10. Cómo gestionar tu afición por la cocina y convertirla en un éxito
Sola y ante la puerta del restaurante busco inquieta a un tipo con cazadora de cuero que, por más que me fije, no encuentro. Algo decepcionada, entro cargada, con la cabeza gacha y atenta al suelo para no tropezar aunque me tientan las ganas de hacerlo, de dejarme caer con fuerza y terminar de arreglarme definitivamente la cara contra las baldosas a la espera de que aparezca mi hombre misterioso y me ofrezca un puñado de buenas respuestas.
Pero ni por ésas, así que después del tropezón fingido en el porche, y de volverme para contemplar el rostro de una empleada de la limpieza que con disimulo menea la cabeza como si creyera que no estoy en mis cabales, me dirijo a los fogones y nada más entrar me topo con Tomás aún sin delantal.
—Subo a la oficina —apunta en cuanto ve mis ojos que echan chispas—. Quiero estudiar varios presupuestos, eso de obcecarte en cambiar la mantelería nos va a costar un dineral.
—Quieto ahí —le detengo, dejando las bolsas sobre la encimera y señalándole con un dedo acusador mientras me quito la gabardina—. No vas a huir de mí así como así, tenemos que hablar de por qué eres tan cotilla.
—Qué pretendías, ¿que no le dijera nada a Estrella? Sabes que no puedo hacerlo —y ahora me clava esa mirada de perro pachón convencido de que no tendré más remedio que callarme, desarmada.
Acierta, claro. Y sin embargo no puedo resistirme a seguir rezongando un rato.
—Me siento controlada por vosotros.
—Exageras, Teresa. Te agobias porque confundes el que nos preocupemos por ti con esa estricta vigilancia a la que te tenía sometida Ofelia. No estás acostumbrada a que te quieran.
—No se puede discutir contigo, eres demasiado sensato.
—Esa es mi función: procurar organizar este negocio y, sobre todo, que no le prendas fuego en un arrebato de ira o pasión.
—Me voy a poner de inmediato a trabajar —le informo, como si no le hubiera escuchado, porque no me apetece hablar del humor funesto con que me he levantado y de lo que soy o no capaz de hacer si me caliento demasiado—. Hoy también habrá en la carta una entrada especial.
—Veo que sigues adelante con el plan. Me parece bien.
—¿Lo dices porque ayer casi todos los clientes solicitaron el Plato Efímero?
—Lo digo porque has recuperado el gusto por cocinar.
Me callo porque, por no variar, ha vuelto a acertar, y tras recogerme la melena, cambiarme de ropa, remangarme y frotarme las palmas a conciencia, como una más de los que habitan esta cocina, me dispongo a elaborar contenta una receta volátil y fugaz que en un solo día morirá.
—Y si además se genera expectación y se incrementa en dos o tres meses la lista de espera, así sacamos para tus manteles nuevos —añado socarrona, sabiendo que todavía puedo buscarle las cosquillas—. En fin, si preguntan más locos por mí decidles que les espero cuchillo en mano —levanto uno bien grande y bien afilado— y que estaré encantada de recibirlos.
—Qué graciosa eres —se mofa Tomás sin que le haga pizca de gracia mientras hace ademán de marcharse—. Me está bien empleado, a ver si de una vez por todas aprendo que no mereces que te quieran.
Me pongo a cortar como una posesa verduras frescas en juliana y, sin que pueda frenar el flujo de imágenes y olores evocadores, mi mente comienza a volar y me recuerdo en este mismo lugar, más sola, sin tantos empleados como ahora ni tantas mesas ni tanta fama, sólo Tomás y yo en la cocina haciéndolo todo, con suerte uno o dos camareros y Estrella recibiendo a los clientes y quedándose después hasta tarde para ocuparse de la contabilidad, y dudo por un instante, añorando aquellos tiempos felices en que nos movíamos sólo por ganas y no por dinero, en los que nos lo jugábamos todo porque no teníamos nada que perder y cualquier triunfo, por pequeño que fuera, no era una atadura para el futuro sino un sorprendente placer, si ahora estamos mejor o peor que antes.
No tengo ni idea de si los que entran en Barbantesa, los que llaman durante semanas para conseguir una mesa como sea, esos mismos que dentro de un par de meses lograrán una reserva, lo hacen porque nuestra comida sea excepcional o porque éste es un sitio de moda más, tan transitorio como perecedero, al que se viene por el ansia de impresionar, porque lograrlo es una gesta de la que fardar con sus amigos y, además del placer de contarlo, le hemos dado de cenar.
Levanto la cabeza en busca de Tomás. Quisiera que me contara qué piensa, si le parece que hemos llegado a donde él quería, si es éste el restaurante que soñaba regentar cuando idealista, romántico y optimista se embarcó pleno de ganas y escaso de capital en la locura de convertir este decrépito invernadero en un lugar donde crear nuevos sabores o recrear aquellos que echábamos de menos, que no probábamos desde que dejamos de ser chiquillos. No le encuentro, no está en la piedra afilando sus cuchillos ni meditando con una taza de café cargado qué puede preparar que no se haya hecho antes, que nadie haya imaginado y mucho menos cocinado. Seguirá arriba, enfadado o no, realizando pedidos a los proveedores o llamando a algún bodeguero que este año consiguió un vino excelente que pocos más encontrarán. Tampoco está Estrella, esa Estrella convertida ahora en una dominanta de porte adusto y traje gris que invierte en Bolsa, que trata con artistas y empresarios que le dan el soplo de qué valor comprar y que la acosan a cambio con peticiones a cada cual más peculiar, como la de organizar en nuestras instalaciones la entrega de un premio teatral o realizar un reportaje fotográfico que una prestigiosa revista de moda publicará y contribuirá a incrementar más todavía de reservas el local.
