5. De la conversación en la mesa

Tras la inesperada muerte de mi padre, Ofelia resolvió abandonar Je Reste, el palacete de la familia donde siempre había vivido y que ahora yo, tras inesperados azares del destino, vuelvo a habitar. Según parece, aquel fallecimiento le hizo comprender de pronto que la mansión era un hogar no deseado por vetusto, demasiado oscuro y cargado de recuerdos, y optó por trasladarse al elegante piso de quinientos metros cuadrados situado en pleno barrio de los Jerónimos, con vistas al parque del Retiro y de espaldas al Museo del Prado que, en un arrebato de clarividencia, adquiriera en su día mi abuelo a modo de inversión sin llegar a ocuparlo jamás, y que abarcaba toda la planta, la primera, de un señorial edificio decimonónico erigido según las necesidades de su propietario primigenio, un rico empresario que amasó su fortuna en el sector farmacéutico y que instaló las oficinas de su negocio y un laboratorio en la planta baja para experimentar con fórmulas destinadas a lograr avances revolucionarios que, sin embargo, nunca le hicieron ganar más dinero del que obtenía fabricando crecepelos.

Sea como fuere, el caso es que la adquisición supuso una excelente inversión que tanto Ofelia como yo habríamos de amortizar en los años venideros, pues no sólo nos instalamos en aquel pisito acompañadas por una representación del servicio sino que, al poco tiempo, hábilmente mi madre consiguió ampliarlo haciéndose a buen precio con esa planta baja y, con ella, adquiriendo la propiedad del maravilloso invernadero que su excéntrico dueño ordenara construir en el patio interior del inmueble, una hermosa y grácil maravilla de hierro y cristal abarrotada de plantas exóticas con supuestas propiedades medicinales que cumplían más una función ornamental que otra cosa.

Con todo, no le resultó nada fácil abandonar Je Reste. En las semanas posteriores al entierro de mi padre, enclaustradas tras los altos muros que rodeaban el por entonces decadente palacete, aisladas del mundanal ruido por un jardín devenido en jungla y sin más familia que la que las dos componíamos, no tardó Ofelia en aborrecer la monótona rutina que suponía ser una mujer sola, joven y acaudalada sin más quehaceres que atender a su hija ni más trajín social que las meriendas de damas, el único ágape que podía ofrecer sin temor a resultar indecente o descarada en su recién estrenada viudedad. Por eso, quién sabe si asustada por tener que vivir sin la compañía de un varón que alumbrara su viudez y le calentara los colchones o la escoltara por los lóbregos pasillos repletos de cuadros que sólo retrataban a muertos, planeó su huida.

Aquella mudanza enmascaraba una ambición íntima y liberadora que mi madre llevó a cabo contra viento y marea, a pesar de que su círculo de amistades y el sector más conservador de su parentela insistieran en hacerla desistir de su alocada idea, que consideraban una rebeldía y, por supuesto, un flagrante acto de independencia. Tan anacrónicos y selectos, tan rígidos y anclados en el pasado, tan ridículos eran en sus particulares normas de conducta y en sus absurdos códigos de clases, que pretendieron convencerla de que trabajar no sólo le resultaría agotador sino poco acorde con su posición social. Y es que Ofelia, contra todo pronóstico y quizá movida por las ganas de llevar la contraria o de liberarse de una maldita vez de tanto pariente metomentodo y tanto lazo de sangre que terminaba por ahogar, había decidido no sólo mudarse al edificio de los Jerónimos sino acondicionar el antiguo laboratorio del bajo para reconvertirlo en escuela de cocina en la que pronto comenzó a impartir clases de técnicas culinarias y cursos de protocolo y hasta, de modo impensable en alguien que nunca supo lo que era verse sobrepasada por las facturas, de gestión del hogar dirigidos a mujeres de cualquier rango social que deseasen convertirse en las perfectas amas de casa, en reinas de sus labores, en cocineras y anfitrionas sin igual.

