6. Brotes de azul ultramar con labios de fresa confitados

Recuerdo de pronto con nitidez la primera vez que tuve hambre, ese tipo de hambre, y la sacié.

Todo obedeció a un impulso que escapó de mi control, que me dominó una noche, que me condujo hasta él. Qué otro motivo iba a tener, por qué iba a embarcarme si no en semejante aventura hasta el punto de exponerme y revelarme, de demostrarle al sujeto de mis desvelos mi interés, mi ambición.

No creo que pueda describir con claridad la extraña pulsión de ese deseo que me dominaba, me guiaba y me transformó para siempre. En ese momento no acerté a identificar el motor de aquella fuerza para mí desconocida, sólo sé que me despertó, que gracias a ella me desperecé y logré vestirme, salir de mi cuarto oscuro y llegar allí transformada en una mujer diferente, reverdecida, alguien que sabía lo que quería, que estaba dispuesta a tomar la iniciativa, a luchar si era necesario para colmarse y calmarse, para obtener mi placer.

Pero no fue tan sencillo. Nada más dejar atrás la boca de metro que escupía los últimos viajeros de la noche comprendí que no le encontraría, ni siquiera a esas horas, no todavía. Sólo necesité echar un vistazo al edificio donde ahora vivía, no tuve ni que llamar a su puerta para constatarlo: sabía que no estaba. Lo presentía.

En otros tiempos encontrarlo hubiera sido tan natural como sacar la llave de mi bolsillo, insertarla en su cerradura, abrirla y limitarme a esperar. Ahora, sin embargo, ninguno de esos actos resultaba sencillo. En primer lugar ya no formaba parte de su vida, no tenía acceso a sus claves, ni a su intimidad, ni a su arrebatadora sonrisa. Y, además, estaban mis propios reparos: nunca me gustó entrar en lugares a los que no he sido invitada por más que me apeteciera con aquella urgencia desinhibida saborearlo, degustar el fresco bocado de su piel palpitante entre mis labios.

Así pues, tras tanto tiempo, de nuevo tuve que aguardar. No me importó hacerlo y tampoco podría concretar cuántas horas estuve allí, no llegué a contarlas, no me importaba esperar. Ahora que sabía lo que buscaba, el cuerpo que exigía mi cuerpo, se quedaban aquietadas las agujas de los relojes, colgadas de las esferas, muertas e inanimadas como lápidas de cementerio, como fantasmas de aliento gélido sin esperanzas ni remedio.

Cuando enumeraba por enésima vez el rosario más que sobado de los agravios recibidos percibí sus pasos en el descansillo agazapada en la oscuridad, expectante pero tranquila, disfrutando al anticipar el reencuentro sin duda inesperado para él.

—Hola —declaré amparada en las sombras y, como siempre tuve debilidad por lo melodramático, procurando que mi voz resultase más cavernosa de lo habitual.

Me gustó ver cómo se sobresaltaba. Ahogué una risa producto de la tibia complacencia que me invadió al comprobar que después de todo mi presencia le intimidaba y, por fin, emergí de mi escondite para situarme ante el débil resplandor que surgía del ascensor.

—Hola —fue lo único que acertó a responder, aunque al menos recobró su compostura. Siempre admiré su capacidad para reaccionar ante los imprevistos, para domar la adversidad o el sobresalto con la más poderosa de las armas, ese saber estar, esas maneras suyas educadas y caballerosas a las que conseguía recurrir incluso en los trances más comprometidos—. ¿Llevas mucho esperando?

—Creo que sí.

—Qué lástima, lo siento —se excusó, supongo que para ganar unos segundos, para poder pensar mejor mientras nos perdíamos en frases banales que guardaban las apariencias.

—Desde nuestra separación he aprendido a ser más paciente —si mi golpe le dobló en dos o revolvió algo en su interior se cuidó mucho de manifestarlo.

Me acerqué más a él, deseaba que me contemplara a la luz, quería que supiera cómo era ahora, que la tenue claridad del descansillo le mostrara mis ojos, mis manos blancas y frías que por fin no temblaban ni se estremecían a su contacto, la nueva prestancia de mi físico dispuesto al fin a asumirse, a no esconder sus encantos ni privarse de los placeres que antes tenía vedados.

