9. Sopa de recuerdos amargos con nube de tormenta al aroma de miel, café y menta

Todo hombre es susceptible de llamarte inútil en algún momento de su vida. Es mejor saberlo y asumirlo, remarcarlo con meridiana claridad, grabar a fuego esta máxima en la memoria para que luego, cuando esto suceda, no lleguemos a sorprendernos demasiado, para que cuando lo oigamos y restalle en nuestros oídos como esa bofetada inesperada que te suelta a veces el azar o la mano de un macho sepamos soportarlo, digerirlo o renegar, combatir o vengarnos según el carácter de cada cual. Lo único seguro es que tarde o temprano ocurrirá.

Está demostrado, matemáticamente probado y fuera de toda duda que, se trate del varón del que se trate, terminará por hacerlo. Unos lo pronunciarán sólo una vez en voz alta, otros lo dirán casi a diario mascullando por lo bajo, los más lo gritarán a pleno pulmón, los menos lo revelarán con una simple mirada. Pero pasará, y es mejor irse acostumbrando para que no vengan luego los dramas.

Cuando conocí a Agustín estaba llamando inútil a una mujer y todavía hoy, al rememorarlo, no logro explicarme por qué no salí inmediatamente por piernas de allí, por qué permanecí a la espera y me dejé engatusar crédula, paciente e ingenua, desconocedora de las mil y una veces que, en el futuro, aunque no de forma directa, no a la cara como un insulto o un escupitajo, acabaría llamándome inútil de forma velada o, lo que es mucho peor, comportándose conmigo como si lo fuera.

—Pareces boba, mamá —le notificaba al teléfono con calma no exenta de resignación—. No es posible que puedas ser tan rematadamente inútil. Cualquiera, tenga la edad que sea, sabe instalar un aparato tan sencillo como ése.

Yo esperaba ante la mesa de su despacho procurando parecer modosita, con los ojos bajos y actitud pretendidamente sumisa, titubeando entre sentarme, quedarme allí de pie o salir y esperar fuera por mucho que no me apeteciera, pues por descontado prefería escuchar aquella conversación tan divertida.

Debe de ser que hay un factor diferencial en la relación de los hombres y las mujeres con sus madres, recuerdo que pensé: por más brujas que sean, nosotras no nos atreveríamos de un modo tan descarado a mandarlas a hacer puñetas. Somos conocedoras del peso, del valor de las palabras y de la memoria de una progenitora rencorosa por mucho que pueda parecemos anciana, despistada o directamente tonta. Ellos, en cambio, se muestran osados porque nunca alcanzarán a entenderlas, a recelar de sus ardides, a ponerse en su lugar. Por eso no llegarán a albergar la sospecha de que lo que cruje entre sus dientes al comer sus deliciosas lentejas no son otra cosa sino piedras que a mamá no se le han escapado en un despiste, ni sabrán que las guisó adrede removiéndolas con amor y cuidado como una lección que lamentablemente los pobres no serán conscientes de haber aprendido aun con la muela rota para que bajo ningún concepto, jamás, vuelvan a hacerlas objeto de sus crueles mofas.

—Ejem… —carraspeé bajito para darle a entender que seguía en el despacho, insistiendo todavía en parecer dócil y afable, inexperta y discreta.

—Un segundo —solicitó tras detectar mi presencia incómoda, todavía con la sonrisa de circunstancias puesta—. Oye, mamá, tengo que cortar, hay gente esperando… Sí, gente importante, ni te lo imaginas —y me guiñó un ojo desvergonzado, cachondeándose de la autora de sus días que sin duda el domingo le serviría purgante con la lubina—, más importante que tus problemas domésticos por mucho que digas.

Y sin atender a sus protestas, sin esperar siquiera una respuesta, colgó y me dirigió su maravillosa, esplendorosa, perfecta sonrisa de ganador.

—Perdón —me justifiqué—, la chica de recepción me dijo que podía entrar y…

—Tranquila, no pasa nada, ahora mismo la despido —bromeó, y al comprobar que parecía hacerme gracia el disparate, esbozó complacido una mueca de satisfacción—. ¿Quién eres? Me caen bien las personas con sentido del humor.

—Creí que su secretaria se lo había dicho…

—No me llames de usted, no tengo muchos más años que tú.

—Lo decía por el cargo, no por la edad —no pude evitar matizar.

