4. Barbantesa
Mi restaurante se enclava en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Tan pronto como el aparcacoches ve llegar el nuevo Mercedes de Estrella —cómo no, gris como ella— le dedica una sonrisa grandilocuente y en cuanto nos bajamos entablan una conversación sobre sus prestaciones cuajada de términos como motorización, llantas o aerodinámica que ni entiendo ni me interesan. Por un instante se quedan hechizados ante la carrocería, con un embelesamiento al que me siento ajena y que me torna quisquillosa, sin paciencia y, para colmo, cargada con el recipiente con carne braseada del cual nadie parece pretender aliviarme. Como una starlette arrinconada en una escena por el peso de su propia estulticia mientras los secundarios le roban el plano, me veo obligada a carraspear teatralmente para que se percaten de que sigo aquí, agobiada y azotada por el viento de un otoño desapacible que se enreda en el vuelo de mi falda.
Reaccionan de inmediato, casi me parece verlos brincar urgidos por mi presencia y su olvido. Estrella se despide besándome presurosa y murmurando entre dientes frases entrecortadas que suenan a excusa porque tiene que ir al banco, más tarde al abogado y luego otras cien gestiones que dejó a medio hacer y me llamará después, Teté, te lo prometo.
Intento alzar la voz y sobreponerme al ruido de su portazo, al gruñido sordo del motor al arrancar y a mi enfado para recordarle una vez más, siempre otra vez más hasta que se agote definitivamente mi paciencia, que no me llamo Teté, que no vuelva a hacerlo jamás, pero ya no me oye, se marcha concentrada en sus cosas y yo, desalentada y huraña, me dejo arrebatar por el aparcacoches mi preciada mercancía para entrar resignada arrastrando los pies y de nuevo pequeña, enfurruñada y remolona me pregunto si siempre seré así, si ése es mi destino, ser eternamente Teté, esta mocosa de siete años que aún destroza las suelas de sus zapatos y se interna en el restaurante que otrora fue escuela de cocina, da lo mismo que el negocio sea mío o antes de mamá, protestando en un susurro porque no consigue que la llamen como desea, dolida por seguir llevando este nombre tonto de niña tonta, de muñequita mohína que presiente que nunca la tomarán en serio, que sabe que quizá por su belleza o su aire ausente de tímida princesa acomplejada por el tono de su voz, jamás logrará quitárselo de encima.
Tan abstraída voy en mis pensamientos negros y cenicientos, oscuros y pesimistas como el cielo encapotado de este día, que no me fijo en el escalón de la entrada sobre el que siempre, sin falta, prevengo a los clientes y que hoy se me atraviesa haciendo trastabillar mis zapatos de marca que, está visto, por mucho que valgan no tienen la suficiente inteligencia como para salvar desniveles traicioneros si su dueña camina desprevenida. A punto estoy de caer cuan larga soy y aterrizar con los dientes en mitad del comedor, por fortuna casi desierto a excepción de una pareja de turistas extranjeros que pican un plato de jamón en la barra, cuando un brazo fuerte, recio, me agarra de la cintura, me frena a tiempo y detiene mi caída en el último momento.
—¿Está bien? —se interesa una voz masculina.
—Esto me pasa por obedecer a Estrella y entrar por la puerta principal para dejarme ver ante la clientela —maldigo mientras me sacudo no sé bien qué, porque no he llegado a tocar el suelo.
—¿Quién es Estrella? —inquiere la misma voz, y entonces caigo en la cuenta de que no he agradecido a mi salvador su intervención providencial y ni siquiera, en mi furia y mi despiste, tan embebida en mis protestas, tan ensimismada en la preparación de mi insólita receta, me he detenido a mirarle.
Resulta que tiene ojos, y bien hermosos, y una sonrisa hosca y torcida como la de un lobo, y su mano aún aferrándome transmite un inexplicable calor a mi piel, un cosquilleo que sube y trepa hasta mis hombros y me hace estremecer.
