8. Consejos prácticos para conservar las sobras

Cuando abro la cancela siento que los árboles del jardín se mueven inquietos, se mecen y agitan sus ramas repartiéndose codazos unos a otros. Pretenden hacerme creer que este alboroto lo provoca el viento, pero no me engañan, los conozco desde hace años y me sé de memoria sus disimulos, el sonido de su risa de aire, su naturaleza cotilla tendente a la exageración y a la mentira. Murmuran sobre mí, no me cabe la menor duda, y mientras avanzo por el sendero de gravilla con mi labio hinchado latiendo a mil por hora oigo cómo las hojas secas que ya empiezan a caer van propagando la noticia, del olmo al castaño, de ahí a los nogales y de éstos a las agujas de los abetos. Hasta el magnolio se altera y sus flores blancas y enormes como lechuzas se inclinan intentando distinguirme mejor, deseosas de comprobar si es verdad lo que les han dicho que ha pasado, que me han partido la cara, que me atrevo a regresar a Je Reste en este estado.

Debe de ser cosa del Ciprés Calvo del parterre del Retiro. Él los habrá puesto sobre aviso. Hace años que despierta mis sospechas, que escamada lo observo, que paciente lo vigilo. Por más que se finja ausente, que se aparente cansado y anciano y represente como un perfecto actor esa pantomima suya de su eterna fatiga y cuánto le pesan los racimos de flores que le cuelgan en otoño y le lastran como losas quebrándole los brazos; por mil veces que me repita el lamento de por qué no lo talaron las tropas napoleónicas como a sus hermanos, cansino a base de salmodiar que lo único que quiere es morir, que le dejen secarse al fin entre crujidos y lloriqueos, no logrará convencerme. Me da igual que se aburra y que diga que se siente solo porque no hay otro de su especie con quien conversar, no quiero chantajes con el soniquete acre e insistente de que es el árbol más viejo de la ciudad, que lo plantaron en 1633 y tiene casi cuatro siglos de edad. No, no me va a manipular. Yo sé que es la antena de comunicaciones principal, la torre de control, el divulgador general.

Llevo toda una vida contemplándolo, no necesitaba más que cruzar la calle desde la escuela de cocina de mi madre y traspasar la majestuosa Puerta del Ángel para plantarme a sus pies. Cuando era una niña aún no estaba vallado y recuerdo la inquietante sensación que me producía acercarme a su tronco, posar mi mano en su corteza arrugada y sinuosa y notar su palpitación, el bullir de su savia subiendo, trayendo y llevando información, noticias frescas, ruedas de prensa, comunicados. Todo pasa por su conocimiento y, para colmo, con eso de que es uno de los árboles más altos, tiene una panorámica preponderante, un lugar de observación privilegiado en el parque justo enfrente de lo que ahora es mi local. Me imagino lo que habrá disfrutado, cansado del castigo del pedrisco sobre sus ramas y sus tallos nudosos a punto de desgajarse, cuando me divisó en la acera y vio cómo estallaba en mi rostro, por entrometida, el golpe destinado a otra más esbelta. Ya lo imagino sacudiendo sus hojas mojadas para empaparse del más mínimo detalle del altercado, gritándoselo al amparo del vendaval a la máscara siniestra de la estatua de Melpómene, que achinó más aún sus ojos de bruja de la risa que le entró con mi mareo y mi boca hinchada y mi confusión. Me apostaría el alma a que sin perder ni un segundo mandó un teletipo urgente a los robles más vetustos de mi jardín y fueron éstos los que corrieron la voz, los que han levantado esta expectación. A ellos se debe ahora la detenida inspección de mi semblante, el agitar de cada brote, el ulular de cada brizna de hierba sacudida por la consternación.

Y menos mal que Ofelia no está presente. De lo contrario, antes de que acertara a introducir la llave en la cerradura, probablemente por código morse ya le habrían soplado con repiqueteos rítmicos en el cristal de su ventana hasta el último detalle relativo a mi aspecto y el escándalo que significa entrar en este templo sacrosanto de la decencia luciendo este descalabro por bandera.

Antes de cerrar me giro y, en el umbral, reto con mi rebeldía acostumbrada a los árboles más cercanos aunque, he de reconocerlo, mezclada esta tarde con un poco de cansancio.

—Tampoco es para ponerse así —proclamo, y una nueva ráfaga de brisa los sacude haciendo que se agiten al compás de su carcajada, por un día todos de acuerdo, incluso el alcanfor y el algarrobo, hasta el palisandro que alfombra mis paseos con sus flores de jacaranda—. Como sigáis en este plan os talo uno tras otro.