De pronto me apetece parar, limpiarme las manos, arrinconar esta sopa loca y buscar a mis amigos, estén donde estén, para que me confiesen si esto colma sus sueños, si alcanza o rebasa sus expectativas, si no se sienten prisioneros ahora que se han cumplido nuestros deseos. Y qué queda de nosotros.
No sé por qué no lo hago, por qué no lo dejo todo y voy corriendo sala por sala hasta dar con ellos, como termino por hacer en los malos ratos, ansiosa por cobijarme entre sus alas y recibir su auxilio, su consuelo, las respuestas que no tengo o que no encuentro. Debería arrojarme en sus brazos y suplicarles que me den un nuevo empuje, que me convenzan de que no se han hartado de mí ni del sueño, de que poseemos lo que ambicionábamos y vale la pena continuar, de que sigue siendo gratificante cocinar.
Sin embargo sigo aquí, no me muevo. Mis dedos se ocupan en hacer volar el cuchillo con sus destellos siniestros de plata y metal sobre los delicados cebollinos, las zanahorias y los estambres como cabellos de doncella de las flores amarillas del hinojo mientras corto y pico y me sumerjo en una sinfonía de naranjas y azafranes que sangran su savia sin piedad. Si resulta ser cierto que la mayoría de los que reservan mesa no tienen el menor interés por lo que pueda servirles, merecen saborear este caldo macerado con lo más oscuro de mis anhelos, aderezado con mis más amargos recuerdos. Merecen comerse mi furia, mi ira, los humores que bañan la vajilla y la plata de los cubiertos y todo lo bueno y lo malo que les ofrezco y les cobro con esmero.
En el fondo qué más da si vienen por mi cocina o su notoriedad, lo que nos hace realmente triunfar es la parafernalia con que fuimos rodeando desde el principio cada detalle, hasta los más imperceptibles. Tomás y yo hemos sido siempre unos teatreros y, en lo que respecta a Estrella, es tan sumamente protocolaria que entre los tres hemos sabido hacer de la experiencia de visitarnos todo un espectáculo. No es que amenicen las veladas cantantes de ópera o cuartetos de música clásica, pero es innegable que teníamos tantas ganas de montar este local y le pusimos tanta alma, tanto afán que, sin darnos cuenta, empezamos a representar una obra en la que cada pormenor está rigurosamente pensado, detenidamente elegido, mimosamente cuidado. Una vez dado este primer paso, sólo queda perder el miedo y el sentido del ridículo, creerse el papel y comenzar a actuar. Es como una puesta en escena o, por qué no, como un juego de seducción. Debe suministrar un cierto tipo de atracción.
Y es que, ¿qué nos distingue de otros restaurantes que ponen el mismo esfuerzo, que aman la cocina tanto como nosotros, que se juegan sus ahorros y hasta su vivienda y no obtienen más que vacío y deudas? Temo revelarlo, me da vergüenza divulgar que nuestra notoriedad, nuestros precios exorbitantes, nuestro buen nombre obedece a un recurso tan sencillo, tan banal, que desvelarlo sería como hacer público un truco de magia divulgado por un ilusionista desleal.
Pero he de decirlo, la libreta roja exige su cuota de sinceridad y, por otra parte, por qué callarlo por más tiempo, qué me ata si no sé si Estrella o Tomás o alguien más llegará a leer algún día este diario, si interesará esta historia que se escribe en los portales bajo la suave intensidad de las primeras luces, que repetirán los conserjes en las noches aburridas de los hoteles menos elegantes como un rumor, como una leyenda siniestra de mujeres devorahombres a las que no domeñaban hogueras ni cruces. Por qué voy a frenarme si me apetece desvelarlo, tampoco es para tanto, es una norma básica, obvia para cualquiera con dos dedos de frente: conseguir que el cliente se vaya contento, hacer que sienta que la experiencia culinaria que se le ofrece es un regalo sin igual que viene a ser como tomar parte en el mismo juego de incitación, persuasión y soborno que llevamos interpretando desde que dejamos atrás las coletas y los pantalones cortos. Algo tan simple como planear la presentación y la puesta en escena, cuándo aparecer y cómo recibir al comensal para mostrarte con él adorable o misteriosa, inalcanzable o etérea; habrá que decidir después en qué mesa sentarle y cómo convencerle de que precisamente esa es la mejor y la que más le conviene, calcular a continuación cuánto vas a ignorarle como pose premeditada hasta que por sorpresa te acercas y le ofreces la mejor de tus sonrisas, intercambias unas breves palabras y no mucho más tarde deslizas suavemente ante él la cuenta que terminará por pagar encantado, prometiéndote con todo su entusiasmo que regresará, cueste lo que cueste.
