7. La sobremesa
Tardamos unos segundos en percatarnos de lo que sucede, en identificar esas bolas de granizo del tamaño de pelotas de golf que parecen querer destrozar los cristales y abrir nuestras cabezas. Por fortuna estamos a punto de cerrar y no quedan más que una decena de clientes dispersos y pasmados en sus asientos, confusos y dubitativos, que no saben si prolongar la sobremesa hasta que escampe o salir corriendo antes de que la tormenta se agrave. Mis dos acompañantes, otrora dispuestos a encumbrar a la gloria literaria a una famosa del corazón iletrada o a un delantero-centro semianalfabeto, también vacilan, consultan sus relojes y tras comprobar la fuerza del aguacero permanecen como estatuas de sal bajo el marco de la puerta con evidente desconcierto. La educación obliga, y aunque maldigo a quien haya establecido cómo debe comportarse en estos casos una perfecta señora, termino ofreciéndoles con palabras que me cuesta masticar un nuevo café, un licor o una infusión en alguna de las mesas cercanas a los ventanales para que así puedan disfrutar, mientras digieren el contratiempo, del espectáculo que nos brinda la naturaleza. Sería peligroso conducir ahora, cuando el tráfico está detenido, cuando no camina nadie por las aceras, cuando no hay más remedio que permanecer atrapados acompañados por esta variopinta selección de individuos desconocidos tan perdidos como nosotros, tan desvalidos por algo tan inocente como una pedrea de hielo imprevista.
Los dejo pensándoselo y me escapo con disimulo a la cocina para comprobar cómo continúa todo por allí y ordenar a los camareros que, a fin de evitar que se alborote el gallinero, sirvan a los comensales unas bebidas a cuenta de la casa. Los cocineros, siempre recluidos entre ollas y sartenes, parrillas y fogones, se muestran curiosos por conocer cómo se divisa el panorama desde el comedor, ya que no tienen acceso al exterior más que por unos tragaluces que dan a un patio desangelado. Sabiendo el nulo trabajo que queda, sería cruel dejarlos encerrados al pie de los hornos apagados cuando ahí fuera, en el mundo de los ventanales y la luz, se celebra la danza del agua imparable y caudalosa que cae ruidosa del cielo y amenaza con sepultarnos. Llevada por la generosidad les invito a salir con sus delantales sucios, agotados después de horas frente al fuego y con Tomás sobre sus cogotes exigiéndoles la perfección en cada ración con la velocidad y el estrés que supone esta profesión dura y adictiva. Aceptan mi ofrecimiento excitados como escolares a los que un profesor concede un recreo extra y en apenas unos segundos se acercan al ventanal parpadeando como topos ante la luz grisácea que llena la estancia, deslumbrados por la tromba de hielo que, como una cortina que fluye sin cesar, golpea incesante los cristales, colma los alcorques y quiebra no pocas ramas de los árboles.
Tomás y yo también salimos al comedor para no perdernos la función, para mediar, si hace falta, entre los clientes de postín y nuestros humildes empleados, para cantar o contar chistes si resultara necesario, para procurar, en definitiva, que todo progrese adecuadamente en este encierro forzoso e inesperado. Ante el ambiente de camaradería que se respira parecemos dos padres boquiabiertos que regresan a casa tras una cena y no pueden creerse que sus hijos adolescentes hayan sido capaces de valerse por sí solos. Todos departen amigables distribuidos por las mesas con mejores vistas y, resignados, hacen suya la recomendación de poner al mal tiempo buena cara y bromean sobre la situación, se reparten tarjetas y números de teléfono, se intercambian confidencias e incluso alguno se lanza a flirtear, como el financiero de impecable traje hecho a medida en la más selecta sastrería que pone ojitos a la joven encargada de picar las verduras o el encargado de la plancha, sudoroso y con la camisa remangada, que saca pecho ante la modelo más requerida del momento.
Sin embargo, no todos están relajados y entretenidos. El consejero delegado no aceptó mi oferta de descansar y olvidarse de sus deberes pendientes y, acompañado de su fiel secuaz, que por no dejarlo solo rumiando su irritación permanece a su lado de pie, continúa plantado en el hall, junto al paragüero, al margen del ambiente de familiaridad que reina en la sala, como si se creyese superior por no dejarse llevar por el común solaz, sin cruzar una sola palabra con los demás, sin fumarse un cigarrito o disfrutar de la repostería que estamos sirviendo para acompañar las bebidas. Vigilan con recelo el exterior, él empecinado y ella resignada, y como soy algo sádica me acerco haciendo ver que estoy un tanto preocupada pero curiosa en realidad por descubrir los motivos que les impiden participar de este insólito momento de confraternización.
—¿Ocurre algo? —me intereso.
—Como verás, no deja de granizar —constata ostensiblemente amargado.