Sé que han oído mi amenaza pero se hacen los locos. Doy un portazo y dos o tres gatos callejeros que dormitan en los brazos del acebuche caen sorprendidos al despertarse de golpe, rebotan en la hierba y echan a correr entre maullidos alterados. No me dan pena ni me remuerde la conciencia.

Avanzo por la casa a oscuras y me guío a tientas hasta la cocina. Cada vez que entro pretendo olvidar a quién perteneció y ahora me concentro en preparar algo, lo que sea, un plato laborioso que me haga olvidar mi mandíbula dolorida, que me impida ir a buscar como una posesa mi reflejo nublado, destrozado en algún espejo, que me deje concentrarme en algo más que yo, en mis manos amasando harina y agua, pelando manzanas o zanahorias, mezclando especias, emborrachando pasas, deshojando sobre una fuente pétalos de rosa y brotes de achicoria. La jornada en el restaurante ha sido realmente larga y me gustaría sentirme diferente, nueva, otra, sin tener que recordar constantemente la hija de quién soy, que le debo tanto que por su causa me reconozco como la que leéis ahora, que puedo librarme de su recuerdo.

No, no puedo cargar sola con la culpa de mi estirpe ni controlar el peso de la memoria que de cuando en cuando me desploman. Pero los recuerdos son más rápidos que yo, por mucho que quiera huir siempre consiguen atraparme, enredarme en su tela de araña. Esta noche me han tendido una emboscada mientras trato de mondar estas patatas que se me caen de las manos y me han traído su imagen en esta cocina haciendo lo mismo que yo, probablemente con un cuchillo similar al que ahora hago volar.

Fue, me atrevería a asegurarlo, el último año que vivimos juntas, y posiblemente uno de los detonantes de mi partida se activó aquel día. Era domingo y no hacía demasiado que, movida por uno de sus típicos arrebatos, acabábamos de reinstalarnos en Je Reste tras década y media en el piso frente al Retiro. De repente se había cansado de ese barrio, del tráfico que se oía desde su dormitorio, de la permanente esclavitud que suponía no descansar al hallarse su negocio justo debajo —si bien al principio le pareció el más perfecto exponente del sentido práctico— y, en especial, de los ociosos paseantes que tomaban la zona cada fin de semana y se confundían en un infinito bullir de estratos sociales y modos de vestir que difícilmente encajaban en su mentalidad tradicional.

De regreso a nuestro vetusto palacete, de donde según ella, presa de la llamada de su clase, nunca debimos salir, Ofelia estaba por aquellas fechas entusiasmada renovando la decoración tras tantos años de abandono, sumida en un frenesí de albañiles y operarios varios, de cretonas, rasos y flores artificiales, de pan de oro y horrorosas porcelanas. Se había impuesto hacer de este lugar que siempre acogió a su familia su auténtico hogar, un fiel reflejo de su propia personalidad. Yo, por mi parte, pese a que podía lucir con orgullo mi reciente título universitario, aún no sabía qué hacer con él ni cómo utilizarlo. Por desgracia, mi somnolencia vital duró apenas una semana, vino a terminarse justo cuando a mamá se le agotó la paciencia.

A la mayoría de mis compañeros de facultad, sus progenitores, desde luego más magnánimos, por descontado más comprensivos, les habían concedido un trimestre sabático tras el esfuerzo de los exámenes finales. Quien más quien menos ya había disfrutado de un viaje a algún país lejano o un regalo de mayor o menor cilindrada con dos o cuatro ruedas que aparcar en el garaje. Mi madre, en cambio, no concebía el descanso. Para ella yo nunca tenía suficientes quehaceres, siempre era necesario estar involucrada en algo importante. Así, a los pocos días de andar por casa en pijama, de quedarme haraganeando en la cama tras años madrugando, de perder la tarde recostada en el sofá viendo algún concurso de preguntas y respuestas que emitieran por televisión, se sintió obligada a espabilarme, a echarme a andar enviándome de un empujón a la calle si fuera necesario.

—Para estar holgazaneando de una habitación a otra al menos podías ayudarme en la cocina —ordenó más que sugirió.