—Estrella es mi asistente, mi contable, mi socia… Y una tirana —reconozco amilanada, como pidiéndole perdón por ser tan inútil como para necesitar una chica para todo, una Estrella que me guía de la mano por las turbulentas aguas de la cotidianía y me advierte a tiempo de los obstáculos a ras de suelo.
—Los tiranos son así, nunca aparecen cuando se les necesita.
—Menos mal que has estado al quite, porque me has ahorrado un buen leñazo —reacciono al fin—. No sé cómo darte las gracias.
Pero calla, sumamente cómodo en su silencio, y me veo obligada a continuar hablando y, por tanto, a seguir soltando más y más bobadas.
—De hecho, tampoco sé cómo te llamas —añado.
Permanece impasible sin decir nada, sosteniendo mi mirada intrigada, dejándola suspendida en el alambre sin red que son sus iris verdes.
—Supongo que tenías pensado almorzar hoy aquí y, ya que has frenado mi caída e impedido un desastre, porque sin duda sería un desastre que una cocinera se quedara sin dientes —me río como una pava, ¿esta ridícula soy yo?—, lo justo es que tu minuta corra por mi cuenta. Soy la propietaria del restaurante.
—Lo sé.
—No tienes más que decirle al maître que te he invitado, que vienes de mi parte.
—Gracias —y da media vuelta y se marcha dejándonos colgadas a mí y a mi sonrisa petrificada. Todavía aguardamos un momento las dos, no sé muy bien a qué, a que regrese y se despida, pero no tengo nada bien entrenada la telepatía y nuestros deseos no se cumplen y vemos cómo se aleja despacio, sin volver la vista atrás, y nos quedamos plantadas, turbadas y tiesas bajo el letrero que, con letras verdes y gráciles como ramas delicadas o patitas de insectos, reza: «Barbantesa».
* * *
—Ahí viene la jefa —comunica el encargado de la parrilla al resto del personal y, efectivamente, en cuanto termina de pronunciar esa breve frase, ya repuesta del susto y la extraña impresión que me produjo ese tipo esquivo que me ayudó, volviendo a ser yo, la de siempre, entro precedida por el ruido de mis tacones.
No se me pasa por alto que tal y como soy, o al menos como me estoy describiendo, lo normal sería esperar a que mis empleados se cuadrasen asustados y trémulos. Sin embargo eso no sucede porque para mí, oh, sorpresa, no son meros asalariados, son mis compañeros, cocineros como yo que me ayudan, de los que aprendo y a quienes respeto. Lo saben y me reciben calurosamente, algunos incluso se agolpan a mi alrededor contentos de verme, felicitándome por la entrevista de anoche y deseosos de conocer si tengo alguna nueva idea en mente porque han visto al aparcacoches cargado con una caja isotérmica y se esperan lo mejor.
—Sí —les confirmo—, he pensado en una nueva receta para hoy que nunca volveremos a servir por más éxito que alcance. Con ella damos inicio a una serie llamada «Platos Efímeros». Prepararé uno diferente cada día mientras no tenga que viajar y mi inspiración y mis ganas de jugar me lo permitan.
—Pues a trabajar, no se hable más —decreta Tomás, el jefe de cocina, la más alta autoridad en este lugar aunque yo esté presente gracias a esa potestad pacífica y serena de la que goza, a su don innato para mandar y hacerlo todo más fácil.