—Sería mejor que esperarais en el comedor —reitero—, la gente se está divirtiendo y donde estáis no se puede hacer nada de provecho…
—Preferimos esperar aquí —me corta nuevamente sin volverse hacia mí, con la mirada fija en el exterior, en las bolas de hielo enormes, amenazantes, suicidas, que acribillan los capós de los coches.
Se me pasa por la cabeza revelarle que, por mucho que se concentre, la sola influencia de su mente no va a lograr que cese este desastre. Las cosas no funcionan así, o no al menos en el mundo real. No estamos en su oficina —a Dios gracias— y sus deseos no son órdenes para nadie excepto para su adoratriz. El viento no va a obedecerle, la lluvia no le oye, enardecida en el vuelo de su propio ruido, y los truenos no albergan intención de parar. Es su acompañante la que me informa de la causa del mal humor de su superior:
—Su coche nuevo está afuera —susurra.
De golpe lo entiendo todo. Me coloco a su lado y busco interesada el lugar en el que se posan sus ojos. Ahí está, un vehículo alemán de la gama más alta, una joya cuya carrocería parece un campo de batalla minado sobre el que el pedrisco, congelado, preciso, sigue restallando y en el que puedo distinguir los chichones que se cobran su victoria sobre la chapa indefensa.
No sé qué decir y, en vez de refugiarme en la prudencia, largo la primera estupidez que me viene a la mente:
—No te preocupes, supongo que lo tienes bien asegurado.
Por toda respuesta sus pupilas negras, densas como pozos sin fondo, duras como el pedernal, vacías de emoción como las de un tiburón, se clavan en mí ahora sensibles, asustadas, empequeñecidas. Nunca comprenderé qué extraña mutación del afecto une a un hombre con su coche. Pareciera que cada proyectil caído del cielo se clavara en su propia carne. Lo veo estremecerse y me obligo a girarme para disimular las ganas de burlarme de sus temores con toda la crueldad de que soy capaz.
La situación se torna casi violenta mientras permanezco a su lado, dándole apoyo tan seria como si estuviéramos en la sala de espera de urgencias y operaran a vida o muerte a su hermano. Soy consciente de sus vanos intentos por no mostrarse maleducado, sé que querría parecer elegante y refinado, tal vez indiferente, pero se pone más nervioso a medida que se intensifica la tormenta y se mortifica hundido en un silencio sepulcral que su asistente-plañidera y yo, desalentadas, no nos molestamos en profanar.
Cobarde y egoísta, decido regresar a mis responsabilidades para pedir a los camareros que no enciendan las lámparas a pesar de la semioscuridad, no quiero que la luz se refleje en los cristales y nos impida contemplar lo que sucede en el exterior, la arrolladora potencia de esta borrasca de otoño tan iracunda, tan enojada como yo, harta de la actitud de ese estúpido que me lleva al borde de la exasperación. Me doy cuenta de que, como en aquella terrible escena de la película Los pájaros, estamos atrapados sin poder salir por miedo a perecer, a merced de la inclemencia de los elementos desatados, e insensatos nos reímos y disfrutamos admirando el poder de unos guijarros helados cuya magnitud realmente no hemos calibrado, pues no sólo son capaces de abollar la berlina de todo un consejero delegado sino que tienen la convicción suficiente para amedrentarnos.
A la luz de esta nueva reflexión ya no me parece tan desternillante esta situación. De pronto comienzan a preocuparme el resto de empleados del turno de noche que ya deberían haber llegado para organizar el menú que se servirá durante la cena y que se retrasarán detenidos bajo las marquesinas o en interminables atascos. Esta es una tarde para quedarse en casa viendo la lluvia caer, dejando transitar la rutina en el sillón y no aquí, atrapados en un invernadero con paredes y techo de cristal que, como esto continúe y el granizo termine por acumularse, no tardará en desplomarse arruinando mi negocio, mi futuro, mi cuerpo y todo lo que he alcanzado con tanto esfuerzo.
Me doy media vuelta compadeciéndome y sin ganas de entablar conversación con nadie más, vencida por el desasosiego. Esto no es nuevo, conozco esta sensación y sé cómo ponerle remedio, sólo que ahora no dispongo de un hombre que me aprisione entre sus brazos con tanta fuerza como para obligarme a olvidar mi nombre y mis problemas, mis anhelos y los plazos que marqué para su cumplimiento que ya caducan anegándome en el fracaso, en el abatimiento.
Al menos puedo tomarme un respiro, dejar reposar mi cabeza que no para de bullir desde hace un buen rato. No sé si pedir una tila o, contra mi costumbre, un copazo bien cargado, cuando distingo al fondo del local al tipo de la cazadora de cuero con el que me topé esta mañana y su inconfundible aspecto descuidado. Es el héroe que impidió que decorara el suelo con mi pintura de labios y mis dientes desparramados. Está solo, acodado en la barra con una pequeña bolsa negra a su lado, y de tanto en tanto se gira hacia la cristalera para comprobar si el furor de la precipitación ha amainado.