Por toda respuesta me encogí de hombros y agaché la cabeza. La conocía bien y sabía que como se me ocurriera protestar no tardaría en sepultarme bajo un alud de argumentos chantajistas y sentimentaloides. Resignada, cedí antes de que como hiciera otras veces me escupiera a la cara todo lo que había hecho por mí, lo que se gastaba en vestirme o alimentarme o el ímprobo esfuerzo de educarme en los mejores colegios como una señorita digna de mi posición.

Una tarde soleada, Ofelia, a pesar de su incontenible hipocondría —aborrecía salir de las cuatro paredes de su mansión—, me atrapó en el jardín. Tenía miedo de los insectos y sus aguijones desde que oyó comentar que alguien había fallecido por la picadura de una avispa; tampoco le gustaba mancharse la ropa de tierra, porque contiene bichos y larvas que se cuelan por la boca y terminan en el intestino, Teresa; ni las hojas de los árboles caídas al suelo, resbaladizas en otoño y todo un peligro en potencia, cualquiera puede pisar una y romperse la rodilla o la cadera, no entiendo, Teté, por qué eres tan inconsciente que saltas sobre ellas, y qué decir del polen, que vuela libremente de acá para allá y puede hacerte estornudar, o las flores que surgen en primavera y provocan mil millones de alergias. Por no gustarle, ni siquiera apreciaba nuestros escasos árboles frutales que, al menos por su materialista concepción de la utilidad, deberían de haberle servido de provecho. Se quejaba de las moscas y abejas que revoloteaban bajo la higuera, amenazaba con comprarse una escopeta para derribar a los gorriones y mirlos que asaltaban la copa del cerezo y traían entre sus alas una plaga de microbios que según ella dejaban caer sobre su cabeza y, en definitiva, no dejaba de dolerse sentidamente de la ruina de jardín loco que había heredado de su igualmente loca familia. El suyo, afirmaba, era un palacete suntuoso y señorial, y más de una vez pensó seriamente en talar todo asomo de insurrección natural. Según su opinión, sólo valían la pena los ejemplares añosos que, por su madera noble, podían convertirse en un magnífico aparador para el dormitorio en caso de necesidad.

Ahora que lo pienso, es posible que ese odio visceral a lo verde fuera la causa por la que, cuando me veía con mis libros bajo el brazo en busca de una grata sombra, de un árbol amable sobre el que recostarme, se jactara, con la despiadada intención de humillarme, de que a pesar de haber transcurrido toda su infancia en esta casa no hubiera trepado nunca a ninguna de las ramas ni albergara la ocurrencia de celebrar cena alguna bajo la luz de las estrellas.

La recuerdo acercarse descalza dando ridículos saltitos sobre la hierba para no manchar sus zapatos de tafilete, con la quijada apretada y los puños cerrados a ambos lados de la falda, tan formal de la cabeza cargada de laca a los pies que hacía años que no veía desnudos, tan estricta, tan correcta, que por un momento me entró el pánico de saberme hija suya, de sentir que portaba sus genes o su manera de ser. Yo estaba tumbada junto al estanque, uno de mis rincones favoritos, y desde allí, sin apenas levantar la cabeza, podía ver el muro cubierto de madreselvas y el banco donde papá solía sentarse a leer o escribir en sus cuadernos. Recuerdo que aseguraba con una de sus sonrisas: «Me agradan las tapias encaladas, tengo nostalgia de los muros blancos, de los límites, de las fronteras».

Me gustaba alzar levemente los ojos y distinguir la tortuga sobre las piedras calientes por el sol, bañadas por el agua verde y oscura, turbia. Esta, a quien Ofelia siempre se refería como «el bicho», fue un regalo, otro más, de papá. Una tarde apareció sin que viniera a cuento con dos tortuguitas curiosas y pequeñas, con sus caritas de vieja y sus manchitas rojas en el cuello, que asomaban la cabeza en su acuario de plástico con forma de riñón y un par de famélicas palmeras de pega. Luego crecieron, su paraíso artificial se les quedó pequeño, una murió cocida un domingo de agosto en que tuve la buena idea de que durmieran la siesta bajo el sol, poco después se fue también papá, y mamá empezó a cogerle manía a la única que resistía, no sé si por su calidad de superviviente, porque le recordaba a él o por mi desaforado cariño hacia ese animal que no respondía a carantoñas de ningún tipo.