—Sin duda eso lo explica todo —sonrió una vez más y yo, que desde la muerte de papá había crecido en una casa donde se practicaba una política de racionamiento de sonrisas, no pude dejar de asombrarme por ese derroche de hilaridad a todas luces abrumador. Creo que confundió mi expresión sorprendida con un acceso de nerviosismo derivado de la situación o provocado tal vez por su asumido atractivo porque, más que convencido de su encanto, aprovechó para estudiarme sin recato.

Fue entonces cuando noté por primera vez aquel cosquilleo, como si levantara mi falda una brisa juvenil y fresca que jugara a soplar tras mis rodillas. Era, poco después lo sabría, una de las múltiples habilidades, puede que la más celebrada, de ese galán: un arrollador descaro que nadie, bien por condescendencia, por vergüenza o por haber caído en la red de sus halagos, acertaba a frenar.

—No estaría en este puesto si dependiera de mis méritos, pero si me prometes no decírselo a nadie te confesaré algo —y se acercó levemente hacia mí con aire conspirador—: Soy un enchufado.

—¡Yo también! —admití con un punto de insolencia, como si le estuviera echando un pulso. A mí no me ganaba nadie cuando se trataba de mostrarse autocrítica.

—¿En serio? —y una chispa de comprensión le iluminó en tanto me ofrecía su enésima sonrisa—. Así que eres la pequeña Teté Valverde. Claro, tenía que haberme dado cuenta nada más oír tu voz, sigue siendo tan característica…

—Preferiría que me llamaras Teresa —le interrumpí, ahora a la defensiva.

—¿No te acuerdas de mí?

—Lo cierto es que no —el que me hubiera llamado por el apodo ridículo ideado por mamá, a quien siempre le pareció gracioso convertirme en una especie de mascotita de su pertenencia con nombre de perro faldero o chica de alterne francesa, hizo que emergiera la Teresa más cínica y arisca, aquella que subyacía bajo esa lograda interpretación de inexperiencia que me había obligado a improvisar para obtener un empleo que ni siquiera sabía si me interesaba en realidad. Perder o no aquel puesto no me quitaría el sueño, no podía ni querría cambiarlo por el alivio, la tranquilidad de volver a mi ironía de siempre, al humor cargado de mala fe que tanto tiempo llevaba cultivando con esmero.

—Seguro que sí, haz memoria —continuó bajo esa aura de príncipe de cuento que él mismo se atribuía—. Soy Agustín, Tiny. Tu madre te traía a mis fiestas de cumpleaños. Casi puedo verte aún ahora, con tus trencitas rubias y tu cara tan seria, tan callada y siempre tan observadora.

Sí, nos conocíamos. Él era aquel adolescente seis o siete años mayor que yo, con ese aire de seguridad exultante que, con el jersey de marca atado a la cintura y rodeado de sus colegas, planeaba a qué discoteca de moda ir en cuanto terminara el plomazo de fiesta que le montaban sus padres, los dueños de la revista, según él unos carcas que organizaban año tras año el mismo ágape en honor de su primer hijo varón.

Recuerdo que su jardín espectacular se llenaba de infinidad de escritores y artistas que, acompañados de sus vástagos, aprovechaban para ponerse de punta en blanco y alternar contándose en qué fase de redacción estaba su próxima novela, dónde estrenarían la obra teatral que se convertiría en la sensación de la temporada, cuándo fijarían la fecha para inaugurar la exposición que nadie debería perderse o sobre qué especialidad gastronómica versaría el nuevo libro de recetas que Ofelia conseguiría una vez más colocar en la cima de los más vendidos.

—Has cambiado mucho, pero ahora que lo dices sí te reconozco —qué otra cosa podía decirle, ¿que no tenía ni idea de en qué tipo de hombre se había convertido porque nunca llegué a tratarle? Quince años atrás para mí sólo era aquel chaval creído que presumía de ser el rey de la fiesta y a quien los enanos que correteábamos entre los árboles enfrascados en distracciones tan básicas como lanzar globos llenos de agua, tirar patatas fritas a la piscina o jugar al escondite entre los macizos de su parterre le importábamos un pimiento.

—En cambio tú estás como siempre… Ya me entiendes, me refiero a que continúas con el mismo espíritu triste. Y tus ojos siguen siendo enormes.