Los restaurantes más eficientes funcionan, al margen de los salones y comedores, lejos de donde el público celebra los hallazgos culinarios con gestos de satisfacción y risas festivas, como un hormiguero, un ejército disciplinado. Todo está medido y reglamentado, existe un tiempo marcado para cada guiso y cada manera de picar una simple zanahoria, cada giro de muñeca a la hora de batir un aliño, encierran una duración calculada al milímetro que nunca puede variar con una única excepción: que lo requiera la materia prima. Sólo esta salvedad está permitida; lo demás, el ritmo que han de llevar los cuchillos al volar sobre las tablas, la intensidad del fuego en los quemadores o del calor en la plancha, los movimientos planificados al dedillo de los chefs cuando estiran un brazo para encontrar su cuchara de madera y revolver la olla o extender la masa o pasar el rodillo siempre con la misma regularidad, siempre en el mismo sentido; la manera de apilar las cacerolas, la prodigiosa habilidad para trinchar un ave con los cortes precisos, los tres golpes del molinillo de la nuez moscada o la pimienta, hasta los trapos inmaculados y alineados en la mesa de emplatar con que se ha de limpiar la vajilla de goterones indeseados de salsa, jugo o almíbar después de que los maestros decoremos las raciones dibujando fantasías sobre ellas, dejando huella de nuestro sentido estético, están sin margen de error establecidos, sopesados y controlados.
Más de un segundo de retraso daría al traste con la cadena de montaje y un paso atrás más amplio de lo necesario en el espacio con que cuenta cada cocinero haría que chocara con su compañero, y éste con el otro, y el otro con todos los demás y no quedaría tiempo para arreglar el despropósito salvo que lo robáramos a una cocción o a un sazonado o a la elaboración de cualquier ingrediente que siempre, seguro, requeriremos en algún momento.
Y porque todo debe ser establecido, sopesado y controlado, precisamente porque hace falta alguien que nos calme, que nos riña sin disgustarnos ni humillarnos, que nos recuerde que no podemos despistarnos, que nos haga ser mejores de lo que somos cortando, salteando, trinchando, justamente por eso, en este reino diminuto de aves y pescados, de verduras y especias que es Barbantesa, en este panal de chiflados enamorados de las harinas y la sal, las vísceras y la pasta, del delicado tacto del lomo de un lechón recién asado, de la carne cruda y rosácea de un pato o la extraña perfección de un huevo inmaculado, yo soy algo así como la máxima soberana de la colmena, una monarca que soporta su corona dejando que esta brille a la luz de los focos, leyendo discursos que no dicen nada pero que se deben recitar con voz engolada y brindando con champaña en recepciones atestadas de autoridades. Pero el presidente de este gobierno, el que manda de verdad, el respetado por todos es, por descontado, Tomás.
Es el verdadero amo, la madre amantísima, el padre protector que se sacrifica por el bien de la manada y de la empresa y de la calidad de las viandas, el que sabe perdonar, el que pone a cada uno en su sitio sin aspavientos y con tranquilidad y, alejado por deseo propio de los focos, la fama y el oropel, se molesta en recordar a todos que, pese a mis ausencias y mis múltiples ocupaciones, sigo siendo la reina.
A pesar de que parezca por momentos que he olvidado cómo freír un huevo, soy la fundadora de esta nación y mías fueron las ocurrencias que dieron y siguen dando fama al restaurante, las croquetas locas que todos perseveran en tomar, las hamburguesas como obras de arte de la repostería o las ensaladas aderezadas con vinagres de azúcar glaçe y chocolate que nadie se resiste a degustar. Puede que a veces, al borde del motín, surja algún irresponsable, probablemente un novato, que asegure bajando la voz que me pueden más los trapos que los platos, que me he estancado tras la explosión creativa de los primeros años, que me vence la desidia y, abrumada por los compromisos y el lastre insoslayable de la celebridad y la rutina, se me ha olvidado innovar. Es entonces cuando Tomás hace su ya mítica aparición providencial y, recién salido de la nada, acodado en silencio sobre la encimera, saca a colación con dulzura no exenta de ironía que fui yo quien comenzó a jugar con los conceptos elevando la comida rápida a la máxima categoría, inventando un nuevo ketchup concebido con oporto y jerez, mezclando la mostaza con flores amarillas, haciendo de cada pelota de carne picada, sazonada y horneada una cupcake servida no sobre pan sino en el interior de un bizcocho dulce adornado con mermelada de tomate y nata montada espolvoreada con albahaca, que decidí acompañar, en vez de con patatas fritas, con palitos de manzana y banana dorados al horno y suavemente salados, así como mía fue también la idea de convertir cada tortilla en una tarta coronada de merengue de mayonesa y rodajitas de aceitunas y rellenarla de crema de anchoa o sardina escabechada; la de fabricar perritos calientes de rizos de solomillo rellenos de fiambre trufado y envueltos, en vez del vulgar bacon, en jamón ibérico, sin lugar a dudas más oneroso pero también más glorioso para el paladar.