Como pese a todo le remordía la conciencia, le corroía la culpabilidad de trabajar siendo como era una digna y rica heredera, proclamaba a quien quisiera escucharla que el aburrimiento la asesinaba lentamente, que realizaba una labor benéfica enseñando a mujeres que poco o nada sabían de guisar o dirigir una familia a resultar mejores esposas, o al menos casi tanto como ella, bendecida con una privilegiada educación que había incluido clases particulares de piano, de bordado y de francés destinadas a convertirla en una señorita.

A mí desde luego nunca me engañó. Mi madre se forró, vaya si lo hizo, y tras la consolidación de la academia llegó la publicación de sus libros de cocina con la firma de un sustancioso contrato con una editorial, tan rancia como ella, que supo convertirla en la autora más vendedora de su campo y hacer de su imagen de dama noble dedicada por hobby a la gastronomía casera toda una máquina de amasar dinero. Lo único que de veras la movía.

Lo increíble es que a Ofelia no le gustaba cocinar. En absoluto. Todas esas creaciones culinarias supuestamente originales que llegó a publicar y que la crítica acogió con devoción porque suponían «una revisitación de las técnicas más clásicas pasadas por el tamiz del rejuvenecimiento y la imaginación» fueron fusiladas sin piedad de un antiguo recetario familiar que había ido pasando de mano en mano, de generación en generación, hasta llegar a ella. La más aguda, la más avispada, la más sagaz sin duda de nuestro clan. No sólo supo sacarle partido a los legajos pringosos y grasientos que, casi olvidados, dormitaban perezosos llenos de polvo y harina en un armario de la cocina, también fue lo suficientemente visionaria como para introducir en sus manuales las anotaciones realizadas en los márgenes por la anterior depositaria del volumen, mi abuela, un verdadero genio de los fogones con un instinto único para convertir en auténticos deleites los espartanos menús ideados por sus antepasadas. Ahí residía el toque maestro, el punto de singularidad que dotaba a sus recetas de originalidad y picardía. En cuanto a las aplicaciones prácticas, a las recomendaciones sobre cómo adquirir los mejores ingredientes, a los consejos de conservación actuales y todo lo relativo a los tiempos de cocción y medidas aplicables a los modernos utensilios de cocina, provenían de Malvina, la que fuera su niñera, que sin saber apenas leer ni escribir pero con una eficaz intuición y una enorme ansia por probar y sacar el máximo partido a cuanto cacharro depositado en sus manos pudiera ser puesto al fuego, tan confiada como abnegada, tan infeliz como leal, fue convenientemente saqueada de forma torticera por mi señora madre y exhaustivamente despojada de todos sus arcanos saberes.

Con el paso de los años, inútil ya Malvina para cocinar a causa de una ceguera provocada por la diabetes, fallecería en la soledad de un asilo para pobres de solemnidad sin la ayuda y el cariño de su patrona. Ofelita, como solía llamarla, estaba ahora tan ocupada, tan abstraída por su condición de mujer de negocios, tan embebida en sus actividades y en esa vorágine de actos sociales a los que nunca faltaba, que no quiso hacer nada por ella y, por supuesto, no le abonó ni una moneda como pago por sus derechos de propiedad intelectual, esos que generosa e inocente le regaló sin pararse a pensar que algún día podrían ayudar a iluminar su modesta vejez de sirvienta fiel, dócil y sufrida, contenta de ser exprimida porque nunca le enseñaron otra forma de vivir más que la de estar sometida.

Muchos años después, frente a un pelotón de cámaras de televisión y una entrevistadora plagiaria, Ofelia Valverde, a pesar de ser una aristócrata, habría de confesar con sencillez abrumadora que ese despliegue de cursos, conferencias y obras publicadas en torno a la comida que la hicieron aún más millonaria de lo que ya era obedeció a una única causa. «¿Por qué te dedicaste a la cocina, tú, que lo tenías todo, que no necesitabas sudar para salir adelante, que poseías los recursos asegurados para el resto de tus días?», indagó la presentadora con una sonrisa insolente que a su público de amas de casa le parecía, sin embargo, genuinamente encantadora. «Me aburría», reveló. Y todas estallaron en aplausos y risas.