Una de mis cejas pugnaba por enarcarse pero con esfuerzo logré contenerla. Jamás pudo reparar en mí, esas celebraciones se regían por las leyes de un mundo estrictamente estamentado, con sus reglas y normas no escritas, con sus categorías diferenciadas según edades condenadas a no encontrarse jamás y lo suficientemente multitudinarias como para que él y yo nunca coincidiéramos en la misma pista de baile, bajo el mismo farolillo o en la misma mesa. Toda esta película de los ojos tristes y mi espíritu melancólico sólo podía obedecer a un descarado ejercicio de adulación con la intención de que se lo mencionara a mi madre, la famosa cocinera a la que satisfacer. Claro que, pensándolo bien, también podría tratarse de un evidente intento de seducción. Lástima que mi brutal escepticismo lo estuviera abortando sin permitirle la oportunidad de nacer.

—Lo que sí recuerdo con nitidez es vuestro jardín palaciego, con aquellas estatuas pulidas por el tiempo y la rosaleda. Era un vergel como sacado de un cuento —afirmé con los ojos brillantes.

—No queda nada de aquello. Una constructora nos hizo una buena oferta por el terreno y ahora se levantan allí varios edificios de apartamentos.

Un timbre que no logré identificar al principio me sobresaltó, y me escondí en mi silencio digiriendo mi desilusión, mi pena por los árboles arrancados, por un mundo mágico al que decir adiós. Era su teléfono, debía atender una nueva llamada. Llevada por un acto reflejo me levanté, no quería seguir importunando y estaba claro que aquella conversación, aparte de mencionar los paisajes comunes del pasado, el estado de salud de nuestras familias y un par de anécdotas banales y moderadamente graciosas, no iba a prosperar, terminaría por perderse en la inmensidad del espacio adonde van las charlas de ascensor.

—Muchas gracias por haber accedido a recibirme… —iba a llamarle Tiny pero me obligué a echar el freno. No creo que ese apodo, tan ridículo como el mío, le gustara especialmente.

—Perfecto, entonces hasta el lunes a las nueve —escuché de camino a la puerta mientras satisfecho se llevaba el auricular a su oreja.

Me detuve de inmediato y giré sobre mis talones para volverme hacia su sonrisa rebosante de dientes blancos.

—¿Cómo dices?

—Tu madre me ha explicado con claridad qué te gusta y qué no, y tampoco es que vayamos a darte ningún cargo de responsabilidad: empezarás como ayudante de redacción. Mi secretaria te explicará las condiciones. Es muy eficiente pese a no tener ningún sentido del humor, ya lo comprobarás.

Me quedé boquiabierta, dudando entre gritar de impotencia por lo odiosa, enormemente manipuladora que era Ofelia, o balbucear un agradecimiento por un empleo que ni busqué, ni me apetecía, ni creía que supiera realizar. Pero él ya se había dado la vuelta en su silla de cuero y mientras se enfrascaba en una discusión sobre la procedencia de incluir en el próximo número la necrológica de un desconocido poeta extranjero, contemplaba a través de su ventanal los solares y descampados cercanos y, más a lo lejos, el perfil de los rascacielos.

Tras cerrar su puerta estuve meditando en el pasillo durante varios minutos, ignorada por cuantos pasaban, hasta decidir dejarme llevar sin reparar en lo que hacía. Con la perspectiva que me da verme algo más de una década después, accedí porque no sabía cómo escapar del hechizo de aquel lugar.

Pronto apareció una mujer de edad indeterminada y aspecto gris que me entregó los formularios a cumplimentar para el contrato de trabajo. Rellenar casillas y hacer recuento de mis números de afiliación me llevó hasta la hora de comer, y cuando por fin salí de aquella redacción embrujada me sorprendí de lo lejos que estaba en realidad del centro de la ciudad. Podría decirse que parecía asentada en medio de la nada. Mi vista se perdía entre naves industriales obsoletas, cuarteles militares abandonados y descampados oscuros y amenazadores. Divisé en la distancia la parada de autobuses que me devolvería a la civilización y me dispuse a caminar hasta ella. Sobre los edificios se cernían nubes siniestras, pero por fortuna iba armada con mi paraguas espantaproblemas. No era alguien que se dejase doblegar por una tormenta, pensé, y justo entonces comenzó el diluvio.

Busqué cobijo bajo el tejado de uralita del aparcamiento mientras el cielo parecía querer desplomarse sobre mi cabeza. Recuerdo que el conserje, desde una ventana del hall, vociferaba frases para que cruzara la calle y me resguardase con él hasta que amainase la tormenta. Yo, joven y orgullosa, me negué.