Y es que, a qué negarlo, distanciada de los críticos y los aspirantes a derrocadores, al margen de las maledicencias de los resentidos, de los mediocres y de la mismísima competencia, incluso a expensas de mi hiperactividad y todo ese despliegue de deudas de sociedad y trabajo que debo atender y pagar, yo sólo pretendo cocinar y experimentar, jugar con los ingredientes como cuando era una mocosa que trasteaba con mi cocinita de plástico, mis frutas de imitación y mis cacharros de peltre. Tomás lo sabe y asume que no valgo para dar órdenes ni para hacer pedidos o distribuir las mesas o renovar certificados sanitarios y, mucho menos, rendir cuentas ante nadie. Doy la cara porque es lo único que poseo: mi rostro, mi nombre, mi apellido y mi fiebre, y me muestro tan egoísta y caprichosa como enterada de mis limitaciones, al menos lo suficiente como para saber retirarme a tiempo y confiar a los demás las funciones de intendencia. No tengo el mínimo afán en pasar revista a las tropas, sólo sé dosificar mi ansia y traducirla en pitanzas asombrosas que provoquen admiración, envidia o rabia.
Lo que quiero ahora con avidez impaciente y voraz es ponerme manos a la obra y rechazar saludos, parabienes y palmadas en la espalda, con un impoluto delantal, el pelo recogido en un moño y unos antiestéticos zuecos de goma que me impedirán resbalar cuando este suelo, con la frenética actividad, con los vapores y las grasas y los hornos a todo gas, comience a ponerse peligrosamente resbaladizo, tremendamente humeante y con tanta presión una hora antes del almuerzo como un cohete a punto de despegar.
Por fortuna, en este regimiento de cocineros todos conocen su función y cuál es su lugar y, obedeciendo ciegamente a Tomás, comienzan a preparar los platos de la carta de otoño que él y yo seleccionamos de entre la variedad de recetas que, tras cada temporada, termino por recopilar, de modo que me dejan a mi aire con mi novísima ocurrencia y, como única ayuda, las manos inseguras de uno de los pinches más jóvenes, un recién salido de la academia con el que será imposible encariñarme porque ocupa un puesto en el que obligatoriamente se ha de rotar.
En Barbantesa, como en cualquier establecimiento de similar categoría, cada profesional ha de empezar desde abajo antes de adquirir alguna responsabilidad y, por más que provenga de las más cualificadas escuelas de hostelería, sus funciones básicas no van más allá de picar o encargarse de tareas tan monótonas que no dejan otro espacio a la creatividad que la oportunidad de mirar por el rabillo del ojo y, sin despistarse demasiado de sus dedos que trocean calabacines en rodajas de un milímetro exacto de anchura, admirar cómo los expertos guisamos y, por qué no decirlo, creamos.
Los socios de este universo, tanto Tomás y yo aquí dentro como Estrella fuera de la frontera sagrada de la cocina, no ignoramos que entre los aprendices corre el rumor de que de vez en cuando aparezco en persona y elijo a uno al azar para colaborar durante una jornada que, para el agraciado, viene a ser como si se le presentaran en mitad de agosto los Reyes Magos. Sin embargo, hacía tanto que no me asaltaba una idea atractiva, que no irrumpía en esta sala, que desatendía mis deberes como chef y olvidando a qué me debo realmente, que la historia de mis apariciones y verme jugar con las sartenes, convertir en arte la comida, había comenzado a adquirir la categoría de leyenda. Observo ahora a mi ayudante, tan efímero como los mismos Platos Efímeros, y al verle sudar y casi flaquear por la excitación y los nervios me sonrío recordando mis comienzos mientras, perezosa, dejo que mi silencio alimente el mito de que soy un hada buena que enseña su magia sólo durante un día.