Sin poder evitarlo me paro prevenida, algo distanciada, y procedo a estudiarlo. A veces me saltan las alarmas y si esto ocurre siempre me detengo a escucharlas, de modo que me sitúo a poca distancia y contemplo su espalda, el pelo castaño claro demasiado crecido, rebasado el corte, alborotado sobre la nuca por culpa del cuello de la cazadora; las botas sucias en el estribo del taburete; la mano grande, recia, como de hombre de campo, que tamborilea impaciente o aburrida sobre la madera pulida de la barra; los pantalones vaqueros desgastados, tan suaves como una segunda piel, de un azul desvaído que deriva en gris, tan ajados como el recuerdo de sus ojos, tan inapropiados en un lugar como éste, donde todo es diseño, donde el mínimo detalle está estudiado y planeado, donde queda tan poco espacio a la improvisación, al riesgo y al desgarro.
Sin reparar en lo que hago me apoyo abstraída en una pared y elucubro sobre quién podrá ser y me acuerdo de cuando no tenía más que unos pocos años, sentada en el asiento del copiloto, al lado de papá, a quien tanto le gustaba conducir sin rumbo definido, en una de aquellas tardes de eterno vagar. Circulábamos por carreteras del extrarradio en busca de la carpa de un circo y nos divertíamos con el juego de los acertijos que reservábamos para los semáforos. Juntos habíamos ingeniado mil entretenimientos distintos llevados por la imaginación desbordante de una niña solitaria que leía demasiado, incluso a escondidas, y de un adulto que quizás estuviera un poco chiflado. Éste era uno de mis preferidos, consistía en inventar historias absurdas para las personas con las que nos cruzábamos en las paradas y los atascos regalándoles, sin que llegaran a darse cuenta, mucho menos a intuirlo, una existencia inventada probablemente más atractiva e interesante de la que jamás tuvieron, más extravagante de la que nunca alcanzarían, en todo caso más real. Porque lo que ellos viven ahora, en esta pausa absurda en la que estamos retenidos, me decía papá con su sonrisa bribona, es una farsa embaucadora. ¿No te das cuenta, Teté? Ahí es donde vivimos todos, instalados en la mentira.
«¿Qué ves?», me interroga papá con sus dedos sobre el volante. Me esforzaba por estirar el cuello para seguir la dirección que fijaba su índice y divisar por el retrovisor la cara de fastidio, la expresión ausente de aquel a quien señalaba.
«A un hombre con bigote».
«Cierto, pero espera un instante…».
Yo contenía la respiración y aguardaba expectante porque sabía que ahora venía lo divertido, la batería de preguntas rápidas como balas que disparaba sin cesar y que debía responder sin tiempo a pensar, antes de que formulara la siguiente, y es que ese señor tiene bigote, papá, porque de pequeño se rompió los dientes delanteros y de ahí que ahora se los tape con el mostacho, que le queda muy bien y le ayuda en su trabajo porque es un mago de los de chistera y conejo en su interior; ahora regresa de una representación y está serio porque pidió que saliera un voluntario y de entre el público surgió una joven muy bella y se enamoró perdidamente de su sonrisa nada más verla, y como no quería separarse de ella le rogó tras el espectáculo que se metiera en su baúl mágico y la encerró para hacerla desaparecer pensando que cuando estuviera en su casa, con sólo golpear la caja con su varita, su amada se presentaría de la nada para estar siempre a su lado, pero ahora le da vueltas a la cabeza con miedo de hacerlo, porque en las dos últimas veces que usó ese truco con muchachas tan sonrientes como la que ahora aguarda dentro de su caja trucada, al hallarlas de nuevo sin público, en el centro de su salón, aparecieron rebanadas a sablazos, con los cortes que simulaba hacer ante los espectadores boquiabiertos que lo colmaban de aplausos.
«¿Y aquella mujer, la del coche amarillo que mueve los labios sin hablar…?».