Primero empezó a lanzar frases veladas: «¿Todavía sigue vivo ese asco de bicho?». A continuación, sugirió tirarla por el retrete. Yo, con ese miedo irracional al que acostumbran a ser víctimas las niñas, temerosa de que Rodolfa sufriera un «desafortunado accidente» e influida por alguna película de la Mafia que sólo alguien como papá pudo permitirme ver, elaboré un plan para su salvación que consistió en salir de casa una noche de verano y ventanas abiertas sin que nadie se percatara y soltarla en el pequeño estanque del jardín. En aquel año horrible en que todo moría y cambiaba a mi alrededor estaba segura de que allí sería más feliz. A la mañana siguiente dejé caer en el desayuno el cuento de que había olvidado el acuario toda la noche junto a la ventana abierta y, al despertar, comprobé con estupor que ya no estaba. «Igual se la ha llevado un pájaro, mamá».

Pasé el resto de ese estío somnolienta y abochornada a la orilla del estanque, esperando ver asomar su cabecita sin nariz en la superficie del agua cubierta de nenúfares, hedionda por los excrementos de los peces de colores, cargada de verdín y hojas secas. No lo logré hasta bien entrado septiembre. Después de noches enteras llorando sobre mi almohada por el peso de los remordimientos, creyendo que se la habían tragado los peces voraces como pirañas o que tal vez se había muerto de asco en aquellas nauseabundas aguas, para mi asombro, una tarde al volver del colegio, la descubrí. Había salido a tomar el sol en la orilla y, puedo jurarlo todavía hoy, pareció por un instante que me sonreía. Nunca dudé de que lograría resistir, era una luchadora, como lo fue papá, como ahora lo soy yo, y seguro que sabría salir adelante a base de moscas, agua sucia y hojas mojadas y pútridas ante las que, pese a todo, ahora se encontraba Ofelia, que al fin había dado conmigo allí, en la parte más alejada, más umbría y tupida del jardín.

—Llevo un buen rato buscándote —anunció por toda presentación, aunque me costó entenderla a causa de ese pañuelito de batista con el que se tapaba la boca y la naricilla para no respirar el aire viciado de libélulas, polvo de hada y pelo de gato que amenazaba a cada paso con intoxicarla.

—He estado todo el tiempo aquí, estudiando las ofertas de trabajo —respondí con desfachatez señalando el montón de periódicos esparcido a mis pies entre los que escondía la novela que había estado disfrutando.

—No parece que te cundan mucho —observó con desdén, taladrándome con sus ojos, como si supieran leerme el pensamiento y adivinaran mi absoluto desprecio hacia la tarea encomendada que no pensaba cumplir, la de convertirme en una esclava más de la cadena industrial, en una cautiva de la monotonía laboral encadenada a un rígido horario y a un jefe siniestro de los que, mientras pudiera, pretendía huir.

—Es el mercado, que está difícil —expliqué.

—O tus ganas de no trabajar —cortó furiosa al entender que no deseaba convertirme en lo que ella quería ni, peor todavía, lo intentaba disimular.

Aquí es cuando tendría que haberme echado a temblar, pero por aquel entonces era tan ingenua que aún no le tenía miedo.

—A ver, Teté —reprimí un mohín de fastidio, ya empezaba a reventarme que usara para dirigirse a mí, una licenciada, ese apodo tonto que nunca elegí—, ¿tú qué es lo que quieres ser?

En ese momento recordé a papá riendo, haciendo equilibrios en lo alto del tejado al intentar atrapar murciélagos con una caña de pescar; a papá pintando las paredes a las cuatro de la mañana con sus extraños y fascinantes garabatos; a papá al final con su pijama blanco y, pese a todo, la perenne compañía de un lápiz y un cuaderno en la mano, y respondí cediendo al impulso de ser sincera, de revelarle mis deseos por vez primera, de soñar por un instante con un oficio de mi agrado:

—Escritora.

Y entonces, sólo con esa palabra, la conversación dejó de tener gracia. Vi cómo sus ojos muertos se apagaban del todo, mordió sus labios y apretó los puños clavándose las uñas en las palmas de las manos. Vi la decepción pintada en su rostro. Vi que una idea, un sentimiento, un lazo o un hilo de sangre se rompían. Vi desde ese instante que nunca más aguardaría a que yo alcanzase a ser relevante, alguien de quien presumir. Vi el fin, el nuestro. Sí, todo eso vi reflejado en su semblante.

Me lo sigo planteando cuando tanto ha pasado: ¿por qué mi madre me rechazó? Lo vi tan claro en sus ojos muertos que más que el dolor me pudo el pánico, me derrotó la consternación. Era su hija, pero Ofelia se asombraba de que yo hubiera germinado y crecido en su interior sin haber heredado ninguno de sus rasgos, de que no nos atara ninguna afinidad o nos uniera al menos una misma ambición. Éramos adultas las dos, lo suficiente como para no poder o no querer disimular nuestra falta de sintonía, la patética pantomima de nuestra relación.