Mis zapatos se encharcaban con la misma rapidez con que el lugar se plagaba de coches de empleados que iban y venían de almorzar. A través de sus parabrisas distinguía las caras que me estudiaban con curiosidad, casi podía leer en sus ojos el quién es esta advenediza de las oficinistas, el viene a por mi puesto de las redactoras veteranas atrapadas por la paranoia, el otra vez vamos a tener que contratar a la nueva novia de Agustín del jefe de personal. Me entraron ganas de pintarrajear a toda prisa una pancarta que dijera: «Soy una recomendada, pero busco una oportunidad». No lo hice, gracias a Ofelia había aprendido que no es una idea inteligente revelar si tu mano tiene buenas o malas cartas con las que apostar.

Cansada del escrutinio, a punto estaba de echarme a andar bajo el chaparrón, enfurruñada y con los brazos ateridos, el cabello alborotado por el viento y el abrigo tan húmedo que empezaba a formar a mis pies su propio charco, cuando ante mí se detuvo un ostentoso deportivo negro con los cristales empañados. Estaba desesperada, pero no tanto como para meterme en el coche de cualquiera como una vulgar ramera de carretera. Me mantuve en mi sitio, firme y altiva, y cuando la ventanilla de la carroza negra como la noche terminó de bajar, esperé con mi mejor mirada escéptica la más que inevitable pregunta:

—¿Te llevo?

Querido lector de esta libreta roja: acepté.

Como una colegiala ingenua, quizá demasiado imprudente porque segura de su fuerza no sabe lo que se juega, subí al coche y tomé de su mano el caramelo de menta que Agustín desenvolvía con calma, con su sonrisa cautivadora de seductor al fin y al cabo simpático, innegablemente atractivo, para qué negarlo ahora cuando lo nuestro está ya saldado.

Si he de ser sincera, entonces no le presté la suficiente atención a este acto. Estaba demasiado ocupada en acomodarme en el asiento, en permitir que me envolviera el olor a cuero de su tapicería mientras mi nuevo jefe proponía tomar un café. Incauta, me entretenía en perderme, hundirme o instalarme para siempre en aquel espacio cálido y halagador en el que todo resultaba tan fácil como dejarse ir, en donde nada llegaba a importar, ni si Agustín me caía bien o rematadamente mal, ni los comentarios insidiosos de mis futuros compañeros ni las señales de aviso de su secretaria, las invectivas de Ofelia o la densa cortina de agua que nos engullía y nos aislaba, en la que nos sumergíamos y que calmaba su sed de conquista, mis ansias de independencia.

* * *

Me gusta el agua caliente, el chorro de la ducha me baña y calma la sed de mi cuerpo, me acoge y me aísla, me engulle y en él me sumerjo para olvidarme de todo, para sentir que cada día que comienzo es realmente, en el pleno sentido de la palabra, nuevo. Lástima que hoy las gotas me hagan caer en esta red estéril de recuerdos y en vez de permitirme olvidar me lleven a evocar por qué estoy aquí, de dónde vengo.

Salgo de la bañera con ganas de echarme a correr, de escapar lejos, incluso desnuda, y no volver la vista atrás, no hacerlo jamás. Pero me quedo.

Me peino con malhumor los cabellos enredados, alborotados por la humedad y los malos pensamientos, y me visto sin fijarme en qué me pongo, sólo para no sentir frío cuando salga a la calle. No me maquillo, hoy no quiero disfrazarme más de lo habitual, no busco más trampas aparte de aquellas a las que ya me debo, y bajo a desayunar con la cara lavada y, por dentro, el pecho empantanado en una ciénaga colmada de algas, inundada por las lágrimas.

Como siempre, Estrella me atrapa delante de la primera, la mejor taza de café del día. Al tanto de todo, no en vano se jacta de ser la mejor informada, contempla con atención mi labio aún hinchado después del incidente de ayer pero, prudente, obvia el tema, no vaya a ser que cualquier comentario inocente me remueva y despierte a la bestia que duerme en mi interior.

—Has madrugado —afirma más que pregunta, visiblemente satisfecha.

—Sí, para que no tengas queja de mí —respondo con rintintín, como solía decir una convencida Malvina.

—Yo también he llegado un poco antes. Jamás paseo por tu jardín y es un pecado no disfrutar, aunque sea un rato, de lo idílico que resulta este lugar.

—Tanto como idílico… —comento mordaz.