—No pareces la misma, Teté —advirtió precavido mientras retrocedía unos pasos y sus palabras adquirían sentido porque en verdad me había convertido en otra después de los golpes recibidos, de la ausencia obligada, de la pausa imprescindible antes de volver a aparecer bajo los focos del escenario. Aunque no se lo indiqué, asumí por primera vez ser consciente sin escondites ni mentiras de mí misma, de mi recién estrenada realidad, y me sentí liberada, más fuerte, todavía doliente pero recompuesta, sin atisbos de cicatrices ni nada roto por arreglar.

Fue entonces cuando supe también para qué estaba allí. Resolví que le necesitaba para volver a ser yo al completo, me faltaba ese trocito que él tenía y que nunca dejó de ser mío por más que se lo prestara un día, entendí que debía recuperarlo para que mi interior volviera a encontrarse entero.

—Ha pasado mucho desde que no nos vemos —reconocí—, por eso quizá no sepas que ya no permito que me llamen así.

—Para mí siempre serás Teté —resolvió, con esa seguridad que no admitía objeciones, esa superioridad de la que podía hacer gala en una situación tan insospechada como esta después de lo ocurrido entre nosotros y de que nuestras vidas hubieran dado tantas vueltas—. ¿Cómo te encuentras?

—¿Tú cómo me ves? —y desabroché mi abrigo para que reparara en los contornos de mi figura, dando un par de giros bajo la luz, rotando como una peonza loca, como una muñeca vestida de fiesta o una bailarina sola en escena.

—Estás más delgada. Te sienta bien —sus palabras hicieron que me detuviera intrigada, dispuesta a paladear la expresión de su cara. Debía estudiarla, tenía que hacerlo para decidir mi siguiente paso, mi próxima estocada.

Y en ese momento lo descubrí, vi los dedos crispados sobre las llaves que aún aferraba, su respiración contenida, la nuez que subía y bajaba en su garganta a velocidad vertiginosa y el ardor de sus pupilas, tan egoístas como siempre, tan afiladas y tenaces, tan revoltosas. Eran señales inequívocas y las conocía de sobra. Me deseaba, aunque pretendiera ocultarlo a toda costa.

¿Por qué quieren de pronto algunos hombres poseer aquello que en el pasado repudiaron, volver a retozar con un juguete que ya rompieron seguros de que esta vez la sufrida marioneta soportará sus nuevos embates y les aceptará sin rechistar, sin recordar el dolor de sus engranajes recién arreglados que antaño sucumbieron a sus travesuras y a sus manos?

Supongo que si le hubiera permitido abrir la boca se habría explayado sobre el último adiós, la añoranza del ser amado o lo mucho que pensó en mí. Puede que, de insistir en el tema, me ilustrara también sobre los beneficios del sexo porque sí, como un ejercicio liberador, como un modo de perdonarnos o al menos desahogarnos, como un daño colateral del odio que nos juramos.

Sólo que no quería oír más necedades. No había ido allí en busca de discursos vanos ni forzadas explicaciones. Sabía lo que quería y, ahora que me lo ponía en bandeja, que se mostraba receptivo y oferente, con la guardia baja y la bragueta dispuesta, no iba a desaprovechar la ocasión.

Dudé un segundo nada más, indecisa sobre si abalanzarme sobre él o esperar, si acorralarle en ese mismo instante o ser tan falsa, tan sumamente malvada como para fingir y permitir que recorriera la distancia que nos separaba creyendo que era suya la iniciativa.

Me acerqué despacio, abriendo mis brazos y desplegando con las manos el vuelo de mi abrigo negro como las alas de un murciélago, y dejé que se acurrucara en mi pecho. Poco a poco, mientras le oía balbucear cuánto me había echado de menos, lo desconocida que estaba, fui cerrando mi abrazo en torno a su espalda, con mis uñas clavadas en su chaqueta igual que garras hambrientas, sabedora de que pronto le asfixiaría el calor de nuestros cuerpos unidos por los besos.

—Vamos adentro —sugirió en cuanto recuperó el aliento—. Debemos quitarnos esta ropa y hacerlo juntos.