Pero no consiguió embaucarme con esa pantomima.

No a mí, que durante años he intentado desentrañar la red de mentiras y falsas apariencias que con tanto celo tejió para edificar su leyenda. Nunca quiso luchar contra ese hastío sin remedio que vendió ante millones de espectadores. Disfrutaba de él, se dejaba mimar perezosa por su cortejo de sirvientas, adoratrices y esclavas, y si se levantaba de su colchón de plumas cada mañana no era por el ansia de trascender o mostrar su disconformidad con su monotonía sino sólo por ambición, pura codicia, ganas de poseer cada vez más. Amasó antes de los cincuenta más riquezas que el total de sus antecesores juntos por más nepotistas, explotadores y timadores que hubieran sido. Y ese dinero, las casas, las tierras, las joyas, las acciones, los favores debidos, las prebendas a nuestros apellidos, todo, es ahora sólo para mí. La que no lo merece. La oveja negra.

Estas últimas reflexiones no las incluyo en la perorata que les dedico a mis dos invitados, aunque por un momento acaricio el impulso de hacerlo. Me siguen dóciles y atentos por las instalaciones, escuchan con suma atención mis explicaciones sobre la última reforma del local y cómo decidí transformar la antigua escuela de cocina en moderno restaurante, y no puedo evitar imaginar su reacción si averiguaran qué pienso con sinceridad de este perturbador legado. Escruto sus rostros que reflejan atención desmedida y formal cortesía y decido reservarme para después las ganas de jugar sin dejar de explayarme acerca de la gran inversión que supuso el reacristalamiento del recinto que sirve como comedor y que no es otro que el antiguo invernadero de plantas exóticas tras una notable transformación.

—¿Y dónde está la cocina? —se interesa de manera brusca el ejecutivo.

—En lo que originalmente fue el laboratorio.

—Muy adecuado —añade.

—No sabéis cuánto —asiento con una sonrisa que no deja entrever lo que silencia.

Podría relatarles que no se trata de una elección casual, que elegí instalar la cocina allí más como un juego, como si se tratara de una sala de tortura o la cámara de los horrores de las películas de terror, que como un lugar de trabajo aséptico y altamente mecanizado. O confesarles también ante su evidente propósito de comprar mi alma que, siendo la heredera única de Ofelia, no tendría por qué trabajar ni un solo segundo de mi vida, tal es el monto de mis posesiones y por todo esto, poco, muy poco me importan las propuestas que puedan hacerme en el transcurso de esta comida. Por más sustanciosas que les parezcan. Por más gloria o notoriedad que puedan reportarme. Por más que prometan hacer de mí una diva de la gastronomía o elevarme a los altares de la fama.

Los miro y pienso que tendría que revelarles muchas historias personales para hacerles entender con qué pueden o no tentarme. Como hablarles del reto que supone el esfuerzo personal, de mis dudas y mis complejos, de mi educación y de cómo la falta de afecto influyó en el carácter de una niña que no se sentía valorada, no digamos ya querida, de mis ansias por demostrar no sé qué a no sé quién o quizá tan sólo a mí, de lo divertido que puede resultar llegar al límite para probarse a una misma y de lo gratificante de las horas extras aunque no sean remuneradas, cuando las oficinas se vacían y te sientes su dueña a pesar de ser la última mona del escalafón sin ni siquiera un contrato, cobrando por artículo publicado con la incertidumbre de que el día siguiente pueda ser el último pero feliz porque el empleo, y te parecería absurdo si analizaras sus condiciones laborales y el trato despectivo y a veces inhumano de tus superiores, te apasiona.

Me lo callo, por supuesto, porque el tour ha terminado y ya han alabado por activa y por pasiva la restauración del local, el invernadero de fábula y hasta la gran idea de reconvertir la planta de arriba, el antiguo piso que mi madre y yo habitamos por un tiempo, en salones privados para actos y presentaciones, y me disculpo antes de sentarme a la mesa para retirarme el delantal y regresar, acicalada y formal, hastiada pero atenta y, en definitiva, resignada a escuchar su prescindible oferta.