—Un oasis como éste en plena ciudad es un privilegio —protesta airada, como si ese cúmulo de árboles viejos y maledicientes le importase más que a mí—. Ahora me doy cuenta de que he sido muy arisca contigo, nunca te he mencionado lo cuidado que lo mantienes.

—¿Y tanto halago a qué obedece? —recelo suspicaz. Estrella no da puntada sin hilo y me incomoda este repentino interés, no saber adónde quiere ir a parar.

—Hija, no sé por qué te pones así, me refería a que siempre estás con el delantal de hule abonando y podando, quitando las hojas secas del estanque y moviendo de un lado para otro esas piedras enormes que colocas al pie de algunos árboles…

—Si estás intentando convencerme otra vez para que contrate a un jardinero permanente vas mal encaminada —no tengo ni idea del porqué de esta conversación y qué emboscada pretende tenderme—. Sabes que prefiero trabajar sola, tratar con mis plantas sin intermediarios y mandar sobre ellas sin que me lleven la contraria.

—Pero no das abasto. Deberías aceptar que te ayudase alguien.

—¡Ése es problema mío! —la corto tajante—. Me gusta en su estado actual: semisalvaje, con su vegetación y su furor natural no del todo controlado. No lo quiero cursi ni cuidado hasta el mínimo detalle, con un jardinero que no dejase crecer libre ni una rama, que a cada rato lo estuviera podando.

—Lo sugería por tu bien, como todo lo que te digo —hay frases en que se parece tanto a mi madre que le cortaría la cabeza como a una gallina y me haría un caldo con ella, pero no intuye mis instintos asesinos y persiste en su responso que, me lo advierten los años que hace que la conozco, oculta una intención que sigo sin encontrar—. No me parece adecuado que te dejes las manos y la espalda haciendo agujeros en el suelo de semejante profundidad.

Vaya, los agujeros. Mira adonde hemos ido a parar.

—Vaya, los agujeros. ¿Es eso lo que te preocupa? —y por más que intente poner cara de que no pasa nada adivino a la perfección que su loca cabecita loca, desconfiada y desbocada, se ha echado a elucubrar.

—Son muy largos y profundos, y hace unos días no estaban. Me da miedo pensar que los has hecho tú sola, sin ayuda de nadie y por la noche, como la protagonista de una novela de fantasmas. ¿Se puede saber cuál es su finalidad?

—Alimenticia —respondo de inmediato tan seria como soy capaz—. Quería hacerme una sopa y tuve que ir a buscar unos cuantos huesos que tenía sepultados varios metros bajo tierra, como las perras.

—O las lobas.

—Eso ya lo dudo más. Los lobos van en manada, yo siempre estoy sola.

Nos miramos, nos calibramos, se levanta de su silla para echar un poco de agua hirviendo en su taza de té y, con su inimitable caída de párpados, se concentra en su quehacer antes de dedicarme una de sus suaves, magistrales broncas:

—Tu sentido del humor es abominable, asquerosamente negro.

—No tengo el que quiero, sino el que puedo.

—Ahora respóndeme en serio, Teresa. Te he hecho una pregunta —exige, poniéndose tan circunspecta como sólo ella consigue serlo, y pienso en cómo contestarle de otro modo si no tiene una pizca de sentido del humor, si es todo formalidad y razón.

—Quiero plantar dos árboles en esos hoyos. He pensado en tejos que, como seguramente sabes —no tiene ni idea, por fortuna—, son un tipo de coníferas de crecimiento lento y raíces muy invasivas, de ahí la hondura de los agujeros.

—¿Y la extravagancia de cavar de madrugada a qué obedece?

—Es preferible hacerlo a esas horas o con las primeras luces, el terreno está más blando que cuando le da directamente el sol. Fíjate en los cementerios —añado, para darle un toque si cabe más macabro al cuento—, los enterradores siempre dan sus primeras paladas en cuanto amanece.

Estrella termina su té y abstraída contempla el fondo de su taza para, igual que una adivina, esclarecer gracias a los caprichosos dibujos que los posos juegan a trazar si mi discurso es o no veraz.

—Nunca dejará de sorprenderme la actividad nocturna que despliegas —comenta al fin—. Debe de ser que a esas horas dispones de más energía, como las vampiras, y que aprovechas para desplegar tus alas cuando sabes que una entrometida como yo no estará para hacerte objeto de sus pesquisas.