Miro atrás mientras mi mano escarba en el fondo de la bolsa de patatas, en la arena de los recuerdos, y me descubro buscando pistas, acumulando reproches, dardos envenenados, cenas en soledad, llantos acallados. En qué momento dejé de ser esa joya de la que presumía, de la que se sentía orgullosa, para convertirme en este monstruo torpe y desamparado que recorría su casa como una sombra no deseada. Cómo pasé de ser la bella heredera a la aturdida Teté, en qué momento de mi infancia el cisne se convirtió en patito feo, la devoción por mí en desprecio, la esperanza en desencanto. Cuándo perdió a su hija. Cuándo perdió la fe.

Allí sentada, sobre la hierba rabiosamente verde, con la boca abierta y el corazón noqueado, asumí la nueva situación, pese a todo, con insólita facilidad y en una décima de segundo me dio por pensar que si ya no era adorable, si mis bromas no resultaban divertidas ni mis frases brillantes ni mi mente despierta, también podía ser que la culpa no fuera sólo mía. Quizás ella no esté dotada de ese instinto protector que se le supone a toda madre, pensé. Puede incluso que sufra todavía, más de dos décadas después, una depresión posparto que le haga arrinconarme. O es una progenitora desnaturalizada con expectativas exageradas. Sí, eso es lo que es. Vino también a mi mente, por supuesto, el espectro de papá y la certeza de cuánto me parezco a él, e intuí que verme podía despertar en su conciencia una imagen a la que no querría volver y que tenía que ver con su final.

Desengáñate, Teresa, concluí agotada de tanto pensar, cansada de buscar motivos para no ceder a la verdad. A lo mejor es más sencillo que todo eso. A lo mejor, simplemente, ya no te quiere.

Y tras la tristeza infinita, luego de la lacerante desolación de averiguar que no le ofreces lo que espera de un hijo, que no siente esa corriente de simpatía que la une contigo, llegó la tranquilidad, el orden y la razón: siempre supe que no era a ella a quien me parecía. Toda yo pertenecía a papá, lo positivo que había en mí a él se lo debía.

—Por cierto, Teté, no me gusta que me desobedezcas —comentó Ofelia deteniéndose de pronto en la distancia y girándose con toda su frialdad, sacándome de mis pensamientos con la sola fuerza de sus ojos de hielo—: Quiero que acabes de una vez con esa tortuga. Como la vuelva a ver asomar la cabeza en ese estanque te doy mi palabra de que echaré veneno sin que me importe llevarme por delante a todos los peces naranjas.

* * *

Después de aquel cruce de revelaciones que volvió mi mundo patas arriba supuse que, al menos por un tiempo, me dejaría tranquila. Pero Ofelia no era de las que se derribaban al primer golpe y no tardó en reaparecer: tras evitarnos durante días, a causa de un error de cálculo en los horarios me topé con ella en la cocina. Yo había entrado a por una taza de café pensando que estaría dando clase en su escuela y por poco no sufrí un desmayo al encontrarla con un cuchillo enorme en la mano, pelando patatas e insólitamente haciéndolo sin guantes, sin mascarilla protectora y con toda la parsimonia del mundo.

Quise girar en redondo para salir sin que me viera, pero ya se sabe que los malvados en la literatura tienen dones portentosos y Ofelia, según parece, no era una excepción, pues sin mover apenas un músculo, sin alterarse, como sin darle importancia, me soltó con su vocecita tirana, pausada y perfectamente modulada:

—Ya tienes el trabajo que buscabas.

Y siguió concentrada en su tarea. Por lo menos tuvo el detalle de no intentar parecer contenta, de no fingir esos exagerados aspavientos de cuando se recibe un regalo o se narra un cuento, aunque tampoco hubiera estado de más un breve saludo a modo de introducción que me ahorrara el susto.

—¿Y cómo lo has conseguido? —inquirí, procurando que la taza no se me cayera al suelo y provocara un estruendo.

—Moviendo unos cuantos hilos. Para demostrarte que no soy una madre castradora y veas que aliento tu faceta creativa te he concertado una entrevista laboral en una revista —y al decirlo imprimía a su tono monocorde un leve matiz de superioridad que me reventaba y me llenaba de espanto.