No tarda en acercarse Tomás para hacernos los honores con la descripción de lo más granado de la carta. Se solaza con los vinos de nuestra bodega, su pasión pública, y resulta tan cercano y llano como es capaz de ser cuando se empeña, entusiasta al recrearse en las texturas y los sabores de sus favoritos, los blancos de la Borgoña, y amable al aclarar las dudas que la asesora de tendencias aquí presente, o lo que quiera que sea, y el máximo responsable de la editorial le plantean. Finalmente hacen su elección, no sin dar varias, demasiadas vueltas, y yo pido para asombro de mis acompañantes un consomé, tras lo cual me veo obligada a revelarles que antes que degustar mis propias delicias prefiero ver comer a los demás. Asienten y callan, pero detecto una cierta desconfianza ante lo que para ellos es, como cabía esperar, una más de mis extravagancias.

Tomás ya está de camino a la cocina para entregar la comanda cuando salgo de mi elegante letargo, pero letargo al fin y al cabo, porque acabo de recordar algo:

—No te vayas aún, Tomás, no les has ofrecido a nuestros invitados la sorpresa especial —les informo, de pronto charlatana y locuaz—. Está fuera de la carta porque se trata de una idea que hoy mismo echa a andar: cocinar un plato nuevo y diferente cada día siempre y cuando me sienta inspirada. Será un manjar que nunca volveré a cocinar. Algo único y fugaz.

Les brillan los ojos cuando anticipan el placer que les producirá no su degustación sino el poder describírselo luego a los demás. Les puede la oportunidad de presumir en el campo de golf o en la reunión mensual del consejo de administración de haber saboreado esta primicia y ambos, entusiasmados, cambian sus primeros platos por mis «Brotes de azul ultramar con labios de fresa confitados» y deciden acompañarlos, a sugerencia nuestra, con una manzanilla dorada, limpia y brillante, de notas complejas con recuerdos a mar y yodo, a flores blancas y almendras, a piel de pomelo y melocotón con un fondo de mueble viejo, de maderas añosas como las de mi casa o, mejor dicho, la de Ofelia.

El sumiller se presenta con el vino y el consejero delegado se apresta a catarlo, mostrándose encantado de alardear de sus conocimientos como enólogo aficionado. Se hace un breve silencio que agradezco por más que lo perciba incómodo para ellos, hasta que al fin su acompañante un tanto nerviosa se decide a romperlo. No ha debido de dar con otro tema de conversación más ingenioso porque termina alabando mi calzado.

—Antes me he fijado en tus zapatos y son preciosos —intenta engatusarme.

—Soy una viciosa del calzado.

—¡Qué coincidencia, yo también! —exclama feliz en su simpleza, encantada por haber encontrado al fin un punto en común conmigo que, en sus ilusiones, la acerque a un nuevo libro contratado.

—Tampoco es tan raro —apostilla su superior hosco y evidenciando su hastío ante temas que considera en exclusiva femeninos—: Al fin y al cabo sois mujeres.

Hay personas que poseen muchos conocimientos, las hay agudas y rápidas de reflejos, también memoriosas, misteriosas, intuitivas y brillantes o puramente inteligentes. Y, al margen de todas ellas, existe una modalidad peculiar de listos que me desagradan sobremanera: los que han pagado una pasta indecente por un máster en una prestigiosa escuela de negocios y son tan rematadamente estúpidos como para convencerse de que esa inversión los vuelve más ilustrados, como si el pago extra proporcionara un plus de discernimiento que les diera derecho a opinar acerca de todo. Mi invitado de hoy, este tipo repulsivo que no se da cuenta de lo maleducado que resulta, es uno de estos últimos, un ser pedante que se considera refinado porque no le sienta tan mal el carísimo traje como cree que le quedaría uno barato, un individuo con una torpeza social descomunal que no puede sostener el peso de mis ojos cuando habla, y menos descifrar sus oscuros significados, y que a pesar de los cursos para expresarse en público que habrá abonado suelta por esa boquita sandeces que revelan de él más de lo que supone y añaden razonables dudas a la cuestión que me vengo planteando desde que entró por la puerta: en qué rifa le habrá tocado el cargo que ostenta.