Es enfermera y se peina con esa coleta que recoge su larga melena para que no se le enrede entre las vendas de los enfermos o se caigan pelos dentro de una herida abierta. Le gusta su trabajo, pero desde hace unos días se ha fijado en que sus manos han empezado a perder su color, desde la punta de las uñas a las muñecas ahora su piel es translúcida, palidísima, y no sabe qué hacer. Aunque por un momento temió que tal vez los cirujanos, al fijarse en sus dedos desteñidos, ya casi transparentes, fueran a desconcentrarse durante las operaciones y causar algún mal irreparable al paciente, pronto comprobó con alivio que los guantes blancos de hospital disimulaban el problema y le ahorraban complicaciones. Lo que le acongoja, lo que le asusta sobremanera, es no saber si podrá seguir arrullando a los niños. Es la más bonita de sus obligaciones, cuando durante el tumo de noche en la planta infantil de repente un crío asustado llora reclamando a su mamá, o se siente asfixiado por un ataque de tos, o se deja vencer por el temor en un lugar inhóspito y tan poco acogedor, entonces aparece y susurra en sus pequeños oídos palabras de aliento y les acaricia las frentes febriles apartando con delicadeza, con esmero, su cabello sudado pegado a sus caritas bañadas por el llanto. Le gusta tanto consolarlos, contarles cuentos y hacerles reír aunque sepa que a lo mejor no volverá a verlos porque muchos conseguirán salir sanos de allí, otros no, que se enferma sólo con pensar que ahora sus manos pudieran darles asco, que le vayan a coger miedo y nunca más le dejen aproximarse a ellos. Porque la enfermera no puede tener bebés, y lo más cerca que está de abrazarlos y recibir sus besos es en el hospital, cuando los arropa procurando que no haya ninguna arruga en sus sábanas, y suena sus mocos y limpia sus babas y les promete que pronto dejarán de sufrir, que saldrán de esa habitación blanca aséptica algún día, al fin.
A veces, cuando acababa de inventar una de mis historias a partir de sus preguntas, papá me daba un beso o un achuchón. Entonces volvía a casa contenta, feliz, y sentía que mi imaginación, esa capacidad para concebir una vida alternativa, diferentes biografías para una sola persona, era un don que sólo él sabía apreciar, un regalo fabuloso que nadie más entendería.
Después, durante alguna tarde encapotada encerrada en la cocina con las criadas, me daba por relatarles la triste leyenda de una sirena alérgica al agua, o aquella de un hombre de hielo enamorado de una mujer de fuego, o la del conductor de autobús que se quedó mudo porque en una ocasión, mientras escuchaba en la radio a un locutor que se había quedado afónico, éste le robó a través de las ondas su voz. Las doncellas quedaban embelesadas oyéndome hablar y dejaban de planchar, de amasar o de fregar con la mirada puesta en un punto indefinido de la habitación. Entonces aparecía mi madre, hecha una fiera, y subía corriendo al despacho de papá para recriminarle que viviera encerrado entre sus libros y me metiera esas ideas absurdas y sin sentido en la cabeza, cómo podía hacer de mí una persona tan poco práctica, tan irracional, tan ingenua.
Yo me sentía culpable y me proponía seriamente callarme, no descubrir a nadie ninguno de nuestros juegos, pero la llegada de un día lluvioso me volvía melancólica y, sin acordarme de mis propósitos, me lanzaba a relatar las otras existencias de quienes nos habíamos topado papá y yo en nuestros paseos.
Cierro los ojos y recuerdo su sonrisa triste, tímida, y me muerdo la lengua evocando aquella vez en que, tras aparcar el coche y entrar en casa como un torbellino, no pude resistirme a anunciar que había sido una tarde muy divertida porque habíamos caminado por una calle llena de señoras con muy poca ropa pero con pelucas y largos collares y pequeños bolsos colgados de sus manos de uñas afiladas y rojas, que nos guiñaban sus párpados pintados de sombras brillantes, que nos sonreían alegres con sus labios carnosos, rebosantes de besos, y nos dedicaban frases tan cariñosas.
—Pero ¿qué le has enseñado a tu hija? —se escandalizaba a gritos mamá.
—La vida.
—¡Cómo se te ocurre, insensato! ¿Es que te has vuelto loco?
—Siempre dices que es demasiado ingenua, que tiene que entender que no todo son cuentos, que existen diferencias, el bien y el mal, arriba y abajo.
A veces todavía se repiten en mi memoria los chillidos que invadieron la hora de la cena mientras ella acusaba y él callaba, sonreía de lado y me hacía un guiño divertido sin que le vieran. Nunca me decía qué debía hacer, qué podía o no contar, pero ahora creo que en aquella ocasión hubiera sido mejor mantener la boca cerrada.
Como si mis párpados fueran un interruptor que me trasladase del lluvioso y presente gris a un desenfocado, a un mal iluminado pasado, vuelvo a cerrarlos y veo a papá haciéndome cucamonas al otro lado de la mesa ahora que mamá se ha levantado a por el salero y, por fin, ha dejado de vociferar. Tic.
Abro los ojos y ahí sigue el directivo editorial mientras el granizo maltrata la carrocería de su automóvil, con la plagiadora de tendencias a su lado que se retuerce nerviosa los dedos y desea salir de una vez de aquí, llegar a su casa, quitarse los zapatos, que este día eterno llegue a su fin. Tac.
Los cierro, y tras el abanico de mis pestañas observo los de papá y están tristes, cansados, algo velados pero siempre fijos en mí. Tic.