Era lo que quería escuchar, y accedí ocultando cuánto me agradaba el dulzor de este triunfo. Luego todo fue más fácil, más atolondrado y mecánico, menos premeditado de como lo había planeado. A fin de cuentas nuestros dedos conocían de memoria el sinuoso camino a trazar sobre cada anatomía, sus recovecos y resortes secretos. Y, sin embargo, hubo detalles inesperados, sensaciones que me maravillaron debidas, sin duda, a mi renacido estado: el crujido de sus huesos tras entrechocar nuestros torsos en el combate encarnizado de caricias y arañazos; ese deje salado que degustó mi lengua al recorrer con pericia y calma la línea que desde su espalda me llevaba a su nuca; el estremecimiento de su piel en contacto con mi tacto frío; un sobresalto indefenso al notar el primer mordisco y el dejarse ir, pleno de abandono, para permitirme disponer de él a mi antojo, al borde del deseo o el llanto, antes de que mi pasión desbocada, fuera de control, desatada e impune, me llevara a chupar, sorber, disfrutar hasta la extenuación su carne, hasta el último estertor de vida, mientras mis labios helados, golosos, apreciaban excitados cómo su sangre palpitaba atolondrada.

También, por supuesto, ese sabor indeterminado, intenso e inolvidable, denso y penetrante, indescriptible e imborrable, de un rojo violento, que me llenó la boca por primera vez y definitivamente me perdió con una violencia tal que, más allá de la fascinación, el amor o el dolor, desde entonces y para siempre me atrapó.

* * *

—¿Entonces os gusta mi primer Plato Efímero? Sé que su sabor es inusual… —sugiero mientras aguardo una respuesta de mi agrado que preveo no llegará. Quisiera que me dijeran que es intenso e inolvidable, denso y penetrante, indescriptible e imborrable, de un rojo violento, pero a quién quiero engañar, nadie más que yo reconocería esas notas únicas e impensables, no pueden asociarlas a lo que conllevan, no tienen ni idea de qué se siente al cazar.

—Riquísimo —contesta ella con inusual entusiasmo.

—Exótico —responde tajante mi otro invitado—. Es dulce y salado a la vez, crujiente y blando pero con un fondo picante… ¿Lleva ajo?

—No, lo aborrezco. Nunca lo uso cuando cocino.

—Es una ensalada rara con un nombre raro y con intenciones raras —su crítica continúa—, como el tipo de carne utilizada, cuya procedencia desconozco, o su corte. Imagino que es intencionado que los pedazos tengan forma de labios y que la lechuga muestre estos tonos azulados. Sospecho que, más que cocinar, lo que te gusta es jugar con la textura de los alimentos —elucubra con un marcado tono de reproche que, contra su finalidad, más que ofender me adula.

—Gracias, supongo —respondo con modestia fingida.

—El nombre de tu restaurante también es peculiar —él continúa estudiándome con mal disimulada curiosidad—. ¿De dónde sale eso de «Barbantesa»?

—Es el nombre de un insecto. Y rima con el mío: Teresa.

—Pero tengo entendido que todos te llaman Teté.

—Eso era antes —zanjo pertinentemente seca.

—¡Ya lo entiendo! —exclama alborozada su compañera, la ideadora de libros y argumentos—: Como estamos en un invernadero y hay tantas plantas, de ahí que sea el nombre de un bichito. ¡Es genial!

—Has dado en el clavo —miento con falso entusiasmo.

—La verdad es que te ha quedado todo precioso —añade embaucadora—. Ahora comprendo por qué la gente no para de hablar de este lugar. Créeme, me gano las lentejas recogiendo información sobre las tendencias de moda, y lo mejor… —hace una pausa retórica para dar emoción a su discurso zalamero— es que has levantado este negocio de la nada.

—Quién te iba a decir las vueltas que da el destino, Teresa —interviene sibilino el consejero—, tantos años trabajando como periodista cultural y mírate ahora, convertida en una de las restauradoras más famosas de la ciudad.