Qué gran error creerse mejor que cualquier otro mortal por poseer un par de títulos comprados que no garantizan su valía como persona ni ninguna virtud especial; qué insolencia suicida el pretender darnos lecciones de la vida cuando ignora lo que es soportar día tras día a un superior tiránico como él, cuando ni imagina el rencor que puede llegar a acumular una subcontratada, una becaria, una insignificante obrera de su panal.

La cazadora de tendencias literarias, si es así como se denomina, guarda silencio, probablemente por miedo, y se frena pensando en su hipoteca, en las letras por pagar del descapotable o en todo lo que ha tragado para llegar a donde está, y a mí en principio me atrae la idea de hacer la vista gorda ante su desafortunado comentario, pero de repente resuelvo que, ya que yo no estoy bajo su mando y el restaurante es mío y también lo son esta mesa y esta silla sobre la que descansan sus posaderas, y como además no tengo nada que perder y sí muchas ganas de jugar y me apetece y quiero y me da la gana, le voy a contestar:

—Lo cierto es que los zapatos me encandilan desde siempre, incluso antes de que tuviera la conciencia de ser mujer —comienzo, recogiendo el guante y hablando con una muy poco sutil intencionalidad—. Me gustan por su belleza, una virtud que por desgracia muchos hombres no son capaces de apreciar.

—He leído en una revista que tienes una habitación sólo para ellos y que no tiras ninguno por mucho que lo hayas usado —comenta ella, no sé si tras captar mi ironía y para aplacar el germen de tensión que se masca en el ambiente y que preludia una interesante confrontación entre su jefe y yo.

—Debo reconocer que poseo un vestidor inmenso, pero en cuanto a conservarlos… —teatralmente ahogo una risita—, las zapatillas de andar por casa, el calzado deportivo y los horribles zapatos planos para andar acaban en la basura en cuanto sus suelas se desgastan. Sólo guardo aquellos que sean sobrios, perfectos y eternos, tan clásicos como los bolsos de la abuela; y, por descontado, los que encierran un valor sentimental.

—¿Valor sentimental unos zapatos? —el consejero vuelve a interrumpirme cargado de impaciencia. Va listo si pretende que firme con su empresa.

—¿Acaso las joyas no atesoran un significado que sólo conocen sus poseedores? —le rebato, todavía con el rostro amable, con la sonrisa impecable colgada de la boca como una máscara impenetrable—. No veo por qué unos zapatos no pueden querer decir algo para quien los calza. Yo, por ejemplo, conservo las merceditas que usé en mi primer día de colegio, las sandalias con las que me dieron mi primer beso en la playa…

—Ay, qué romántico —suspira la encargada del observatorio de tendencias. Definitivamente, esta mujer es tonta de remate.

—No deja de ser una costumbre la de convertir una excusa en argumento —concede con sorna mi invitado poniendo en blanco sus ojos de batracio.

—No es un argumento, ni tampoco necesito excusas. Mis zapatos guardan el rastro de mis pasos. Son mi memoria —y ya que ella asiente expectante una y otra vez como incitándome a continuar, como si me entendiera, me decido a concederles una última oportunidad—: Cuando mi madre enviudó yo tenía siete años y ella una enormidad de proyectos en la cabeza que creía no poder llevar a cabo si debía cuidarme, algo que no le resultaba gratificante porque, para ser sincera, el papel de madre no le iba en absoluto. El caso es que nada más mudarnos a este edificio decidió traerse a Malvina con la idea de que se ocupara de mí. No contaban con que yo sería semejante trasto, de modo que la buena mujer, que había sido su niñera pero para entonces ya estaba mayor y achacosa, acabó prestando sus servicios en la escuela de cocina como primera ayudante de Ofelia y para mí buscaron a alguien más joven, con energía suficiente como para perseguirme en mis alocadas carreras. La afortunada, o tal vez no tanto, resultó ser Cecilia, hija que Malvina había tenido de soltera y a quien mandó llamar del pueblo. No tenía mundo ni apenas estudios, salía adelante trabajando como costurera y aceptó sin saber la que se le venía encima pensando que en la gran ciudad se le abrirían más puertas. Como es lógico terminó explotada por mi madre y obligada por su buen corazón a tratarme mucho mejor de lo que yo, una niña confundida que acababa de perder a su padre, la trataba a ella.