—Cogí la pala cuando aún no se había puesto el sol. ¿Qué piensas, que espero a que caiga la noche para dedicarme a cavar fosas amparada en las sombras? —después del primer golpe tomo aire para asestarle el batacazo decisivo—. Sabes de sobra que me cuesta conciliar el sueño, que me duele dormir y que las pesadillas terminan por vencerme y en cualquier momento me despiertan. Por eso me entretengo haciendo las más duras tareas, lógicas o no: para que el cansancio me venza.

Se da la vuelta para echar los posos en la basura y ocultarme así su rostro seguramente arrepentido, puede que avergonzado. A mí, en cambio, me pueden las ganas de sonreír exultante, como una mocosa descarada que no logra evitar sacar la lengua para burlarse de alguien, para enseñarle que esto es lo que les pasa a los cotillas, a los que no viven su vida y se entrometen en la mía.

Por una décima de segundo me siento culpable por herirla, por lastimarla con mis respuestas gélidas y calculadas lanzadas con la precisión de dardos envenenados, y me ganan las ganas de pedirle perdón. Me salva, la salva, nos sobresalta a ambas el timbre de la puerta, que atrona para avisarnos de que tenemos invitados.

Estrella, deseosa de resultar útil, comprueba que se trata de dos empleados del vivero que traen los ejemplares que encargué. Aun sin mencionármelo sé que celebra que esta aparición providencial haya dado al traste con sus absurdas sospechas. Termino de beberme el café, agradezco a los jardineros su rapidez y les indico con amabilidad dónde se encuentran los hoyos en los que han de trasplantarlos ante la sonrisa aliviada de mi socia, que me pide mil perdones porque no puede explicarse qué le hizo embarcarse en este simulacro de interrogatorio, como una madre obsesiva empeñada en desenmascarar al último novio de su hija porque está segura de que es un golfo.

Me dejo querer porque a quién le sienta mal un poco de amor gratis, unas cuantas gotas de amistad, y tras un paréntesis de sentimentalismo y palmaditas en la espalda no tardo en subir a la planta de arriba dispuesta a arreglarme para salir. Todo parece muy fácil de contar, de vivir, de escribir, pero cuando voy a maquillarme, hoy muy sobriamente porque no tengo el cuerpo para fiestas, evito encararme con el espejo, no ver si mi rostro se refleja ni implicarme más todavía en esa lucha eterna que a él me enfrenta.

Mientras decido con desgana que no voy a ponerme guapa, que una adusta falda negra y su correspondiente camisa blanca son una elección más que adecuada porque lo que quiero es sentirme como en casa con estas botas de piel de tigre cómodas y gastadas, oigo por la ventana abierta cómo los operarios le comentan a Estrella que optar por los tejos no ha sido una elección recomendable.

—Son muy venenosos, señora, yo diría que letales. Tengan muchísimo cuidado con sus frutos, más tóxicos si cabe que las vainas y semillas de esa hermosa glicina que cubre su pérgola o que la adelfa fucsia que crece junto a esos matorrales.

—No me asuste, por favor, según lo dice parece que todo el jardín es venenoso —exclama escandalizada y desencantada de pronto. Por lo que se ve, poco le va a durar el entusiasmo de pasear por él.

—Todo no, pero yo procuraría que ningún niño se acercara a los tejos.

—No se preocupe, en esta casa no los hay y no creo que vaya a haberlos.

Lo dice con tal seguridad que me invade un irrefrenable impulso de no salir, de quedarme metida en la cama, a salvo de cualquier comentario, de una sola palabra dicha sin querer que me haga daño.

Tras meditarlo largo rato finalmente decido atreverme, me recojo el pelo en una coleta y, por no perder las costumbres y pese a que no son los míos sino los de alguien que se ha partido la boca contra un puño, me pinto con delicadeza los labios con un tono Hot gossip a juego con mi ánimo. Después del ritual bajo en busca del caldo concentrado de carne que, desde que lo preparé anoche, me espera en una de las baldas de la nevera dispuesto a dejarse degustar.

La carne ha de picarse muy fina.