Ahora sólo queda volverse y fijar la atención en un nuevo cliente o amante, una nueva presa fresca a la que encandilar. Aunque nada de esto podría funcionar si no contáramos a nuestro favor con el fervor de la clientela por las historias bien narradas y su olfato previamente entrenado para dar con una aparatosa trama (llámese las tristes vivencias del entremés, el terrible martirio de la carne o la increíble hazaña de cómo capturar el pescado) servida entre los entrantes y los postres, bien corregida y mejor aliñada.
Me refiero, claro está, a los asiduos del ambiente cultural que nos frecuentan con encomiable fidelidad, a los actores y directores, a las pintoras y novelistas, a los músicos y diseñadores y, también, a los editores de libros prácticos que como moscas a la miel siguen acudiendo para convencerme de que no abandone la escritura por más que afirme que desde que salgo en televisión y regento el restaurante ya no mantengo mi interés por volver a publicar. Los modos y maneras que emplean son variados y diversos, refinados o directos, agresivos o incluso malencarados, como los del consejero delegado sin alma que, a pesar de mis evasivas y del granizo traidor, al llegar a casa terminó por contarle a su beata esposa que el almuerzo fue insólito pero excepcional.
Inepto. ¿No comprende que, aun invitando yo, siempre terminaré por ganar, que manejo Barbantesa como los camellos de las esquinas más oscuras y, como éstos estilan, es mi norma invitar primero si veo que el cliente me interesa por su fama, su grado de adicción a lo suntuoso o por su dinero?
No me da vergüenza reconocerlo, cada cocinero agasaja a su manera con diferentes estilos y promesas. Es un todo vale con tal de procurar que el comedor se llene cada día, que no quede libre ni una sola mesa. El ejecutivo, como el cantante de renombre al que no permití sacar la cartera, como el crítico de arte que se dejaba convidar hasta que finalmente acabó por hacerse fijo pagando sus reservas con una enorme sonrisa de satisfacción, terminará por traer a su mujer y a sus allegados ante los que ha alardeado de conocerme, y yo me acercaré e intentaré ocultar mi asco y le saludaré con la deferencia que merece y ya serán entonces cautivos de mis armas y mis redes, y repetirán, y no sentiré pena por ellos y sus cuentas corrientes. Así funcionan las cosas para bien o para mal.
Soy mala, y perversa, y a pesar de que sé que por más directivos y directores generales que acudan y me pretendan, por más jefes de marketing y asesores y palmeros culturales que me requieran, no volveré a publicar. Pero sigo permitiéndoles venir, y callo aunque no dejen de cortejarme, aunque nunca paren de llamar, unos atraídos por mi elevada posición en la lista de ventas, otros por mi piel de porcelana que se cuela a través de la pantalla en las casas ajenas una vez a la semana, algunos incluso porque se creen capaces, como los caballeros andantes de los cuentos de hadas, de hacerme hablar, reír y gozar, de liberarme de la maldición que me impide tomar un bolígrafo y deslizarlo sobre el papel para dar forma a una obra que aun sin leer accederían gustosos a publicar. Y les permito que se ilusionen y me esperen con los brazos y las chequeras abiertas sin informarles de que mis manuscritos y mi corazón siempre serán para quien primero apostó por mí, quien creyó en mis ideas que parecían locuras irrealizables y me convenció ofreciéndome un contrato entre chanzas regadas con alcohol y espanto cuando no era nadie y ni en mi propia revista ni en mi casa existía quien pensara que yo o mis proyectos valíamos la pena.
—¿Te diviertes?
Es Tomás, ha regresado y me ha pillado abstraída sobre la tabla de cortar con una sonrisa en los labios. Tal vez sea por eso por lo que no reparo en que tiene las manos repletas de periódicos y parece preocupado.
—Sí —admito, y estoy tan abstraída en mis pensamientos que no advierto su seriedad ni su rictus tenso. En mi descargo he de decir que no pregunto por cortesía, realmente me interesa su respuesta, no tener que sentirme culpable porque el triunfo de esta aventura haya segado sus ilusiones de cuajo, quedarme tranquila sabiendo que, pese a todo, sigue disfrutando—. ¿Y tú, eres feliz aquí?
—Razonablemente —contesta con su mesura tan familiar—. Trabajamos como remeros en galeras, pero esto es lo que nos gusta, tenemos libertad y somos nuestros propios jefes. No me puedo quejar.
Respiro aliviada y anoto en uno de los casilleros de mi mente un ok en el apartado que lleva su nombre para acto seguido cotejar con resignación que la casilla que está a su lado, la de Estrella, todavía permanece en blanco. No debo anticipar el resultado, lo que importa es el hoy y la dicha de saber que, a fin de cuentas, no todo lo que hago es tan malo.
Sin embargo Tomás sigue ahí, esperando. Duda, parece temeroso, finalmente entre carraspeos termina por soltarlo:
—Acaba de llamarme Estrella. Ha encontrado una noticia en la prensa que no va a gustarte —y sin más explicaciones deja frente a mí la página abierta para mostrármela.
Ahí me encuentro, bajo el letrero de nuestro restaurante, palidísima y casi translúcida en el blanco y negro de las instantáneas de baja resolución de los diarios, paralizada en medio de la calle, con mi labio partido y mi cara semienterrada en su abrazo.