»Pronto Cecilia y yo nos cogimos cariño, quizá por lo solas que nos sentíamos en un piso tan grande o simplemente por afinidad, porque éramos las más jóvenes y nuestra mutua compañía nos brindaba la coartada perfecta para hacer lo que nos viniera en gana. Entrábamos y salíamos sin que nos preguntaran, dábamos paseos interminables por los parques sin que nuestro horario preocupara a nadie y, lo más importante, me dejaba hacer: me daba caramelos si los pedía, me permitía dormir en su cama si tenía miedo, secundaba mis traviesos planes sin dudar un instante… En resumen, por primera vez yo llevaba la voz cantante.

—Y los zapatos ¿qué pintan en esta historia? —interpela impaciente el consejero delegado.

Le devuelvo una sonrisa tan falsa como la suya y prosigo con mi cuento.

—Lo que más nos gustaba era visitar los grandes almacenes. Cecilia, que venía de un pueblo en el que sólo existía una tienda de ultramarinos, podía pasarse horas embelesada allí dentro. Luego íbamos a la planta de juguetes y yo me desquitaba eligiendo vestidos para mi muñeca Nancy. Todas teníamos una —la ojeadora de bestsellers acentúa su sonrisa y sé que recuerda la suya—. La mía era rubia y con el pelo rizado.

—La mía castaña, con melena lacia —confiesa con timidez pero, pese al semblante despectivo de nuestro acompañante, termina por lanzarse—. Entre mi hermana y yo conseguimos todo su ajuar: su camita, su armario, los vestidos… Y luego nos trajeron a su hermanita pequeña Leslie, ya…

—Vaya, todo un emporio —añade el cretino con hastío y un deje de sarcasmo.

—Así es —le reconozco—. El reto era regresar tras las fiestas de Navidad con más complementos de la Nancy que las demás compañeras, y yo bajo ningún concepto quería quedarme atrás. No tenía más familia que mi madre, hija única al igual que su fallecido marido, por lo que debía conformarme con pocos aunque muy costosos regalos. Año tras año escribía una lista para los Reyes Magos y, para mi desconsuelo, sólo encontraba bajo el árbol una caja con un vestido para mí de precio desorbitado y objetos tan absurdos como una pulsera de oro o unos pendientes de perlas. Todo del gusto de mi madre pero nada adecuado para una niña.

»Por fortuna, Cecilia se comprometió a remediarlo. Alegando su deseo de aliviarla de esa pesada carga solicitó permiso para encargarse de adquirir mis regalos y Ofelia, encantada, aceptó liberarse de tan desagradable responsabilidad entregándole una irrisoria cantidad de dinero. Yo, entretanto, vivía resignada a encontrar bajo el abeto el sempiterno vestido, y por eso mi asombro fue inmenso cuando llegó el día señalado. A los pies del árbol estaban el tocador de la muñeca, su maletín de maquillaje y todo tipo de ropa: de fiesta, de esquí y hasta un traje de flamenca. Sólo que a cada conjunto le faltaba su correspondiente par de zapatos.

»No podía explicármelo. Menos aún cuando comprobé que a mis amigas les habían dejado los mismos vestidos pero con su respectivo calzado. Incluso se me ocurrió escribir una carta de reclamación al cartero real, pero Cecilia me aconsejó olvidar el tema bajo el pretexto de que se podía enfadar. Pero para mi consternación llegaron las siguientes navidades, y las otras, y las siguientes, y siempre volvía a suceder lo mismo: los conjuntos venían sin zapatos.