Los consomés siempre son un buen recurso para aprovechar los huesos, los menudos y todas esas partes que no resultan fáciles de servir por su aspecto desagradable. Yo acostumbro a elaborarlos añadiendo a una gran olla llena de agua fría y salada la cabeza, el cuello, las mollejas y las patas del animal, y no menos de un par de huesos partidos en trozos. A mí me gusta el sabor de los «de caña», es decir, de las extremidades. Su médula me recuerda a aquellos tiempos pasados en los que un enamoramiento calaba tanto que hasta empapaba en ella y confiere un toque especial, gelatinoso, denso, me atrevería a decir que añejo y dulce, muy intenso y de una textura aterciopelada muy particular. Para dar sabor suelo añadir unos cuantos granos de pimienta y varias zanahorias, una cebolla, un nabo y, según su tamaño, cuatro o cinco puerros. Tras mantener como mínimo tres horas estos ingredientes cociéndose a hervor lento es imprescindible colar y desengrasar el caldo ya listo, un buen recurso que admite infinitas combinaciones sabrosas y que puede transportarse con facilidad. Justamente ahora estoy guardando los tarros en una bolsa térmica, dispuesta a presentarlo hoy como entrante coloreado con jarabe de caramelo, cuando entra de nuevo Estrella y cotorrea a mi espalda.

—¿Sabes lo que me ha explicado uno de los empleados del vivero?

—No soy adivina —miento.

—Que los tejos que has elegido para plantar son muy venenosos, igual que el macizo de adelfas y la glicina.

—Quédate tranquila, ni todo su veneno podría matarme.

No contemplo su cara, pero sé lo que ese silencio significa: que entrecierra ahora mismo los ojillos pensando en una buena réplica con que darme en las narices y que al final por piedad, por compasión, porque es humana —no como yo—, se calla.

—¿Por qué no puedes tener un jardín como todo el mundo —me recrimina en cambio—, con árboles normales que no sean susceptibles de hacer daño a nadie?

—La mayoría son, como tú dices, «normales».

—También me han dicho que raras veces los tejos enraízan en este suelo. ¿Y si les decimos que se los lleven y que en su lugar planten pinos, por ejemplo?

—No me gustan los pinos —contesto, es posible que con demasiada brusquedad porque Estrella cambia de tema con fingida facilidad.

—¿Te vas ya al restaurante, Teresa? —se interesa, quizá con una entonación demasiado despreocupada.

—Así es.

—Veo que te llevas ingredientes de casa. ¿También hoy vas a servir algún plato especial cuya fórmula secreta estuviste preparando durante toda la noche? —inquiere con un tono de voz que provoca que salten dentro de mí pequeñas alarmas que a estas horas de la mañana todavía creía desconectadas.

—«Sopa de recuerdos amargos con nube de tormenta al aroma de miel, café y menta». No es más que un consomé muy suave teñido con sirope y acompañado de un royale aromatizado con café y miel y un toque ligero de hierbabuena. Usaré algunas hojas para adornarlo y creo que será un buen primer plato para estos días desapacibles, tan lluviosos a ratos y después tan cálidos. ¿Algo que decir? —y esta última frase, sin querer, o puede que queriendo, me sale teñida de una cierta insolencia pueril.

Sé que a Estrella un simple caldo le parece poco elegante, demasiado simple como para presentarlo en un restaurante del nivel de Barbantesa, pero no podrá resistirse a la idea del royale, que no es más que un simple flan elaborado con parte del propio consomé, sal y la proporción adecuada de huevos y yemas al que añadiré varios granos de café y unas hojas picadas de menta para hacer algo más evocador y exótico su sabor. Tras cuajarlo al baño María dejaré que se enfríe y una vez retirado del molde lo cubriré con miel de flores y lo cortaré en dados que esparciré sobre el consomé justo antes de servirlo. No creo que ni siquiera mi socia tenga queja de un manjar tan exquisito y, al tiempo, tan fácil de elaborar y susceptible de impresionar a la clientela.

—En absoluto, Teresa, los números de ayer que me ha pasado Tomás demuestran que tu idea fue todo un acierto. Al parecer ese tipo de creatividad asociada a la cocina encaja perfectamente con nuestra clientela y, como no pocos trabajan en los medios de comunicación, algunos ya han comentado que publicarán artículos sobre tu propuesta, que consideran muy audaz y original. Resulta que cuanto más atrevida e irreverente te muestras, más te adoran tus seguidores.

—¿Entonces tengo tu permiso para seguir haciendo majaderías? —la provoco, porque me molesta esta especie de falta de confianza, esta ceguera que le impide ver que en lo mío soy buena hasta que me lo reconocen los demás. A veces pienso que está conmigo por pena y que no tiene fe en nada de esto, que cree que todo lo que consigo es gracias a mi melena rubia, a mi cara de ángel y a mi porte de despreocupada rentista y rica heredera.