TERESA SINDE RESULTA LESIONADA EN EL TRANSCURSO DE UNA REYERTA
La famosa cocinera fue golpeada cuando se interpuso en una disputa
G. B.
Teresa Sinde Valverde, una de nuestras cocineras de vanguardia más internacionales y propietaria de Barbantesa, el que quizás es el restaurante más en boga de la ciudad, sufrió en la tarde de ayer un desafortunado accidente que le causó heridas leves y una breve conmoción fruto, al parecer, de un golpe propinado cuando intentó interponerse en una disputa sentimental que tenía como vértices a un empleado de su restaurante, a la conocida modelo Rocío Dueñas y a su actual pareja, el cantante y también modelo ocasional Marcelo Salazar. La contusión no requirió atención médica y, por fortuna, se recupera favorablemente.
Al parecer, según testigos presenciales, el percance se produjo cuando la restauradora, tras la intensa tormenta de granizo que paralizó numerosas avenidas, salió a la puerta de su negocio para despedir a algunos clientes y en ese momento presenció cómo se iniciaba la disputa entre los dos hombres y, con el fin de evitarla, se interpuso entre ambos recibiendo un fuerte manotazo en el rostro por parte del cantante.
Teresa, famosa también por su faceta como escritora de libros de cocina y conductora de un programa televisivo gastronómico y cultural, hubo de ser auxiliada por sus compañeros, en tanto el cantante y la modelo se marchaban apresuradamente del lugar.
Tras leer de un tirón el texto paso a ojear los demás periódicos conteniendo el aliento. La mayoría reproduce la noticia en términos parecidos, pero todos citan que el restaurante es de tránsito frecuente entre artistas y famosos; unos de forma más breve, otros haciendo hincapié en mi biografía, los más aludiendo a mi difunta madre —y rogando que Dios la acoja en Su seno, lo cual, dicho sea de paso, ojalá se cumpliese, porque así se largaría de mi casa y yo me la quitaría de en medio—. Pero mejor seguir callada porque queda lo peor, las revistas del corazón, que para mi desgracia han tenido tiempo de incluir a última hora una escueta nota con mi fotografía acompañada de textos más ofensivos, frívolos y vacuos: «Teté Sinde es una de las solteras más cotizadas de nuestra alta sociedad, una rica heredera huérfana y desafortunada que, sin familia ni seres queridos, ha sabido rodearse de amigos que la consuelan en épocas de adversidades tan dolorosas como esta», «Pese al golpe, podemos contentarnos de que las huellas que el suceso ha dejado en su rostro sean pasajeras: no querríamos vernos privados de disfrutar con la contemplación de una de las caras más bellas de la programación…».
Al acabar de leer tamaña sarta de banalidades me encuentro, más que sorprendida, consternada. Asqueada. Furiosa. Mareada. Siento de nuevo un golpe invisible que me deja noqueada. Tomás me acerca una silla y tengo que dejar pasar unos minutos respirando como pez fuera del agua, boqueando concentrada para no ahogarme en mi propia bilis, en la sangre que se me ha subido a la cabeza y me sonroja hasta la raíz del cabello y no quiere marcharse de mis mejillas arreboladas por la ira y el desprecio.
—¿Cómo te encuentras? —tantea prudente unos instantes después.
—Asqueada. Furiosa. Mareada.
—Tampoco es para tanto —comenta tranquilo con la intención de quitarle hierro a la situación—, no es la primera vez que salimos en la prensa.
—La única que sale, como una borracha a la que hay que sostener porque no se tiene en pie, soy yo.
—Perdona, pero si la vista no me falla el sujeto sudoroso y colorado como un cangrejo que aparece a tu lado es servidor, y no me quejo.
—Pero ni tu nombre aparece ni es a ti a quien arrastran por el lodo.
—Vamos a racionalizar: nadie te juzga, tú eres la víctima y tampoco tienes por qué sentirte ofendida. Sufriste un accidente, alguien te sacó una foto, lo cual no es raro habida cuenta de que eres conocida, y los medios la han publicado. Ya está.
—Yo no quiero figurar en la prensa a menos que sea por algo relacionado con el restaurante, mis recetarios o mi labor como presentadora. Odio tener tras de mí una cámara dispuesta a dejarme en ridículo y más aún salir en las páginas de sucesos o en las de sociedad. Quiero que me dejen tranquila y en paz.
Lo suelto de un tirón, rabiosa, con un punto de consentida caprichosa acostumbrada a que cumplan sus deseos, que se ve por vez primera contrariada y no tiene más salida que pillarse una pataleta para hacer notar su disconformidad. Y como esas niñas a quienes de pronto sus padres miran bajo una nueva luz, conscientes de que han concebido a unos monstruos malcriados imparables en sus antojos, siento de pronto que Tomás pierde la paciencia mientras, con una feroz determinación, me zarandea cogiéndome de los brazos:
—Cálmate y no digas más simplezas. ¿Sabes cuál es tu problema? Piensas que puedes entrar o salir sin que nadie te vea, pero no eres una sombra por más que lo finjas. Adonde te crees que vas con tu carita de ángel y tu melena. Nosotros disimulamos, hacemos como que no te vemos revoloteando por la cocina como si no estuvieras porque acatamos tus manías. Pero no eres invisible, asúmelo, porque en el fondo si quisieras pasar inadvertida no saldrías en televisión, ni escribirías libros, ni tendrías un restaurante sin aceptar que muchos clientes vienen aquí sólo por verte en persona. Se te acabó el anonimato. Acostúmbrate.