Los abro, y las manos del hombre misterioso, de mi salvador sin nombre, sacan un mechero de acero del bolsillo trasero de su pantalón con el que comienzan a juguetear sobre la barra, teñida de sombras debidas al manto oscuro del aguacero que todo lo nubla, que lo empequeñece un poco más. Tac.
Cierro los ojos. «¿Qué ves, Teté?».
Los abro.
Veo un asesino en serie.
Veo un guía de safaris en busca de tigres desahuciados.
Veo un domador a la caza de mujeres que le sepan atrapar.
Veo un piloto suicida en la Segunda Guerra Mundial. Veo al Llanero Solitario cansado de vagar.
Veo un policía corrupto harto de robar.
Veo un escritor que perdió la magia de las palabras. Veo un pirata al que no le gusta el mar.
Veo un tahúr hastiado de los juegos de cartas.
Veo un donante de semen.
Veo un flautista perseguido por las ratas.
Veo un traficante de drogas, o de diamantes, o tal vez de almas.
Veo un líder de la Revolución.
Veo un aventurero cansado de tener miedo.
Veo un triunfador arrepentido de serlo.
Veo un fracasado orgulloso con su destino.
Veo un prisionero con sentido del humor.
Veo un príncipe valiente que no se traga el cuento.
Veo un millonario que trabaja de repartidor.
Veo un héroe, un villano, un malvado, un buen tipo.
Veo un pecho tatuado con una rosa marchita.
Veo un huérfano de madre.
Veo una sonrisa perdida.
Veo una boca que escatima los halagos.
Veo un corazón comprometido en huir antes de ser acorralado.
Veo un hombre callado que no está dispuesto a ceder.
Veo un misterio sin resolver.
Veo un gran interrogante que en sus curvas me atrapa.
Veo, en definitiva, a un desconocido acodado en una barra que me da la espalda.
Y sin embargo, por más que me fije, no veo que su disfraz encaje entre nosotros, ni siquiera hoy, en medio de esta pintoresca fauna.
Su presencia es ilógica, poco natural, forzada.
No, categóricamente no lo veo. Para nada.
Como una investigadora de tres al cuarto, más que en él me fijo en los detalles de su ropa, de su postura y de sus zapatos y concluyo que aquí no ha almorzado, pues de ser así le habría percibido. Echo un rápido vistazo al reloj de pared y calculo que lleva cinco horas rondando por nuestras instalaciones, ya sea en el bar o en el comedor, en la calle o en los alrededores. Las arrugas de mi frente se agrandan: cinco horas son mucho tiempo. ¿Qué espera?, ¿a qué aguarda?
No es un amante desvalido al que hayan dejado tirado. Nadie aguantaría tanto tiempo esperando en la puerta de un restaurante por más que le mueva el amor. Por otra parte, ni su manera de comportarse ni su ropa encajan en el estilo desenfadado pero exclusivo de nuestros clientes. ¿Qué esconde entonces que tanto me altera? Pese a mis oscuras y privadas aficiones no albergo miedo, no me siento vigilada o perseguida y, sin embargo, me intranquiliza saberlo en mi territorio desconociendo quién es, qué busca. No, no voy a quedarme alterada con mi curiosidad y mi temor a punto de explotar, lo único que debo hacer es despegar mi trasero de esta pared y elegir un tema de conversación para abordarle de un modo que parezca natural.
Ignorante de mí, sigue abstraído, ajeno a todo mientras me aproximo y le veo contemplar los reflejos de la luz en la superficie de su mechero plateado. Estoy tan cerca que podría olerle y me seduce la idea de soplarle ligera, muy suavemente en la tibia pelusilla del cuello para ver cómo reacciona, si se asusta o se disgusta. De repente, sin que llegue a adivinar muy bien por qué, tal vez me ha leído el pensamiento, levanta inquieto la cabeza y se apresura a alzar la mano para indicarle al barman que el teléfono colgado a su espalda está sonando descontrolado. El camarero levanta el auricular y le mira como dudando. «Sí, creo que está aquí», afirma mientras se lo ofrece: «Si no me equivoco, usted es el único cliente de la barra con barba de tres días y cazadora de cuero». Anticipando sus movimientos me da tiempo a retroceder varios pasos para que, si le da por pedir que le desvíen la comunicación a uno de nuestros reservados, al levantarse no me encuentre justo detrás, como una loba al acecho dispuesta a saltar sobre sus hombros en cualquier momento.