—¿Y en cuál, si puede saberse? —insinué con malicia, reticente en principio a ilusionarme al menos hasta que supiera en qué consistía la oferta.

—En la que edita mis mejores recetas. Ya sabes que pertenece al mismo grupo que comercializa mis libros de cocina.

Acabáramos. Mi madre llevaba décadas divulgando extractos de sus manuales en una publicación pseudocultural señorial y vetusta, exactamente igual que ella, instalada entre el quiero y no puedo y con ventas estancadas pero seguras.

—A ver, qué tiene de malo —añadió a la defensiva antes de que yo comenzara a poner objeciones.

—Que no quiero llegar allí como «la hija de».

—Sólo es una entrevista, lo que venga después tendrás que trabajártelo.

—Y quería dedicarme a escribir —repliqué.

—¿Pero tú qué te piensas? —saltó, confirmándome sus superpoderes malignos, pues en lo que dura un suspiro la tenía frente a mí con las pupilas en llamas, echando chispas que amenazaban con incendiar la estancia—, ¿que esto es un hotel, que puedes zascandilear por el jardín todo el santo día y que yo te mantenga?

—Me he informado de un curso de escritura creativa impartido por autores de prestigio y… —respondí tratando de hacerle entender que mis planes no eran una argucia para pasar los días mirando nubes sino un propósito meditado y acariciado en los últimos años que no me había atrevido a revelar.

—¡Ésos son unos sacacuartos que sólo quieren tu dinero! Lo que tienes que hacer es encontrar un empleo fijo que te permita pagar tus facturas y después, en tus ratos libres, juega a escribir una novela o a lo que te dé la gana.

—Me pondría un plazo —supliqué embarcada en la utopía de exponerle mi plan magistral—. Un año o dos para aprender y probar suerte en alguna editorial. Si no consiguiera publicar te doy mi palabra de que me pondría a trabajar.

No cuentes conmigo para una idea tan descabellada. En esta casa, Teté, nunca nos hemos quedado dormidos en los laureles dilapidando la herencia de nuestros antepasados. Es más —y su rostro se cargaba de sombras siniestras, de oscuros presagios mientras me fulminaba y me hacía sentir inepta, insegura, indefensa—, si pretendes llevarla a cabo no lo harás bajo mi techo. Me encantará convertir tu dormitorio en una sala de costura.

—¡Si vivimos en un palacete de veinte habitaciones! Tú no trabajaste hasta que murió papá y te diste cuenta de que te aburrías —me enervé arrasada por las lágrimas, olvidando mi empeño de no gritar.

—Hago esto por tu bien y para que aprendas.

—No, lo haces para humillarme, para castigarme porque no me parezco a ti.

—Estás en tu derecho de pensar lo que quieras —zanjó, inmune a mis reproches y a mi dolor de niña desvalida porque así es como me sentía, porque sus palabras, la actitud con que me trataba desde que podía recordar, siempre dolían.

La taza de café se había enfriado pero poco me importaba. Después de aquella conversación no deseaba seguir despierta. Quería dormir una siesta eterna, tumbarme en el césped junto al estanque y dejarme ir contemplando cómo cabeceaba sobre un nenúfar la tortuga, sentir que no existía la maldad en este mundo, ni las amenazas, ni el amor con su carga de daño y burla.

Me acerqué arrastrando los pies hasta el fregadero y vertí el líquido, negro como el petróleo, tan inútil como yo, por el desagüe. Dejé la taza sobre la encimera, avisada de que ése era un descuido imperdonable que le reventaba, y sin mirarla a la cara pasé por su lado, cerca pero sin rozarla, dejando tras de mí la estela tangible, espesa, de mi impotencia y mi rabia.

—La cita es dentro de tres días, Teté. No me hagas quedar mal llegando tarde como siempre —me recordó mientras desaparecía por el pasillo.

* * *

Me fijo en mis manos y están mojadas, los ojos también y no estoy pelando cebollas, sólo patatas. Esto no debe continuar, no puedo dejarme aplastar por un recuerdo cualquiera y terminar llorando sola y a las tantas de la madrugada. Esta receta no tiene visos de funcionar, mejor dejarlo y buscar otra meta, centrarme en algo que me entretenga y me impida recordar a Ofelia.