Se va. Permanezco un rato aquí, sola y sentada, rumiando mis desgracias porque no me queda más remedio, porque no sé qué otra cosa puedo hacer, porque me quiero olvidar de todo y relajarme y lo mejor será que me ponga a cocinar. Me levanto y me vuelco ensimismada en mi homenaje de hoy a quien me agrió el carácter y me dejó marcada. Esta sopa de recuerdos ha de ser excepcional pues mañana ya se habrá digerido y, como los periódicos de ayer, como las noticias ya pasadas, no dejará apenas más que un poso de sabor en la boca de todos los caníbales que, sin saberlo, se habrán comido mi pasado liberándome de su peso.
Despacio, lentamente, el reloj marca las horas y, para mi sorpresa, no llego a enloquecer, aparece el resto del equipo, también mi pinche particular, y empieza a llenarse el comedor mientras en la cocina la estancia se perfuma con el aroma de la efímera creación catártica y trascendental que nadie volverá a degustar, que tras hoy nadie saboreará jamás.
Después de ordenar que se incluya en la carta la exclusiva vianda con que la chef, la insigne Teresa Sinde, nos deleitará durante esta única jornada y dar las pertinentes indicaciones sobre cómo presentar el consomé y, lo más importante, cómo explicarlo sin revelar qué ingredientes he utilizado, me retiro un instante e intento adecentarme. Luego, con la hinchada boquita pintada y los ojos brillantes, finjo durante dos horas amabilidad y entusiasmo y conquisto y seduzco, me dejo adular y comento lo preciosas que están las orquídeas que cultivamos en el invernadero, el tiempo revuelto que hace en esta tarde otoñal y, cómo no, porque aunque la gente no tenga vergüenza a mí me puede el pundonor de dar una mala respuesta, termino por ceder y comentar el susto de ayer y cómo es la prensa de entrometida, gracias por su interés.
Disimulo, casi se me va la mano exagerando al representar esta especie de orgasmo social y, cuando me quiero dar cuenta, exhausta pero aliviada, estoy despidiéndome de los últimos clientes. Aunque me da tiempo a oír alguna que otra afirmación ahogada sobre mí que quisiera pararme a rebatir, me lanzo a la calle en pos de un taxi que me lleve veloz a mi próxima cita no sin antes echar un rápido vistazo a mi alrededor pero no, qué desilusión, llena de desencanto compruebo que no está por ninguna parte, agazapado tras un árbol, sosteniendo alguna pared, doblando alguna esquina, aquel extraño individuo cuyo recuerdo me desasosiega y cuya imagen, sin embargo, no puedo inquieta dejar de perseguir.
* * *
Me subo al taxi sin recordar adonde voy y me veo obligada a rebuscar en mi cartera a toda prisa bajo la desaprobadora mirada del conductor. Doy al fin con la diminuta nota de papel en la que Estrella, que hasta para esto es ahorradora, me ha apuntado la dirección a la que debo presentarme y recito con voz bien clara la calle y el nombre de la librería, una de las más conocidas. En la siguiente línea figura el de la persona de contacto y es entonces cuando caigo en la cuenta de que le conozco desde hace muchos, muchos años y, por más que ahora su flamante cargo sea al parecer el de Director de sucursal, no puedo dejar de imaginármelo, a escasos minutos de nuestro inexorable encuentro, como aquel tipo que lucía la imagen de Durruti en la camiseta y que fardaba de ser más anarquista que nadie, que pregonaba que lo principal era el compañerismo, vivir a tope, no perder la calma y dar siempre la cara cuando se presentaba un aguacero.
Yo acababa de empezar a trabajar en la revista y solía visitar con frecuencia su establecimiento para estar al día de las novedades. Él se encargaba de la sección de narrativa y, por su pregonado amor a la cultura y lo que podría considerarse una morbosa atracción por las princesitas de clase alta a las que pervertir con sus escandalosas teorías marxista-leninistas, ya en aquel tiempo desfasadas, solía rondarme cada vez que me veía aparecer. Sin disimulo, sin una sola concesión.
A mí me gustaba aquel juego, pelar la pava y hacerme pasar por una amante mundana libre de prejuicios. He de reconocerlo, siempre he sido propensa a dejarme querer, puede que por la falta de cariño de que adolecía en casa, y pese a asumir que el interés que le producía no era por mí sino por lo que representaba a sus ojos, por el morbo que implicaba descarriar a una chica como yo de tan insigne familia, jamás respondí con una mala palabra a sus galanterías y sí con una mezcla de picardía e indiferencia que, nunca fallaba, le encendía.
Los dos sabíamos que aquello no pasaría de un inofensivo coqueteo, sencillamente porque ni nos apetecía complicarnos ni estábamos tan locos como para dejarnos el prestigio o el alma en el intento por un simple escozor a pesar de que ambos éramos libres (mi relación con Agustín todavía no iba más allá de algún inocente café de máquina cargado de vergüenza ajena en la redacción). Qué dirían además sus amigos punkis y okupas en caso de enterarse, de qué torre se precipitaría mi madre si llegasen a sus oídos mis diabluras. Lo único que me reventaba era, para mi gran irritación, esa insistencia en llamarme Teresita.