Qué opinión de mí tendrían si supieran que si hago esto no es por generosidad ni por compartir mi don, que elijo a los más inexpertos precisamente por eso, porque no saben en realidad lo que filetean y cocinan, para que no se familiaricen con mis métodos secretos. Por eso los hago trabajar a pleno ritmo y sin descansar, para que no puedan pararse a pensar ni a memorizar.
—Te encargarás de asistirme y de comunicarte en mi nombre con los demás —le ordeno a mi joven asistente sin asomo de sonrisa en mi cara, casi amenazadora—. Prepárate para estar en todas partes a la vez y correr sin parar.
Y, sin más, comienzo a dictarle recados que debe repetir a los encargados de las distintas secciones informándoles de en qué preciso momento les necesitaré y de los ingredientes que deben hacerme llegar, y le envío hasta el jefe de sala para que le indique el nombre de la novedad del día y éste lo mecanografíe en una tarjeta, lo incluya en cada carta y transmita a su vez las instrucciones para aleccionar a los camareros. Soy consciente de que mi aparición estelar en la cocina y la intrusión de mi añadido insólito, alocado y fugaz en el menú supone una contravención del orden establecido, que el que desee sin previo aviso pasar mis ingredientes por la parrilla o asarlos sobre la cama de brasas mantenida siempre al punto por un cocinero al que se debe comunicar con días de antelación el orden de preparación, supone una alteración y un privilegio que agravia a los demás. Pero por algo soy Teresa, el demiurgo, la creadora. De modo que me olvido de mis privilegios y los asumo como parte de mis esfuerzos pasados, del valor de mi idea primigenia, para sumergirme en las lechugas y en los fresones recién desenvasados que mi pinche trae al galope, y me abstraigo en la elaboración del almíbar suave con azúcar moreno que le ordeno vigilar a fuego lento y me recreo en la caramelización de la carne cortada en forma helicoidal para que se rice sobre las brasas y me propongo encontrar el vinagre adecuado para aliñar la ensalada. Necesito algo dulce y fresco a la vez, aromático incluso, con un leve toque a jazmín, tal y como olía mi piel perfumada bajo los besos de Benjamín.
En la despensa del sótano me encuentra Tomás al cabo de unas horas. Se detiene a contemplarme con su calmosa expresión habitual, inexplicablemente sereno a pesar de la presión que supone dirigir uno de los establecimientos más en boga de la capital, con ese aire suyo casi ausente, relajado o es posible que indiferente.
—¿«Brotes de azul ultramar con labios de fresa confitados»? —inquiere con un punto de curiosidad.
—¿No te suena genial? —indago sin dejar de revolver entre las baldas en busca de la esencia deseada que guardé en algún lugar.
—Tiene un punto surrealista. Parece sacada de un cuento de hadas.
—Por eso me gusta. Estrella lo aborrece.
—No me sorprende, ni tampoco que acabaras venciendo en la contienda.
—Para algo sirve ser la que da la cara en este lugar, que no la jefa.
Tomás, haciendo como que no oye mi risilla cínica, trastea por el cuarto abarrotado de ingredientes, botes de especias exóticas y algún objeto insospechado. Después de dar un par de vueltas como un oso enjaulado por fin se decide a quitarse de encima el problema, grande o no, importante o no, que seguro le ha traído a mi vera.
—¿Va a ser esto frecuente, Teresa?
—¿El qué? —respondo sin mirarle, subida a una escalera en busca de una barrica de vinagre con jazmín que hace meses dejé macerando.