»Poco a poco me convencí de que aquel misterio nunca tendría solución. Con el paso del tiempo dejé de jugar con muñecas, y cuando tenía trece años a Cecilia le diagnosticaron una leucemia muy avanzada y en pocos meses falleció. “No hay mal que por bien no venga”, resolvió Ofelia poseída por ese sentido práctico suyo tan ingrato como cruel: “Ahora que su dormitorio ha quedado vacío vamos a instalar un cuarto de planchar”.

»Malvina y yo, rotas por el dolor, nos encargamos de sus escasas pertenencias para evitar que mi madre las arrojara al cubo de la basura, de guardar algún recuerdo de Cecilia para evitar pensar que no hubieran dejado huella sus pasos. Junto a la máquina de coser encontré un saco repleto de restos de telas y algún que otro retal desvaído por el paso del tiempo. Entonces, como alcanzada por un rayo, lo vi todo claro: había descubierto el origen de mis regalos y, con él, el misterio de los zapatos perdidos.

»Comprendí que el dinero que le entregaba mi madre no cubría su afán por conseguirme todos los juguetes de años pendientes con los que yo soñaba y tuve la certeza de que si en los almacenes dedicaba esa desmedida atención a los vestidos de las muñecas se debía a su ahínco por memorizar hasta los más pequeños detalles para después, frente a su máquina de coser y a base de dejarse la vista en madrugadas desveladas, hacerlos igual a los modelos originales. Menos una prenda que le era imposible copiar: los zapatitos de plástico de colores con los que yo soñaba noche tras noche.

»Así me inoculó este veneno extraño, esta congoja que me embarga al descubrir en un escaparate un par espectacular que no poseo y que comienza a dominarme en cuanto aspiro el olor del cuero y acaricio su tacto suave y sucumbo al deseo y me los pruebo. Es un apetito que nunca se acaba, que me domina y me atrapa.

* * *

—Qué historia más bonita… —hipa la cazatendencias con su sonrisita pánfila al borde de las lágrimas.

—Enternecedora —el consejero delegado masca la palabra como si le costase tragarla, como si mi alarde de sensibilidad le provocara ganas de vomitar—. Me ha recordado a Mary Poppins.

¿Realmente es así de torpe, de bruto, de cerril? Nos quedamos observándole durante unos segundos que se vuelven demasiado prolongados mientras él, ajeno a nuestro desconcierto, bebe de su copa de vino, satisfecho de sí mismo, riéndose para sus adentros. Estará recreándose, supongo, en el golpe de efecto propinado por su supuestamente fina ironía, y se me ocurre que alguien tendría que hacerle comprender que, de tan fina, se convierte en pura grosería. En definitiva, este hombre merece un castigo.

Por suerte para él, y puede que también hasta para mí, el camarero interrumpe mis pensamientos criminales con una maniobra tan simple y eficaz como la de ponernos el plato delante. Por unos minutos podré respirar calmada sin oír las necedades de este individuo absurdo, engreído y concienzudamente maleducado.

Lo espío mientras come. Absorto, pincha con esmero un pedacito de carne braseada, se deleita en el bocado, cierra los párpados al masticar, lo paladea y, sin que me dé tiempo a reaccionar, de pronto levanta la vista y me sorprende observándolo. Por su expresión sé que le asustan mis ojos brillantes, casi febriles por la expectación y la ansiedad. Me doy cuenta conteniendo el aliento de que ha visto algo en mí fuera de lugar, una lujuria de la que no tendría que haberse percatado, el extraño fulgor en el fondo de mis iris que los cambia de color y que ahora mismo su mente, lenta de reflejos, más preocupada por sí mismo que por los demás, comienza a procesar. Tengo que decir algo rápido antes de que termine por interpretarlo, de que un inusual chispazo de lucidez le dé la clave que le permita desentrañar su significado.

—¿Qué os parecen mis brotes de azul ultramar? —sondeo complaciente buscando disimular mi desasosiego—. ¿Seríais capaces de identificar su sabor?