—Qué ven mis ojos, pero si es Teresita —exclama guasón nada más verme en cuanto el taxi se detiene y, dedicándome un guiño cómplice a través de la ventanilla, se inclina para abonar la carrera por mí, como le han enseñado que debe hacerse con los autores de prestigio que llevan el bolso o la cartera como adorno, igual que la Reina de Inglaterra, al menos mientras dure la promoción, que viajarán y dormirán y comerán gratis en bufés de hoteles a cambio de sus palabras, su presencia, un autógrafo, un aliento al esbozo de narrador que aún no ha publicado pero está convencido de serlo o al mitómano contento de contemplar una cara famosa por más que el libro que le firman, con toda seguridad, nunca se leerá.
Aguardo paciente y reparo en cómo exige la factura para que más tarde le devuelvan el importe, porque una cosa es mimar al escritor y otra ser tan memo como para perder dinero del propio bolsillo, y pienso que aún no he conseguido, después de todo lo que me han hecho y he sufrido, de todas las barbaridades que he perpetrado, de lo mucho que he vivido, visto y sentido, reponerme del pasmo de encontrármelo de nuevo bajo ese impensable aspecto del que se muestra tan satisfecho.
—Hay que ver la de vueltas que da la vida —consigo articular.
—Y tú que lo digas —me responde fatuo, exultante por mostrarse ante mí, pensando con acierto que me deja deslumbrada con su insólita apariencia de gestor, con su traje de marca, con su afeitado apurado, su corte de pelo estudiado y ese porte de triunfador tan pagado de sí mismo que no se da ni cuenta de que mi desconcierto está tan exento de respeto como pleno de una descontrolada, malsana curiosidad que exige satisfacción.
—Te encuentro cambiado —ataco dispuesta a tirarle de la lengua mientras me cuestiono dónde habrá quedado toda aquella filosofía suya del trabajar para vivir y no vivir para trabajar.
—No me puedo quejar, he sudado como un animal para llegar a este puesto —admite sin fingir modestia, y suelta una risilla estúpida que se regodea en su propia gracia sin fijarse en las malditas ganas que tengo de adular su descubierta ambición, su desmesurada voracidad.
—Lo celebro —si se trata de fingir, yo soy la mejor en este juego.
—A ti no te pregunto cómo estás, Teresita, ya te veo cada semana en mi televisor y acabo de comprobar que al natural luces todavía mejor —me piropea, y en el cortísimo trecho que caminamos hasta la entrada su siguiente pregunta me pilla con la guardia baja—. Por cierto, si no te importa mi indiscreción, ¿has vuelto a saber algo de Agustín?
—No, nada —alego con prudencia y una, espero, convincente indiferencia en tanto me esfuerzo por escarbar en mi memoria hasta dar con alguna explicación de por qué se interesa tanto por él, qué sabe de nuestra historia y su final.
—No pretendía recordarte el pasado, es que creí que igual manteníais algún tipo de contacto, si no con él, al menos con su familia.
—Lo entiendo, pero por desgracia nunca tuve un trato muy fluido con ellos.
—Discúlpame, por favor —insiste, asumiendo mi incomodidad—, es que se esfumó de tal manera que no puedo quitármelo de la cabeza… Todavía le doy vueltas a esa forma de desaparecer, de dejarlo todo colgado sin despedirse. Hay noches en que pierdo el sueño imaginando qué hará, dónde estará, y como me tope con alguien que lo haya tratado hace años me pongo pesado y no paro hasta que volvemos a analizar sus motivos.
De pronto lo recuerdo: Agustín y el librero llegaron a convertirse en una suerte de colegas y más que razonables amigos a raíz de su pertenencia a una asociación para la conservación de las obras antiguas y descatalogadas. Fue tal su sintonía en aquel grupo llamado Defensores del Libro que hasta se permitían bromear de su mayor punto en común: yo, y cómo el destino jugó a favor del primero propiciando que cayera en sus brazos.
—Ya sabes que siempre se distinguió por ser un poco caprichoso y soñador —le disculpo.
—Pensé que después de un cierto tiempo habría acabado dando señales de vida, si no a mí por lo menos contigo —se excusa de nuevo—. No pasa un día sin que lo eche de menos —y se detiene evocador y entrecierra los ojos añorando sus tiempos de calavera pasado de vueltas, ese que llegó a ser en el que ya no se reconoce, un sentimental preocupado por los amigos, un muchacho de barrio con conciencia de clase, un soñador siempre dispuesto a usar la palabra como arma de agitación social, sobrado de actitud y de ganas de provocar.
Quizá para justificar esa repentina parada me sujeta por los hombros y, yo diría que más para abortar cualquier intento de huida que para hacerse perdonar, me planta un beso en cada mejilla sin percatarse de que me he puesto extremadamente tensa, tal vez porque está demasiado ocupado comprobando que al otro lado del escaparate de la librería más de uno y de dos empleados chismorrean tras ser testigos de su muestra de familiaridad y asienten satisfechos al verificar que el jefe no se tiraba un farol, es cierto que es amigo de la pava estirada de la tele y hasta puede ser también que por poco no llegara a convertirse en su novia. Luego, satisfecho, sin aflojar la presión del abrazo, más posesivo que protector, promete enseñarme la ampliación de las instalaciones.