—Estos experimentos con nombres raros, que vayas a venir todos los días a trabajar, este nuevo ánimo… Me recuerda a tiempos pasados.
—¿Y qué es lo que os preocupa? —me giro y ahora sí me enfrento a esos ojos que me conocen tan bien—, ¿que invada la cocina con ideas revolucionarias que os resulten demasiado extravagantes?
—Que estés bien. Sólo nos importa eso.
De pronto lo imagino sin el mandilón, con sus vaqueros y las camisetas de colores chillones con la misma barba recortada que aún mantiene y los libros y apuntes resbalándosele bajo el brazo porque llegaba corriendo desde su facultad a la mía después de que alguien le hubiera dicho que yo andaba con un ojo morado y necesitaba que le aclarase que nadie me había atacado, sólo iba distraída y al volver la cara me topé de frente con una columna y no sé por qué te pones tan protector cuando soy mayor que tú, ya no estamos jugando a la chica desvalida y su hermano el preocupado por más que deberías estar acostumbrado a mis despistes y a estos silencios que te hacen sufrir desde hace años, tantos que ahora ya no hace falta que le dé explicaciones ni que ninguno de los dos razonemos cómo hemos acabado aquí, él con su licenciatura en Matemáticas y yo con las manos pringadas de melaza en lo alto de una escalera buscando un ingrediente que no encuentro, que parece que me rehúye, que, como todo y como siempre, se me escapa.
—Confía en mí —le aseguro con una sonrisa cansada ya del escrutinio, y me hago la dura aunque por un momento parezco la Teté de antes, pero ahora con más ilusiones, con nuevos bríos y, tal vez por eso, ligeramente diferente.
Le brillan los ojos más que de costumbre y ladea la cabeza en dirección a la puerta para indicarme que, conforme con mi respuesta, ya se marcha, que no me agobia, que me quede tranquila, que me deja en paz.
—Te dejo en paz, Teresa, hay trabajo en la cocina. Siempre que vienes los chicos se ponen nerviosos, provocas un desbarajuste y alguien debe restaurar el orden —pero al alcanzar el quicio se detiene dubitativo y sé que le queda algo pendiente, algo que podría no ser una minucia, sí un mínimo detalle que le hace dudar de si es mejor callar o dejarlo salir, soltarlo todo, empezar a cantar—. Es sólo que…
—Qué —y aunque me basta oír sus pasos para saber por el modo de arrastrar los pies cuál es su ánimo, sin la necesidad de mirarle a la cara, sin tener que escrutar como una novia celosa o una madre hiperatenta su ánimo o su mirada, me vuelvo pendiente de la ansiedad colgada de su voz que espesa la atmósfera de la despensa, que todo lo opaca.
—No es más que una insignificancia —duda de nuevo.
—Pero te preocupa.
—No. O sí, no lo sé. Me han dicho que era un hombre demasiado extraño —recuerda, casi parece que lo recita sólo para sus adentros.
—¿Qué hombre?
—El que vino ayer al restaurante a husmear sobre tu vida.
—¿Y se puede saber qué quería? —pregunto despreocupada, harta de quienes dicen llamarse periodistas, admiradores, aprendices de chefs y adoradores en general que entran pidiendo que les estampe mi firma en una servilleta, que pruebe el último puchero de su autoría, que buscan una recomendación profesional o conformarse con tocar un botón de mi blusa.
—Lo que todos. Si podrías recibirle, y si nosotros seríamos tan amables de responderle a unas preguntas personales sin malicia sobre ti.
—¿Quién habló con él?
—Ángel.
—¿Se identificó?
—No.
—¿Y le pareció peligroso?
—En principio no.
—¿Entonces de qué te preocupas? Esto nos pasa un par de veces cada mes, ya estamos más que habituados a este tipo de visitas intempestivas.
