuelvo a ser la de antes y no estoy rota ni maleada, y Ari está a mi lado, y me mira.
Con la esperanza de dormirme sin más me niego a dejar que el agua me espabile, y paso de largo del baño para llegar a mi habitación sin perder un minuto que cederle a la realidad y regatearle al descanso. Cuando estoy en camisón a punto de caer entre las sábanas distingo en el pasillo un resplandor blanquecino que me confunde por un instante. Son las lámparas de la biblioteca, que me rastrean y persiguen, que me recuerdan que sigue ahí, que tarde o temprano tendré que enfrentarme a ella, que insisten en sus cantos de sirena como haces de luz que no piensan dejarme en paz, que pretenden destrozar mi sosiego y esta oportunidad única de dormir y olvidar.
Me vuelvo de mala gana maldiciendo esta casa de Ofelia llena de trasgos, secretos y mentiras, marcada por su constante recuerdo y su cargante presencia por pasillos y esquinas por más que cuando se encuentre conmigo pretenda insultarme desde su indiferencia de espectro. Reniego de la frialdad del suelo frío bajo mis pies descalzos y del empeño en hacerme participar a deshora de su histeria y su llanto y entro en la biblioteca dispuesta a cortar de cuajo cualquier asomo de rebelión, a mostrarme implacable como si no tuviera sentimientos o no me importara este infinito asco que no alcanzo a conjurar.
Apago las luces y milagrosamente callan las voces que me llamaban, hago el ademán de marcharme, de volver a la cálida promesa del lecho, y reparo entonces en que la puerta que da al balcón se encuentra entreabierta. Segura de que me protegen de atisbos indiscretos los altos muros y la verja atenazada por la hiedra, convencida de que mis queridos árboles, a semejanza de los espinos del bosque encantado de Blancanieves, se cierran sobre esta casa cuando estoy en ella espesándose y aislándome del mundo exterior y su pobreza, de la curiosidad invasora, de las palabras crueles y las intenciones funestas, me acerco con intención de cerrarla ungida con la fuerza que me dio mi último amante, sintiéndome invencible e inexpugnable, sin temor de nada de lo que allá fuera pueda esperarme.
Un leve destello me detiene. Es un sutil resplandor naranja a lo lejos, al otro lado del portón, tan tenue que parece el brillo inocente, más allá de toda duda, de una solitaria luciérnaga desorientada. Intrigada me paro a contemplarlo detenida ante la vidriera sin cortinas, con mi camisón brillando en la oscuridad como el sudario de un fantasma. Me divertiría esta comparación si reparara en ella pero no es así, de pronto estoy preocupada, acabo de percibir que hay alguien ahí afuera, en la calle, en ese mundo que tras el amparo de mi tapia finjo que no me afecta. Y ese alguien de presencia amenazante, sea quien sea, fuma con parsimonia un cigarro mientras me acecha.
No lo pienso, me dejo llevar, abro la puerta y salgo al balcón sin reparar en mis brazos desnudos, en la tela liviana que apenas me tapa, en el relente de la noche de otoño, en que me expongo tanto como mi vigilante a mostrarme como lo que soy, un espíritu pálido perdido en su infierno particular, condenado a vagar sin tregua ni descanso hasta haber espantado a mis propios demonios, hasta acabar con ellos o, lo más previsible, que éstos me aniquilen al cabo. Me asomo sin temor al vacío o a las alimañas de la noche, me inclino sobre la balaustrada indiferente al vértigo o al miedo, escudriñando la acera con los ojos furiosamente abiertos, entrecerrando a continuación los párpados para tal vez distinguir algo mejor la forma incierta de quien me contempla, insultando en un susurro la ineficacia de los empleados municipales encargados de reponer las lámparas de las farolas que sistemáticamente destrozo a pedradas a fin de sembrar el acceso a mi casa de una perenne oscuridad que otrora creía que me cobijaba, en la que tan a gusto me sentía.
Pasan unos segundos eternos y tensos y mis pupilas logran acostumbrarse a las tinieblas que me rodean hasta permitirme definir al menos las diferencias en la densidad y el contorno de los objetos. Ahí está. Más allá del cinturón de árboles, fuera de mi radio de acción, cómodo en la vía desierta.
Un hombre alto y corpulento que apaga la colilla tirándola al suelo —su trayectoria de luz traza un arco de estrella fugaz venida a menos— y la aplasta luego con su bota, una silueta sospechosa que me resulta ligeramente familiar y cuya tranquilidad me inquieta volviéndola sobrecogedora. De pronto alza la cabeza y parece mirarme directamente a través del denso follaje de mis guardianes vegetales, presintiéndome o puede que esperándome a pesar de estas altas horas, como si supiera que iba a aparecer, atraída por su cigarro como una polilla por la luz, divisando su resplandor como un barco en la tormenta, perdido y desorientado al pie del acantilado.
Me pregunto quién es, qué hace aquí, qué quiere de mí. Hago un recuento de enemigos y no puedo siquiera llegar a calcular cuántos permanecen vivos. Si al menos pudiera ver el brillo rojo en el fondo de sus iris sabría a qué atenerme, si una pavesa traidora huida del cigarro me permitiera vislumbrar una parte de su rostro para distinguirlo pétreo y curtido, macilento y empecinado, podría decidir qué hacer, si plantarme ante él o esconderme.
Espero. No ocurre nada.
Me siento sucia, me pongo nerviosa. En un gesto instintivo y rápido, como si realmente estuviéramos bajo la clara luz del día y fueran totalmente visibles mi cara, mi pelo, mi cuerpo apenas cubierto por esta prenda fina y pavorosa como un velo de novia muerta, cruzo los brazos sobre mi pecho, me aferro a mi propio cuello y me quedo sin aliento.
El hombre sin rostro se mueve, retrocede sin perder la perspectiva del balcón hasta alcanzar un bulto de reflejos metálicos aparcado en la calzada y parecido a una moto de gran cilindrada. Oigo los pasos de sus botas ligeramente amortiguados por el sordo rumor del tráfico lejano y ajeno al orden que pretenden imponerle los semáforos, por los maullidos de los gatos callejeros que pueblan mi jardín y saltan jugando a cazarse, por el murmullo de las hojas alteradas que movidas por el viento quieren averiguar qué pasa aquí, a qué extraño duelo están asistiendo. Me recorre un escalofrío y mis colmillos, como siempre que estoy inquieta, buscan hasta morder las comisuras de mi boca sin pensar en lo que hago. Me doy cuenta justo entonces de la sangre que gotea de mis labios hinchados, y me sorprendo calculando si podrá distinguirla a esa distancia, si se habrá percatado de su furioso color escarlata que hace resaltar más aún mis fauces rapaces.
De que si esta noche está tan roja no es porque la haya maquillado. Hoy no hay excusas que me cubran, hoy no me enmascara ninguna barra de labios.