La mala noticia es que es un hombre de palabra, de modo que sin la más mínima opción a oponer resistencia me veo zarandeada de una planta a otra y me siento obligada a poner mi mejor sonrisa ante sus ayudantes a pesar de oír cómo me presenta como una «vieja amiga» cuando, más bien, me siento como un trofeo cobrado en un coto de caza que debe ser mostrado en cada plaza para que el pueblo llano reconozca el mérito, para que sepan que la gesta es real, que la hazaña existió y el director de esta librería, por más que digan las malas lenguas, fue anarquista convencido y, nadie lo creería, amigo de alguien como yo, una niña rica y caprichosa reconvertida en deidad televisiva.
Tras finalizar el tour, luego de más manifestaciones de un exagerado cariño público que siempre fue recreo o espejismo, que nunca llegó a ser tal, me veo conducida a una mesa situada en la planta baja. Tengo ante mí una fila formada por lectores que, con alguno de mis libros en las manos, esperan pacientes a que les toque su turno. Comienzo a firmar. Me distraigo dándole palique a las señoras que me comentan lo poco que me parezco, tanto en mi escritura como en mi físico, a mi madre, que Dios la acoja en Su seno; sonrío a los pálidos jóvenes vestidos de negro que se me acercan con mi Grimorio acunado entre sus brazos y me contemplan con un fervor inusitado, como si fuera la máxima sacerdotisa de algún culto gótico y desconocido; me esmero en poner dedicatorias sentidas que satisfagan a todo el mundo y, en los escasos segundos que me quedan libres entre un beso, una nueva firma y un apretón de manos, busco con el rabillo del ojo al que otrora fue un joven revolucionario en su deambular incansable, incluso me atrevería a decir que hiperactivo, por la librería.
También hay ratos muertos, y los aprovecho contemplando cómo algunos vendedores colocan en el escaparate torres de libros de una novela que sale hoy a la venta pese a que lleva una llamativa faja que afirma que ya alcanza la quinta edición y los cien mil ejemplares vendidos, u hojeando esa otra que luce una pegatina redonda y roja en la portada que asevera que es el «libro del año» cuando, en realidad, ese premio se lo han otorgado los lectores de una biblioteca de Laponia. No tardarán en explicarme que son tácticas modernas de marketing y que algunas editoriales utilizan esos reclamos para toda obra que lanzan al mercado.
Luego llegan otros libreros deseosos de saludarme y, por qué no decirlo, entretenerme, sabedores por propia experiencia de que los escritores pertenecen a un tipo particular de neuróticos que muy pronto se agobian si creen que ellos o sus libros son injustamente ninguneados. Es por esto que me entero, pues algunos son viejos conocidos y no hay nada más sabroso para ponerse al día que disertar sobre las vidas de los demás, de en qué tipo de persona se ha convertido mi antiguo amigo el librero, ahora un jefe tirano y déspota que disfruta oprimiendo a sus subordinados, que almacena media docena de denuncias por acoso laboral, que se ha ido cargando poco a poco a todos aquellos compañeros que comenzaron en la empresa a la vez que él, los camaradas a los que incitaba a la rebelión, a los que les aseguraba que la Revolución y la dignidad eran lo primero, a los que les juró tantas y tantas veces que la lealtad era su enseña y no aceptaría jamás vender a nadie por dinero. A ésos precisamente, a los que le conocían de antaño, a los que le hacían sombra y amenazaban con superarlo en el escalafón, fue a los que primero se quitó de en medio apartándolos de su camino sin contemplaciones, no fuera que un día revelasen su oscuro pasado a los mandamases. Así, clavando puñales por la espalda, conspirando, conjurando, utilizando como escalera los espinazos encorvados por el trabajo de los demás para trepar más alto, pudo llegar a ser quien es y no tardó en imponer sus propias leyes para convertirse en uno de los más aclamados representantes de la psicopatía empresarial, alguien tan frío, tan calculador, tan impersonal que el propio jefe de recursos humanos lo proponía como ejemplo de gestión eficiente ante los demás.
No me cuesta nada creer en todo lo que me revelan. Le veo pasar con su corbata de seda y sus gemelos de plata y me dan ganas de escupirle contra mi costumbre un par de buenos insultos, de tirarle a la cara la copa de agua que tan galantemente me ofreció nada más comenzar a firmar. Pero me contengo, aunque mis ojos no se dejan someter a las órdenes de no seguirlo de mi cerebro y lo distingo en su ir y venir de un lado para otro riñendo, colocando, aleccionando hasta que, como tenía que ser, las dos horas pactadas llegan a su fin y se acerca a mi sitio con su sonrisa zalamera y una invitación bailando en la mirada.
—¿Qué tal te ha ido? —me interroga, y como uno de sus empleados le da cuentas del número de ejemplares vendidos y las cajas de libros agotadas, exclama excitado creyendo que sus palabras aduladoras, tal y como leyó en un bestseller de inteligencia emocional, le hacen mejor persona—: ¡Qué grande eres, Teresita! ¡Esto es genial!