—Dice que tenía una determinación y una seguridad en sí mismo nada habitual.
—No puedes obsesionarte con desconocidos ni convertir cualquier percance en un peligro potencial. Sólo soy famosa, eso es todo.
—Pero no termino de acostumbrarme. Es algo instintivo.
—Entonces hazlo por mí, aplícate esa calma que impones y disfruta del trabajo y de la vida.
—Lo intentaré —promete, no demasiado convencido pese a todo, y desaparece al fin escaleras arriba.
No tardo demasiado en subir del sótano con la ansiada barrica en mis brazos, y me lleva apenas un rato preparar el aderezo, determinar la proporción en que deben presentarse las verduras, detenerme a calibrar con esmero los brotes de lactuca perennis o lechuga azul y aleccionar al pinche sobre cómo presentarlos para que resulten aún más llamativos y bellos colocando sus vistosas flores entre la carne braseada que finalmente, después de salteada, y con algo de dolor, debo entregarle no sin advertir la extrañeza que le causa el origen desconocido de las piezas. Para aligerarle de su obsesión por querer investigar, para quitarme de encima el peso de su entrometimiento, para que no se preocupe por el corte de los tropezones, me adelanto y le explico que obedece a un intento de conservar sus olores, su primoroso sabor a miel y ese particular deje a orégano, pimienta y laurel debido al modo en que fue adobada, en tanto que la finísima corteza tostada que la recubre se debe a la forma de dorarla antes de dejarla reposar una noche entera en el horno de piedra de mi casa, en donde acostumbro a trabajar hasta muy entrada la madrugada. Por eso, para preservar sus virtudes fiel reflejo de mi maestría culinaria, debe aliñarlo sólo un instante antes de servirlo, para que no se humedezcan demasiado las hojas, para que el fuerte color oceánico no se oxide ni destiña, para que el crujir de cada pequeña viruta de carne sea único, un estallido perecedero e irrepetible tan sabroso y certero como el del primer beso.
Tras esta lección no tardan en aparecer los primeros clientes. Me deshago el moño y paseo entre las mesas con ropa de faena y un delantal limpio siguiendo las estrictas órdenes de Estrella, la ideóloga de este tinglado, por aquello de dar verosimilitud a la ficción, por otra parte absurda e imposible por más que los que pagan quieran creer que no sólo superviso sino que preparo todos y cada uno de los platos y raciones —en el fondo soy una consentida que cocina a capricho—. Saludo a los asiduos, a los famosos, a los poderosos, a los potentados, a los evidentemente ansiosos de una mirada mía, y sonrío hipócrita sabiendo que de entre las delicias que se servirán y devorarán con agrado sólo una ha sido preparada por mis manos. ¿Quién lo va a saber? Nosotros, desde luego, no diremos una palabra.
Muchos de los que en una hora se levantarán de estas mesas con la tripa llena proclamarán a los cuatro vientos que almorzaron en el restaurante «de la que sale en televisión», ése tan refinado e innovador, y aunque les haya costado un riñón habrá valido la pena porque me han visto, algunos hasta me han dado la mano, los menos han charlado conmigo unos instantes y si bien no conseguirán explicar si lo que paladearon era embriagador o repugnante, soso o salado, dulce o amargo, se sentirán igual de felices porque han estado en el lugar de moda y eso les convierte en personajes tan sofisticados, perfectos y modernos como yo finjo serlo.
Apenas tras una quincena de minutos de representación ejemplar en mi papel de anfitriona, el maître me sale al paso para comunicarme que acaban de llegar los miembros de la editorial con quienes me he citado para la comida de trabajo. A pesar de que mi humor se oscurece a semejanza del clima de este día, nublado y amenazante, aguanto el tipo y las malas noticias y me acerco a recibirles para conducirles hasta la mesa asignada, la peor de toda la sala que a base de ser utilizada por mí por aquello de su cercanía a la cocina se ha convertido en la más codiciada, la más fotografiada cuando hay celebridades de por medio.