El hombre misterioso comienza a hablar con voz segura y grave sin preocuparse por quién le reclama, como si hubiera estado esperando toda su vida esa llamada. Escucho frases sueltas escupidas entre dientes y monosílabos entrecortados y por segunda o tercera, tal vez por cuadragésima vez en este día, vuelvo a sentirme idiota, con esta expresión pintada de esperar no sé qué de alguien que no sé quién es y sin saber por qué tanto recelo, tanta sospecha, tanta aprensión. Soy una necia, me riño, y decido olvidarme para siempre del tema y pegarme unos buenos azotes con la vara de avellano que guardo en el armario para flagelarme, al menos mentalmente, cuando se me van la cabeza o el ansia o las manos. Giro en redondo sobre mis talones y ya estoy al límite de su campo magnético, de su zona de atracción, cuando le oigo decir en un tono más alto quizá debido a esa urgencia que se adivina en su voz: «En este lugar hay negocio, a ver si de una puñetera vez haces caso a mi olfato. Se piensan que en esta cajita de cristal están a salvo, pero va a resultar tan fácil… Será coser y cantar».
Me detengo casi sin respiración, se me va a salir el corazón por la boca pero lo freno a la altura del paladar, me lo trago otra vez, espero que regrese a su sitio y cuando noto que ha vuelto a instalarse de nuevo en mi pecho me decido a andar movida por un impulso irrefrenable, por la valentía más irresponsable o posiblemente por el puro miedo y me acerco para requerirle muy seria, hierática, haciendo gala una vez más de esa proverbial frialdad que todos conocen sin saber que fluye por dentro un río de desechos a punto de desbordarse, cómo se llama, a qué ha venido, a quién espera. Por algo soy la propietaria de este tinglado, la que decide quién entra o se queda fuera, la monarca de este reino de cristal levantado con mi sacrificio, alimentado con mis tripas que tanto, pero tanto me ha costado.
El tipo es listo, y rápido, y debe de tener un sexto, hasta un séptimo u octavo sentido, porque me huele, me siente venir. Es posible que perciba mi sombra oscura gracias a una tenue variación de la luz o a mi reflejo esquivo en el metal pulido de su mechero porque de golpe, abruptamente, se despide con un taxativo: «Tengo que dejarte, luego hablamos» y cuelga y se levanta raudo encaminándose hacia la puerta a pesar de la que está cayendo afuera, dispuesto a salir sin hacerse notar más de lo preciso, sin concederme ni una mísera respuesta.
En cuanto a mí, me quedo sin aliento, profundamente perturbada, plantada en medio de la sala. En una fracción de segundo barajo la opción de seguirle, de acortar la distancia que nos separa y salirle al paso para interrogarlo sola o con ayuda del personal del local, que para eso están haraganeando entre las mesas, pelando la pava, oyendo el pedrizo caer, dejándose hipnotizar por el sonido que produce su choque contra las ventanas. Y sin embargo, contra todo pronóstico, logro que mi cerebro funcione como si de veras fuera un animal racional y permanezco donde estoy. Está decidido, por hoy lo voy a dejar escapar.
Él busca huir y yo ahora no puedo darle alcance. Esta es una situación de riesgo, algo que en este instante viene grande a mis posibilidades. Sería un escándalo montar una escena precisamente aquí, veneno para el negocio, carnaza para la prensa hambrienta de banalidades. Está avisado de mi incapacidad, lo presiento, sabe que tengo las manos atadas, que debo guardar las formas y mostrar mi mejor cara. Pasa junto al consejero delegado al borde del llanto y por un momento mi hombre misterioso parece dudar sobre si exponerse a la furia de la meteorología o a la mía. Parece relajado, razonablemente satisfecho, pero yo tengo el convencimiento de que no es más que una pose, de que está a la espera con sus sentidos alerta. Conozco esa sensación, esa concentración necesaria para cazar sin ser cazado; le observo en la distancia y sé cuál será el próximo paso porque yo lo he practicado antes. Por eso aguarda, armado de valor y de paciencia, consciente de que llegará su oportunidad.
Entonces, como un rumor sordo que nace de mis entrañas, de las profundidades de mis órganos, de la raíz de mi cabello, comienza a bullirme dentro una oscura sensación que no sentía desde hacía tiempo. Ahí está mi viejo amigo: el miedo.
Los proyectiles caídos del cielo conceden una tregua en su descenso, los clientes se levantan de sus asientos y morosos comienzan a recoger sus pertenencias, a desperezarse, a estirar los músculos sin considerar a quienes a su alrededor les contemplan, como cuando se encienden las luces del cine al final de la proyección y el público se comporta como si estuviera en su propia casa y no en una sala con centenares de personas igual de sonadas, sumidas en la claridad recién adquirida, mecidas en una vigilia artificial tan difusa como esta tarde de encierro en un antiguo invernadero en la que departieron con desconocidos con los que probablemente nunca volverán a coincidir y se confesaron verdades y pecados que de otro modo, en otra situación, en un tiempo o lugar más habituales, jamás habrían revelado.
Entretanto, prudente como el ratón que no sale de su agujero porque sabe que afuera está el gato, permanezco en mi sitio sin atreverme a dar un paso, observando cómo mi hombre misterioso se confunde entre los clientes y sale junto a ellos perfectamente protegido, conscientemente camuflado. Ya no hay ningún gato y la pantera, que soy yo, comprende que en realidad no lo es, que únicamente lo creía pero dejó de serlo hace apenas un rato.