Si atendiera a ese tictac que me acompaña y me entretiene, que me permite encender y apagar a mi gusto una realidad que no termina de convencerme, que sería mucho más feliz si, haciendo caso de mi imaginación, se presentara tal y como yo la veo en mis fantasías, ahora mismo podría cerrar los ojos con un tic y al volver a abrirlos con un tac contemplaría a este espécimen con un cuchillo clavado en la garganta cual cerdo reluciente en día de matanza. Es sin duda su situación ideal, con las cuerdas vocales seccionadas, el gaznate abierto en canal y la boquita cosida y cerrada. Pero tras el rapidísimo parpadeo vuelvo a enfocarle y ahí está, peripuesto en su traje y dispuesto a cortejarme, efusivo y sagaz, cargado de dobles intenciones, como en una de aquellas tardes perdidas. Me apetecería levantarme y darle una patada a este cristal estúpido que me separa del mundo soñado, que lo cerca y lo aleja de este otro mucho más feo e injusto, pero me contengo y le dedico la mejor de mis sonrisas como si estuviera enormemente agradecida por su piropo y éste me excitara hasta el punto de querer llevármelo a un callejón para arrancarle la camisa.
—¿Te apetece que vayamos ahora a tomar algo por los viejos tiempos y para celebrar tus ascensos? —le propongo maravillada, y en cuanto lanzo la sugerencia al viento como un pescador ocioso que no tiene nada mejor que hacer que tirar una y otra vez el anzuelo, constato que, con insólita facilidad y sin apenas esfuerzo, terminaré por llevarme a casa un premio seguro a mi osadía descarada.
—Eso mismo tenía en mente, me has leído el pensamiento —proclama contento y, volviéndose hacia una de sus siervas, una librera que ya peina canas y que durante esta tarde me ha parecido encantadora, le suelta maleducado y sin miramientos—: Tú, Mara, encárgate del cierre, de cuadrar la facturación y de meter en la caja fuerte la recaudación. Y que te acompañe el Armario —señala con un brusco ademán al guardia de seguridad que es, tal y como dice, alto y ancho como un ropero de tres puertas—, a ver si no tenemos desgracias como la del domingo.
—¿Qué desgracia? —curioseo, pero no me da tiempo a escuchar su respuesta porque justo entonces, a pesar de que la reja metálica de la librería ya está bajada a la altura de nuestras cinturas, dos individuos se agachan y la rebasan decididos y se presentan ante nosotros con cara de pocos amigos.
Se trata de un hombre alto y moreno que ha rebasado los cincuenta pero aparenta ser tremendamente mayor, con esa vejez eterna que acarrean algunos por los avatares de la vida y que los vuelve duros, casi pétreos, infinitos como el granito que cincela sus rostros surcados de arrugas, grises y amenazadores. Su mirada barre el suelo y no parece querer levantarse de él, se diría más a gusto allí, junto a las hormigas y las colillas, los zapatos y los desechos, que enfrentándose a los ojos de la gente y a las miserias que se escapan por ellos. El otro, mucho más joven, se ve frágil en contraste con su acompañante, no más que una mera sombra, casi transparente de tan etérea, cosida a su espalda.
Sin dejar de observarles me acuerdo de papá y durante una décima de segundo pasa por mi mente la cantinela de siempre, ese «¿Qué ves, Teté?» del que como un vicio o una obsesión no puedo desprenderme. En cuanto la oigo retumbar dentro de mi cabeza surgen, fruto de mi voluntad bien entrenada, mil y una posibilidades, a cada cual más alocada y delirante: les une una historia de amor desbocado que no pueden revelar; o son padre e hijo y no se soportan pero por deferencia a la madre y esposa se tienen que aguantar; tienen una misión en común que el mayor no puede olvidar y el joven ansia no afrontar; el primero es un ave de presa, un cazador que no cree más que en los antiguos métodos mientras que la sombra, aquejado de una honda pena, sólo pretende huir de su vera, escapar de su control.
La voz del director del establecimiento me saca de mis pensamientos y le escucho dirigirse a los intrusos con seguridad aplastante, con tono algo petulante y tajante:
—Señores, la firma ha terminado —pero éstos no se excusan ni retroceden y el librero pierde algo de fuelle, de esa hombría impostada que le insuflaba una cierta valentía. Amilanado, termina por venderme, como era de esperar—. De todos modos, estoy seguro de que la autora no tendrá inconveniente en dedicarles un ejemplar…
Estoy a punto de intervenir para decir, toda educación y cortesía, que por supuesto el público es lo primero, pero algo me impide hablar y tal vez por prevención, incluso hasta podría decir que por miedo, desisto del intento. Extiendo mi mano para recibir el volumen que se supone debo dedicar y me sorprendo cuando comprendo que no tienen nada que ofrecer ni parecen interesados en lo que escribo, pues en silencio y al mismo tiempo, como movidos por un resorte oculto, rebuscan algo que no acierto a imaginar en sus bolsillos.
Estilizadas y brillantes, altivas y seguras de su poder, esgrimen con convicción frente a nuestros rostros dos placas de policía. No me caigo porque estoy sentada pero noto que me falta el aire, que no puedo respirar cuando escucho decir con cara de pocos amigos y haciendo uso y abuso de su autoridad al más maduro, que por fin alza la vista de las baldosas, que ya no me rehúye y posa su mirada con ojos que me escrutan sin avaricia ni deseo, que recelan de mí como antaño, que son los que conocí tantos años atrás, de color pardo oscuro y con esos reflejos escarlata inquietantes por más que haya caído la noche sobre su espalda y los dos hubiéramos supuesto que nunca nos volveríamos a cruzar:
—Policía Judicial, quisiéramos hacerle unas preguntas.