—Tengo una suerte increíble por haber cumplido este sueño —acepto hablándoles en su mismo lenguaje pueril, dándoles la razón con palabras vacuas sólo para regalar sus oídos mientras decido si vale la pena continuar soltando banalidades o debo entrar a trapo sobre quién soy y cuál es mi objetivo. Pero qué digo, cómo puedo plantearme tal atrocidad, esta gente no merece ni el aire que respira, por qué he de revelarles ni tan sólo media verdad.

—¿Es que tu anterior trabajo no te satisfacía? —sugiere ella indiscreta.

—Era una enchufada. Trabajaba en esa revista gracias a que mi madre publicaba en ella sus recetas —añado a la defensiva—. Y ya que tocáis el tema, me gustaría proponeros el relanzamiento de sus libros de cocina. Los plazos establecidos en los contratos con su editorial aún tardarán en vencer, pero actualmente quedan tantas obras sin reeditar que podríais conseguirlos.

—Te voy a ser sincero —corta en seco su superior—, podría ser una operación interesante y coincido en que la explotación de los recetarios de tu madre está desaprovechada, pero no es nuestra prioridad enfrentarnos a la competencia robándole a una de sus autoras estrella. ¿Por qué cambiar si te siguen reportando beneficios independientemente de quién los publique?

—Porque a mí no me da igual quién los publique.

Sé que no lo entenderá, su lógica no concibe más argumentos que el interés. Ha explicado con tanta precisión, con tal crudeza las ataduras que imponen los pactos empresariales de no agresión, que no puedo dejar de recordar esas películas de gángsteres en las que el toma y daca de muertos se podía obviar siempre y cuando los tanteos entre bandas rivales fueran igualados. Me asquea estar sentada frente a alguien como él, no creo que pueda aguantar mucho más.

Pero sé que no me dejarán marchar. Ahora que ya he expuesto mis pretensiones me toca escuchar las suyas, así funciona esto y, por otra parte, me pierde la curiosidad de averiguar por qué están tan convencidos de que me dejaré tentar.

Acabados los brotes azules de ultramar y las tiernas tiras de carne con forma de labios —Benjamín, qué poco nos queda ya de tu recuerdo—, limpios los platos e incluso rebañados, se acercan los camareros para sustituirlos por los segundos y no se me escapa que mis contertulios suspiran aliviados por este intermedio providencial. Tras unos instantes de proporción variable —demasiado largos para ellos, demasiado cortos para mí—, el consejero comienza su tan anhelado ataque.

—Teresa, entiendo el valor sentimental que poseen las obras de tu madre para ti —y la frase le queda sentida, pero no tiene ni la más mínima idea, ni la tendrá jamás, de cuál es para mí su valor real—; y como es un tema que te preocupa solicitaré a nuestro gabinete jurídico que eche un vistazo a esos viejos contratos para ver si existe la posibilidad de derogarlos. Lo único que te pediré a cambio —ahora es cuando pretenden que les venda mi alma por toda la eternidad— es que escuches la propuesta que vamos a hacerte.

Él y su asesora-cazadora de moderneces se cruzan una sonrisa satisfecha y asienten con la cabeza para sincronizarse. Respiran, cuentan mentalmente con la mirada del uno fija en la del otro y preparados, listos, dan inicio a la función que han ensayado en su despacho, ese baile de seducción que, aunque lo ignoren, será un rotundo fracaso.

—La nuestra es una editorial especializada en libros de divulgación con décadas de prestigio a sus espaldas —comienza con el tono monocorde de quien suelta a su accionariado un discurso aprendido de memoria—. Nos vanagloriamos de ofrecer a los lectores una imagen de seriedad después de haber publicado a las grandes eminencias de cada especialidad y, como habrás supuesto, ahora pretendemos introducirnos en el segmento de libros de gastronomía.

—Un acierto —y siento sobre mí sus ojos sin vida, o al menos sin sentimientos, que me taladran para comprobar si está causando efecto. Lo que no revelo es que causa el contrario al esperado, porque da la casualidad de que soy capaz de sacar mis conclusiones y conozco lo suficiente este mundillo de palabrería barata, egos y bajas pasiones como para ir traduciendo sobre la marcha su plática cuajada de eufemismos hasta elaborar en mi mente la versión veraz, crudamente real.