—¡Ni se te ocurra parar ahora! —y me señala con un dedo admonitorio en una suerte de farsa que no me hace gracia, con una falsa alegría teñida de sorna que enmascara por debajo una pizca de resquemor que, pese a todos sus esfuerzos, se le nota—. Invéntate cada día lo que te apetezca, ponle un nombre cuanto más raro mejor y no te preocupes por las cuentas, que de ésas se encarga servidora.

—Había pensado que, para maridarlo, el Celler Batlle de dos mil sería un acompañamiento ideal, se trata de un espumoso con aroma a moca que le puede ir bien. Es intenso y persistente, placentero y delicado, con notas a flor seca, limón y frutas maduras. Supongo que, ahora que los números acompañan, puedo hacer en este aspecto lo que me dé la gana.

—El restaurante es tuyo y, no me duele reconocerlo, has demostrado que tus «majaderías» han sido todo un acierto de consecuencias francamente positivas —responde satisfecha, con los ojos casi en blanco marcando el signo del euro—. Es más, para que constates que te apoyo voy a gestionarte nuevas entrevistas.

—Por cierto —cambio de tercio para no escupir nada de lo que pueda arrepentirme, bastante tiene con el veneno de los tejos, los hoyos en el jardín y los enrevesados títulos de mi nuevo pasatiempo—, ayer me fijé en un individuo un tanto peculiar que estuvo mañana y tarde rondando por el restaurante sin llegar a sentarse en ninguna de las mesas, sólo al final, cuando la tormenta arreció, permaneció acodado en la barra.

—¿Puedes describirlo?

—Por supuesto, desde la edad y la estatura hasta su ropa y el color de su pelo.

—Me figuro que será el mismo que hace unos días apareció por aquí y estuvo interrogando a Alicia y luego, en Barbantesa, intentó hacer lo mismo con Ángel.

—¿Ya estamos otra vez con ese hombre misterioso? Hay que ver lo pesados que Tomás y tú os estáis poniendo con ese tema. Ése será un loco cualquiera y no dejáis de darle vueltas al asunto.

—Es normal que nos preocupemos por ti.

—No —le corto—, empieza a ser enfermizo.

—No eres objetiva respecto a tu imagen pública, Teresa, no comprendes que cada día que pasa eres más famosa y el número de personas extrañas e incluso peligrosas que se te acercan se incrementa.

—No quiero ser una esclava si fama y dinero implican desconfiar de cuantos se me acerquen. Quiero ser libre —me reivindico—, no pasarme la vida con la sensación de estar presa en una cárcel de barrotes de oro.

—Pues es mucha casualidad que dos individuos diferentes te ronden a la vez. Yo sigo creyendo que son la misma persona.

—Razón de más para localizarlo —rebato.

—Si este del que tú me estás hablando no había hecho reserva a su nombre ni pagó con tarjeta su consumición, el asunto está difícil —me explica renuente—. De todos modos, y como parece un tema importante, indagaré por si alguien del equipo de sala pudiera identificarle.

—Hazme ese favor —y antes de que manifieste su extrañeza por este derroche mío de esmerada educación, de que se admire porque hace mucho que no utilizo esa palabra con ella, salgo de la cocina con mi preciado cargamento de caldo concentrado murmurando que el taxi llevará un rato esperando.

—¡No te olvides de que esta tarde tienes una firma de libros! —grita mientras me alejo, y con la cabeza asiento para que vea que me doy por enterada cuando no tengo ni la más mínima idea de qué demonios me está hablando.

Perdida en un atasco en el centro de la ciudad, me dejo sumir en un estado adormecido y contemplativo, abro la ventanilla y me vence el olor a hierba recién cortada que se escapa por la verja que rodea el parque y, a pesar del humo de los tubos de escape y la conversación a gritos del conductor al hilo de cómo nuestro mundo se adentra en el mayor de los fracasos, no puedo dejar de sentirme agradecida por este remanso de solaz y descanso, por este asiento libre de olor a café de máquina, por no sentir en mi boca el aliento a menta fresca que los besos de Agustín me dejaban. A lo único que aspiro es a fantasear con no llegar a mi destino, con quedarme aquí sin tener que recordar, con poder soñar con un solo día libre de mi memoria, de las ataduras del pasado muerto y enterrado y del precio que pago por seguir respirando consciente de cuántos quedan atrás por mi culpa, de cuántos caminos he cercenado, de cuántas ventanas he cerrado y, sobre todo, de cuántas me quedan todavía por cegar hasta que por fin, si es que eso pueda ser posible, me sienta plenamente en paz.