Llega Tomás y con delicadeza me pasa la mano por los hombros, me da leves palmadas de ánimo y, susurrando que ha sido una tarde muy larga, seguro que estarás agotada, me pone en marcha una vez más. Me conoce desde hace demasiado y asume que a veces se me funden los plomos o se me acaban las pilas o se me van las ganas de vivir, de seguir avanzando para alcanzar un día más.
—Aguanta un poco, Teresa. Ahora debes despedir a tus invitados.
Obedezco. Salgo a la calle como una autómata movida por un levísimo poso de electricidad todavía no consumido y, nada más pisar la acera, compruebo que llego tarde. Mis no futuros editores se han largado sin despedirse y su cochazo devenido en chatarra abollada ya se ha incorporado al tráfico que avanza a paso intermitente. Si quisiera, si me apeteciera, podría darles una voz y agitar un poco la mano para guardar las apariencias en este triste naufragio, pero el semáforo se pone en verde y arrancan de nuevo con un brusco acelerón mientras yo, parada e intentando no asfixiarme a causa de la nube gris que deja su estela, me quedo meditando en la suerte que no sabe que ha gozado el consejero delegado.
Se ha salvado porque es de día. Si en vez de un almuerzo regado con granizo esta cita hubiera sido nocturna y bañada por la luna nunca habría regresado a su oficina sano y salvo. No me hubiera resultado difícil librarme de su inseparable empleada y, a solas en mi casa y en mi jardín, darle un escarmiento inolvidable e irreversible. Me sabe mal dejar escapar con esta facilidad a un ejemplar tan singular como ése, tan incapaz de comprender lo cargante que resulta, tan ajeno al esfuerzo que he debido realizar para permitir que una jornada más continúe respirando. Sin embargo, y para ser sincera, aunque ahora mismo ocupa el primer puesto en el ranking de mis futuribles materias primas destinadas a engrosar las baldas de mi nevera, lo cierto es que ni siquiera yo, con mi estómago privilegiado, tengo paciencia para digerirlo. Sólo pensar en escuchar y soportar su carga de egocentrismo y su falta de humildad mientras en mi mente decido cómo lo voy a despedazar y guisar me hace decidir que puedo prescindir de él por el momento, ya habrá mejores especímenes que inmortalizar.
Envuelta en mis pensamientos, me solazo observando cómo nuestros clientes se despiden de mis empleados con un calor que va más allá de la simple cortesía, como si hubieran compartido juntos un viaje crucial, una de esas travesías que te cambian la vida. Estoy a punto de reñirme por esta amargura vital que con frecuencia me lastra y me aísla, por ser tan desconfiada y descreída, por haber afirmado durante años que el clasismo existe, cuando me alarma un grito sordo que resuena por encima de mi hombro y me veo de pronto rebasada por un individuo alto y fornido, tal vez excesivamente musculado, que parece furioso.
Giro apresurada sobre mis talones para ver adónde se dirige con la esperanza de que no se le ocurra entrar en mi restaurante, no quiero espectáculos en mi negocio que le den mal nombre, y me dispongo a contenerle, a interponerme en su camino si es preciso para que no alcance la puerta cuando compruebo que se detiene junto a la modelo más célebre del momento, esa que acaba de pisar la acera acompañada del encargado de la plancha con el que hace escasos minutos coqueteaba sin reparos, encandilado y a sus pies, sudoroso y desaliñado como la Bestia del cuento que adora a su Bella, esta al parecer sin alma ni escrúpulos pues, por lo que se ve, callaba que el cazador la esperaba afuera.
Acierto de pleno en mis suposiciones y en dos pasos me planto ante ellos a tiempo de presenciar en primera fila la escena de celos. La modelo se ve lívida y desencajada, el novio despechado, fornido y malhumorado, la agarra del brazo y la zarandea con fuerza, no con intención de hacerle daño pero sí como un padre que reprende a un vástago travieso del que ya está francamente harto y, en cuanto al nuevo pretendiente, después de su momento de gloria, de la conquista insospechada que le tenía embobado, despierta al fin a la realidad, a la dureza de la ley del corazón, y parece por un instante con el suyo roto y desgajado.
—¡Zorra! —exclama a su lado el cazador desengañado—. ¿Pero qué te creías, que no te vi a través del cristal tonteando con ese memo de cocinero, enseñándole las piernas y riéndote al ver cómo babeaba? ¡No sé ni para qué me preocupo por ti! —y su mano cargada de anillos de plata, remedo de un disfraz mal copiado de rockero rebelde, traza una parábola siniestra destinada a golpearle donde más duele, donde más puede hacerle daño debido a su trabajo, en la mismísima cara.