La suya es en realidad una editorial casposa que divulga obras de catedráticos trasnochados al borde de la jubilación, ha perdido el tren de la actualidad y no conecta con el público de hoy. Es más, los cambios que ha propiciado han resultado poco creíbles, de modo que ha perdido la identidad: ya no llega a sus lectores de siempre pero tampoco a los nuevos, y se hunde irremisiblemente como un trasatlántico en mitad del océano en manos de un capitán inepto. Aunque está visto que no lo entiende así, pues propone una vuelta de tuerca al desaguisado que él solito, con su nefasta gestión, ha ocasionado.

—… Y en nuestra apuesta por modernizarnos para llegar a un espectro de público más amplio decidí contactar con la más exitosa asesora de tendencias, aquí presente, alguien que no poseía experiencia alguna en el sector editorial pero que está al tanto de lo que se cuece en las revistas, en la televisión y entre la gente de la calle. Llevamos varias reuniones muy productivas y, en un hecho inusual en mí, he solicitado además la opinión de nuestras editoras y empleados para que pusieran su materia gris a funcionar, y tras mucho discurrir hemos ideado una oferta que te resultará muy apetitosa. Je, je, je.

No sólo tiene el mal gusto de hacer una broma sin gracia y demostrar su falta de ingenio sino que obliga a su colaboradora a reírse también con tal de cobrar a fin de mes, aunque disimule el espanto que le causa clavando la vista en el suelo, no vaya a ser que se le note que maldita la gracia que le hace la gracia.

—Verás, Teresa —interrumpe mi reflexión, enfatizando exageradamente sus palabras, la atrapadora de modas e ideóloga del proyecto—, consideramos que lo mejor para contactar con el gran público es acudir al medio masivo por excelencia: la televisión. Y ahí es donde entras en acción.

—Creí que os interesaba como experta en técnicas culinarias —replico.

—Eso también, pero lo verdaderamente novedoso será sacar partido a tus perfiles más populares y atractivos: ¡el de presentadora y amiga de los famosos! —me grita a la cara la asesora con una sonrisa tan exultante, tan forzada, que me resulta a partes iguales repugnante y aterradora.

Ya están las cartas boca arriba sobre el tapete. Ahora, apenas repuesta del susto, he de interpretar mi papel intentando ser convincente. Yo, a diferencia de ambos, no he podido ensayar nada con antelación.

—En mi programa, al margen de las entrevistas, no se habla más que de la pureza de alimentos, de tiempos de cocción, de…

—Nada de eso nos interesa —zanja el amo impaciente y hasta enojado. No pensaba que esta arpía iba a oponer tanta resistencia—. Queremos algo nuevo de ti, un concepto que te encumbraría y te situaría en lo más alto de las listas de ventas.

—Sigo sin entenderlo.

—Es muy sencillo, Teresa —ahora es ella quien continúa el guión con dulzura obligada, tratándome como a una niña no demasiado despierta—, lo que pretendemos es encargarte un libro de cocina en el que cuentes, además de tus mejores recetas, las anécdotas e intimidades de los invitados que han pasado por tu plató y por tu restaurante.

—¿Queréis un libro de cocina con chismorreos?

—En los países anglosajones muchos cocineros lo hacen y se forran —me confiesa con un guiño cómplice—. Se trata de que hables de los famosos que conoces, de los rumores que se oyen en sus fiestas, de sus romances… Vendría fenomenal para darle un toque de pasión a las recetas. No nos negarás que no escondes mil secretos que confesar —sugiere sin asomo de vergüenza.

—Si escribiera esa obra no volvería a entrar por esa puerta que ves ni un solo famoso, como tú los llamas —alego, como si en juicio por libelo me encontrara.

—No se trata tanto de lo que cuentas como de lo que insinúas —y al revelarlo sus ojos se muestran enigmáticos y chispeantes y su voz se transforma en un susurro envolvente, tentador. Como si pretendiera hipnotizarme o me fuera a descubrir el misterio de la piedra filosofal, como si desvelase la fórmula alquímica para convertir la mierda en oro a nadie más que a mí.

—Insisto: si revelase una sola intimidad de mis clientes mi negocio se iría al traste. Sería una inmolación, el fin de mi credibilidad como cocinera.