Necesito un vicio que me arrastre, que me abstraiga, que me absorba y no le deje ganar espacio a la memoria. Me siento anciana, maltratada, acabada con mis ojeras de guardia, con mi sonrisa rota y mi labio hinchado, con mi partida cara. Si tuviera otro ánimo diría que no es para tanto, que lo peor ha sido el susto, que esto se pasa en nada. Pero no va a ser fácil. Sé que lo más grave no es el golpe ni el morado sino lo que se ha quebrado por dentro, ese compartimento estanco que mantenía tan bien sellado y que se ha resquebrajado dejando salir mi alma.

Las ramas de los árboles me guiñan un ojo al otro lado de la ventana, más allá del cristal, y me retan, provocadoras, con sus hojas como dedos como antenas atentas y exageradamente largas. No puedo dejar de captar todos los matices de su risa y, también, de lo que hay más allá: la caseta que alberga el horno de piedra. Ahí es donde realmente señalan, ellas también sienten las voces que me llaman.

Sin parar a ponerme una chaqueta, despeinada y descalza salgo por la cocina despidiéndome de la araña negra y peluda que me espía desde su esquina, asentada en su tela que nadie limpia porque, al parecer, debo de ser la única que repara en ella, sólo yo sé que me vigila.

Cruzo el jardín sintiendo la hierba bajo mis pies hasta llegar a ese dintel que nadie más atraviesa. No necesito abrigarme, sé que dentro no tendré frío. Es el lugar donde reside mi consuelo, donde recibo el calor que me sustenta, mi nido cálido de sol, espuma y deseos. El sitio de mi recreo.

En cuanto accedo al cuarto de los experimentos recibo en las mejillas la dulce caricia de las brasas ligerísimamente prendidas, de los rescoldos de mi última aventura nocturna que, por lo que presiento, guardan de mí un buen recuerdo. Me siento a gusto donde todo es tan básico, tan primario, sin enchufes y ni una sola de las comodidades de la cocina de Ofelia o de los adelantos con que hemos acondicionado el restaurante. Será porque este sitio realmente se asienta sobre mis raíces, sobre mi auténtica naturaleza, o tal vez porque para trabajar no necesito más que una bombilla encendida que penda del techo, mi colección de cuchillos y, por supuesto, una amplia mesa de trabajo donde disfrutar.

Toco con las trémulas yemas de mis dedos su superficie fría y metálica y me emociono sólo con pensar en los buenos momentos que me ha proporcionado y los que todavía están por llegar. Me siento a gusto aquí —¿lo he dicho ya?—, fuera de los dominios de mi madre, tan cerca del estanque, de los brotes de zanahorias, tomates, lechugas y fresas que a mi padre le recomendaron plantar y su muro blanco cuajado de madreselvas. Al borde de las margaritas y las gardenias la carne aguarda por y para mí en arcones frigoríficos donde los muertos, los degollados con su doble sonrisa en el rostro y en el cuello, duermen congelados su sueño eterno.

En una esquina de la mesa, cerca de la boca del horno que como un animal hambriento me espera, llama mi atención un papel, un trozo de cartulina que brilla y me desconcierta. Es una tarjeta postal antigua en un blanco y negro coloreado con tonos pastel que posiblemente un día fueron fuertes y vivos pero hoy se perciben deslavazados y desleídos. La acerco a mi nariz, la huelo, y recuerdo. Es de Benjamín, di con ella en su bolsillo la noche de nuestro encuentro. Aún puedo verlo con sus ojos soñadores furiosamente azules reluciendo como soles, la respiración entrecortada, su tacto salado y las marcas de mis zarpazos, los labios inflamados que deseaba comerme a bocados y un rastro palpitante sobre su pecho aliñado con mi saliva hasta que, extrañada, me hizo detenerme un bulto en su camisa.

—¿Y esto? —curioseé, sacándola de su bolsillo con un arrumaco divertido.

—El barrio de La Boca. Está en Buenos Aires. Con esas casas de colores como de cuento que no parecen de verdad sino de fantasía…

—¿Has estado allí?

—Lo estaré. Una mañana cualquiera me levantaré y me armaré de valor para dejar todo esto, mi trabajo horrible, mi piso compartido, mis amigos felizmente hipotecados, y me largaré. Cogeré un avión y sin equipaje ni ataduras me plantaré en esas calles con lo puesto.

—Suena bonito.

—Ven conmigo.