Ahí están, aguardando en la entrada, observándolo todo con mal disimulada curiosidad, satisfechos porque gracias a esta cita y a la comida que, lamentablemente para mi bolsillo, no les permitiré pagar, podrán darse a mi costa el lujazo de fardar ante sus seres queridos, conocidos y enemigos de haber almorzado como invitados nada menos que en Barbantesa.
El directivo calvo con ojos de sapo y corbata italiana carísima a la par que espantosa, estruja mi mano con fuerza desproporcionada en un vano intento de impresionarme, tal y como le habrán enseñado en el curso de habilidades de Dirección o encantamiento empresarial o como sea que denominen esas técnicas hechiceras por las que habrá abonado un dineral. Me explica que ha venido acompañado por una subalterna, una mujer de falsa sonrisa, pelo teñido de rojo estrepitoso y maneras untosas, disfrazada, según los parámetros de las revistas de moda femeninas, de ejecutiva liberal. Es, al parecer, una experta en tendencias, una coolhunter, como dicen ahora, una publicista al tanto de la más rabiosa actualidad que detecta oportunidades de mercado y ha aceptado el reto de buscar ideas para sus editoras y también, por lo que se ve en este caso, para sus autoras.
Me dejo besar en ambas mejillas sin poder evitarlo mientras rebato por dentro el posesivo que acaba de emplear anticipándose a los hechos. Por ahora yo no soy su autora ni lo quiero ser, y menos con los aires que traen, de modo que tras los breves pero forzadamente efusivos saludos aguardo paciente a que se desembaracen de sus gabardinas, maletines y paraguas y aprovecho para echar un último vistazo al exterior a través de los grandes ventanales.
Dentro de estas paredes transparentes donde todo se me hace más fácil, el ajetreo precipitado de la ciudad muestra su cara más apresurada e injusta, más despersonalizada, menos amable. La imperiosa rutina de los peatones y los semáforos desperdigados como flores que crecen en las aceras me asusta, debo reconocerlo, tanto que si saliera sola ahí fuera huiría del centro de la calle, sentiría las ventanas como ojos que me escrutan, los buzones como pozos sin fondo y las farolas como garras que pugnan por salir del centro de la Tierra. De pronto me fijo en una en particular. Apoyado en ella mi salvador de esta mañana fuma tranquilo un cigarrillo con su cazadora de cuero a la espalda, los ojos entrecerrados bajo las pestañas casi rubias y el pelo castaño claro o trigueño, alegremente alborotado y rebelde, como el de un pilluelo mal peinado. Qué hace ahí, con quién habrá quedado, elucubro, y le veo consultar su reloj con cierta desgana y reparo en esas manazas como de oso que me salvaron del tropezón y aventurada me lanzo a imaginar las razones de su espera: quizás aguarde a un amor clandestino que no acaba de comparecer o tal vez se trate de una cita de negocios con productos de contrabando. Cuando estoy dispuesta a salir y a acercarme a él pese a mi legendario temor a parecer indiscreta, las voces de mis invitados me sustraen de mis fantasías y me veo obligada a mostrarme educada y solícita en mis gestos, plena de atenciones al sugerirles que puedo mostrarles, de camino a la mesa prometida, nuestras instalaciones y todos sus rincones, pues no en vano soy quien los gobierna.
Asienten convencidos y hasta emocionados. Les sonrío y mientras echo un último vistazo al enigmático individuo apoyado en la farola pienso en el desorden en que dejé la despensa, en la balda de mi frigorífico llena de carne empaquetada, incluso en el horno de piedra detrás de mi residencia. En estos lugares se esconden en verdad mis secretos, esos que me hacen relamerme, que me llenan la boca de promesas y recuerdos. Callo, no por miedo o prudencia, simplemente porque sé que si les contara mi razón de ser, mis motivos, mis apetencias, con toda probabilidad no lograría que me comprendieran.