—¡Ni la toques! —se interpone el encargado de la plancha, que habrá perdido a la joven pero que no está dispuesto a que el otro siquiera la roce y que, tal vez por ese alelamiento del que todavía sigue preso, no consigue llegar a tiempo para frenar el tortazo, ese que al final recibiré yo, entrometida e intentando imprimir una autoridad que no poseo, como si mi cuerpo pequeño pudiera detener a estas dos moles, como si esta situación tuviera algún sentido.
Mala idea, muy mala, Teresa. Sin saber cómo me veo sacudida por un estrépito que no sé si viene del cielo o del suelo pero que me deja aturdida y confusa sin entender qué está sucediendo. Una ráfaga de aire silba a través de mi mejilla y noto un fuerte golpe en la mandíbula mientras la trayectoria de la palma impacta de lleno en mis labios.
Me siento mareada y sonada, me tambaleo levemente y a punto estoy de caerme cuando para colmo parece romperme el tímpano un bramido desaforado:
—¡Salvaje! ¡Lárgate de aquí y no vuelvas más! —grita una voz por encima de mi cabeza. Supongo que es la del dueño del brazo que, cruzado sobre mis hombros, me rodea obligándome a apoyar la espalda contra su esternón. Con todo, si pudiera hablar me encantaría hacerle notar que, llevado por las mejores intenciones, creyendo que me brinda apoyo tras el trompazo, me aprisiona y me impide volverme para reconocer su rostro.
La modelo y su novio, confusos y avergonzados por el arrebato, me piden perdón y se temen lo peor: una condena al ostracismo, el alejamiento de toda vida social, el destierro de las pasarelas y las fiestas por un detalle tan tonto como haberme partido la jeta aunque fuera sin querer, sólo porque me entrometí para defender no sé si mi restaurante o mi paz o a una estúpida mujer.
—Lo siento —repite el agresor abochornado en tanto yo, enterrada en mi dulce refugio, un poco mareada por el porrazo, me detengo a elucubrar sobre la identidad de mi protector.
¿Y si se tratara de mi salvador de esta mañana? No hace nada que le perdí de vista, justo cuando salió a la calle confundido entre mis clientes e invitados. Sería una curiosa casualidad que estos puños fuertes y este pecho amplio que me acoge le correspondieran. De ser así, me habría socorrido ya en dos ocasiones en el mismo día y no le quedaría más remedio que dejarme demostrarle mi agradecimiento, me digo azorada y fantasiosa. Suspiro y me dejo llevar por una laxitud suave y apacible hasta que de repente me siento transportada en volandas al resguardo de una pared cercana donde me apoya como una damisela mancillada a la que hay que proteger o, más bien, como un bulto tembloroso que no puede sostenerse solo. Sus manos me sacuden con algo de brusquedad la ropa y revolotean frente a mí hasta alzarme el mentón para examinarlo. Yo me fijo en su rostro y comprendo entonces, aún entre las brumas del susto, que siempre se trató de Tomás, a quien no reconocí, cuya voz no fui capaz de distinguir hasta ahora, sumida en la inconsciencia del mareo.
—Te sangra el labio —me hace notar preocupado, y pasa un dedo rugoso como la lengua de un gatito por la comisura de mi boca y me lo muestra rojo de mi propia sangre.
—Me mordería sin querer. Habrán sido mis colmillos… —ahora que lo dice me duele, siento la piel tirante, casi a punto de reventar, y noto la sangre que brota y se desahoga en un reguero en el que ni me había parado a pensar.
El altercado ha atraído la atención de mis empleados, que ayudan a Tomás. Entre todos me sujetan y pretenden conducirme al interior como a una inválida, pero yo me revuelvo y obcecada protesto:
—Dejadme un momento, tengo que buscarle.
—¿A quién, Teresa?
—Al hombre que antes estaba en la barra, me pareció verlo…
—No hay nadie más aquí: la modelo y su novio eran los últimos y acaban de marcharse —me contradice con dulzura Tomás.
—Pero he creído verlo por un momento. Sé que no puede andar lejos…
—Anda, vamos adentro, hay que ponerte hielo antes de que esto se hinche más.
Está claro que Tomás no cree ni por un instante que tal individuo exista más allá de mi cabeza, y por no discutir y parecerle más ida de lo que ya piensa que estoy me dejo conducir sin oponer resistencia al interior de mi restaurante, aferrada a su cintura mientras en algún rincón polvoriento encuentran el botiquín.
Por el camino abro levemente la boca y consiento que la punta de mi lengua busque la herida, que lama la sangre fresca de mi labio y se complazca en ella. Poco a poco me calmo y me sumo en una suave duermevela, acunada por el bombeo de mi propio corazón, embargada por ese sabor metálico tan conocido y anhelado que me relaja, me consuela y me llena.