—He de solucionar algunos asuntos que me inquietan —y por más que sonara a excusa, esta vez era cierto. Para no ver la decepción en su cara, para que la oferta no fuera a mayores ni mi negativa supusiera un punto de no retorno, di la vuelta a la postal y, tras comprobar que estaba matasellada y escrita, la leí en voz alta—: «Queridos padres, sepan por la presente que estoy bien de salud. El viaje fue largo y aburrido. Me dolió dejarles, pero nada más llegar localicé al primo Avelino y me albergó en su casa. Su mujer es muy buena y cariñosa y Buenos Aires es bonito y muy grande. Les prometo que no caeré en los errores de antaño. No tendré que huir de ningún sitio nunca más. Digan a María que me espere, que volveré a por ella en un año. Un fuerte abrazo. Su hijo Manuel». ¿Quién es Manuel?

—No lo sé, venía dentro de una vieja edición de Rayuela que compré en El Rastro. Es un talismán, me recuerda dónde estoy y adonde quiero ir.

—Cortázar es lo que tiene, todo lo que toca lo convierte en poema o misterio.

—No te rías de mí, tengo derecho a conservar vivos mis sueños.

Y me aferró entre sus brazos sin saber que, como una lamprea, era yo la que me enroscaba en su cuerpo, la que me aferraba a él.

Sonrío un segundo mientras avivo los rescoldos y cebo las brasas hasta conseguir unas llamas azules. El fuego chisporrotea y me regala oleadas de calor que arrebolan mis mejillas y calientan mi alma, y río por lo bajo contenta de encontrar una tarea, como pensar en cuánta carne voy a sacar del arcón-congelador, quizá la que no utilicé para elaborar el Plato Efímero que le dediqué a Benjamín. Con ella y con las demás sobras prepararé unas sabrosas albóndigas grandes y redondas como sus ojos, mullidas y esponjosas como su corazón.

Crearé unos pastelillos, algo sencillo y eficaz, unas tartaletas de masa quebrada elaboradas con harina, manteca, huevo y sal, rellenas con un suculento picadillo de carne magra y jamón que rehogaré en la sartén con aceite de orégano y, en vez del consabido jerez y ya que se trata de él, una copa de whisky añejo combinado con un chorrito de cola. Después añadiré harina y leche para cocer la farsa a fuego lento y, cuando se haya reducido, la mezclaré con huevo batido y trufas laminadas. Finalmente meteré los pasteles en el horno hasta que estén en su punto y como homenaje los decoraré con tiras de fresa o, tal vez, con una fina capa de mermelada de frambuesa.

Dispuesta, ilusionada ante la faena por venir, me pongo el delantal que cuelga tras la puerta, me recojo la melena en un moño con una goma que me saco de la muñeca y, tras rescatar de su sarcófago helado los despojos debidamente envueltos y etiquetados, los dejo reposar sobre la mesa. Pero antes de empezar a jugar, a disfrutar, queda un asunto que solucionar.

La tarjeta postal será enviada a un nuevo, definitivo destino. Abro la portezuela del horno y, sin demasiadas contemplaciones, la arrojo a las llamas hambrientas. Espero mientras compruebo que el fuego prende en ella. Al principio se retuerce zarandeada por el vaivén de la hoguera y al poco sus esquinas comienzan a teñirse de negro y chisporrotear y se dobla sobre sí misma como alguien noqueado por un golpe bajo hasta convertirse, por completo, en cenizas.

Suspiro satisfecha y me dirijo a la mesa donde el trabajo espera, dispuesta a embriagarme con el aroma de la carne, a disfrutar con su tacto terso entre mis manos, con el suave olor a sangre que desprende y me impregna, me domina y me embarga, me relaja, me consuela y me llena.

Me encantaría poder escribir que me siento culpable o ruin, nostálgica o simplemente evocadora al volver a pensar en Benjamín, hasta un poco insensible o malvada por quemar una de sus posesiones más preciadas. Lo cierto es que estoy tranquila. Tengo la seguridad de que allí donde descansa no le va a hacer falta, de que puede perdurar sin esa ajada postal escrita antes de que naciera y destinada a alguien que una vez tuvo su edad.

No quisiera parecer inconmovible, no querría dar esta imagen de mujer fría. Lo que sucede es que no puedo, no debo hundirme en la miseria que conlleva volver la vista atrás y recuperar otra vez a mamá con el cuchillo en la mano y a mí saliendo con la cabeza agachada camino de mi habitación sabiendo, sin poder evitarlo, lo que iba a ocurrir. Por eso tengo que cocinar, para no recordar que ahí comenzó todo, que fue precisamente Ofelia la que tendió la trampa o tejió la tela o tiró del hilo gracias al cual, finalmente, terminaría conociendo a Agustín.