—Pues nuestros estudios de mercado han detectado lo contrario —objeta cargada de insensatez—. Cabe la posibilidad de que alguno dejase de acudir, pero a cambio recibirías innumerables peticiones de gente de la calle dispuesta a reservar una mesa en el restaurante de las estrellas. Y además, ¿qué te importará si a partir de ese momento tú también serás enormemente famosa y millonaria?

—Olvidas el hecho de que me encanta mi labor en los fogones, de que disfruto con las entrevistas en mi programa —y como no están dotados para comprender estos conceptos les ofrezco un argumento irrefutable, el único que entienden sus atrofiados cerebros— y de que gracias a mi herencia y a mi trabajo el dinero no me falta.

—Siempre se puede tener aún más —agrega el consejero delegado con un aspaviento que implica a la vez desdén y confusión ante mi estulticia.

—Y esta idea… —cambio de tercio para salir del atolladero en que me encuentro— ¿se la habéis ofrecido antes a otras personas?

—Por el momento a nadie más. Es una demostración del honor que conlleva que para un lanzamiento de tanta magnitud hayamos pensado en ti la primera —mis impresiones se acaban de confirmar: estoy en una película de la mafia y ahora es cuando me plantearán esa oferta que no voy a poder rechazar.

—No deberías tener tantos escrúpulos, Teresa, en los tiempos que corren lo hace todo el mundo —añade la cazadora de tendencias ante mis labios pasmados y mudos—. Escribir lo que el mercado demanda no es indigno, se trata de proporcionar al público obras amenas y fáciles de leer, sin pretensiones literarias en su prosa ni jeroglíficos complicados, que den poco trabajo a sus editores a la hora de corregirlas y un gran beneficio a la cuenta de resultados.

Qué decir. Tendría tanto que objetar que no sé ni por dónde empezar. Ahora lo que procede es pedirles amablemente un tiempo prudencial para sopesarlo, fingir que evaluaré con detenimiento su proyecto y me plantearé embarcarme en él cuando, para qué rehuir la verdad, no pienso perder ni un segundo en tamaña mamarrachez. Es un plan insensato, una falta de respeto a mi oficio, el intento de unos arribistas cegados por las cifras de ventas y, lo peor de todo, una vulgaridad.

Obviamente no se lo diré con estas frases lapidarias e incisivas cuando me decida a transmitirles mi negativa. Lo más adecuado será enviarles una breve pero taxativa carta cargada de falsas excusas, como la imposibilidad de cumplir los plazos marcados ante otros compromisos laborales ineludibles.

Me levanto de la mesa, por qué seguir aquí sentada esperando algo de cordura, una frase sincera, un argumento coherente cuando todo está dicho y el bacalao más que cortado. Con gentileza no exenta de firmeza, tras prometerles por enésima vez que meditaré su propuesta, que mantendré la boca cerrada y no negociaré su absurda idea con otros editores so pena de muerte, castigo divino y maldición eterna, doy paso a la despedida con un alivio que dudo que adviertan.

Les oigo farfullar halagos sin descanso por mi buena disposición, repetir hasta la saciedad que la reunión ha sido muy productiva y el almuerzo exquisito, especialmente esa ensalada tan extraña con hojas de lechuga de color azul y pedacitos de carne en forma de labios, es una lástima que afirmes que no volverás a prepararla jamás, demuestras muy poco sentido empresarial por tu parte. Ahora esperamos que nos perdones pero debemos regresar a la oficina, en breve se fallará nuestro premio de novela y puesto que están pasados de moda los presentadores de televisión estamos dudando entre otorgárselo a un personaje de la prensa rosa o a un famoso futbolista, y procurando que no se haga evidente la sonrisa que florece en las comisuras de mi boca ante esta desmesura les acompaño hasta la salida para despedirlos como merecen, no debo descuidar pese a las desavenencias personales y profesionales mi papel como anfitriona. Cuando nos tendemos la mano con fingida pero educada cortesía un estruendo repentino retumba a lo largo de la calle y dentro del invernadero y, de pronto, parece que el cielo se nos cayera encima como una plaga bíblica que, ciertamente, creo que merezco.