3. Cómo nombrar la comida
Me levanto tarde, hace ya bastantes horas que ha nacido el día. Lo sé por los ruidos que se oyen en el piso de abajo, un teléfono que suena, el aspirador sobre la alfombra que pasa con brío la doncella que llega cada mañana y se marcha a media tarde, el aspersor en el jardín, el tráfico a lo lejos, implacable, impenitente. Me arrastro como puedo hacia la ducha y dejo que corra el agua. Me lavo despacio, morosa, como si los fragores que me esperaran más allá del baño no fueran conmigo porque, realmente, no van conmigo. Qué soy yo fuera de esta mujer desnuda que se enjabona el pelo, que se quita la mugre bajo las uñas, que pasa la esponja por los hombros, por sus pezones, por su vientre y sus ingles recordando los besos, las caricias, la codicia que tantos hombres han depositado en ellos a lo largo del tiempo. Después, cuando el agua ya no lava ni lastima ni aplaca ni martillea, me quedo sentada sobre el borde de la bañera envuelta en toallas, entre el vapor que como una niebla espesa me cubre y me atrapa, me abriga y me rodea.
Fantaseo con no tener que salir nunca, con quedarme aquí como una planta de invernadero condenada a no ver el sol más que a través de cristales empañados, sintiendo la humedad como un rocío de mentiras sobre mi cuerpo, alimentándome sólo de ella.
Pero no soy ninguna orquídea exótica, de modo que, impoluta, limpia y renovada, me dirijo hacia mi vestidor lleno a rebosar y elijo algo que ponerme a tono con mi ánimo de hoy, que es exactamente del color de los ojos de Benjamín.
A medida que paso mis manos sobre los colores y las prendas siento con fastidio cómo motas de polvo invisibles y diminutas se adhieren a mi piel y poco a poco me ensucian de nuevo. Lo mismo ocurre cuando comienzo a vestirme: la ropa interior, las medias, los zapatos, todo me mancha y arruina el trabajo del agua hace apenas unos minutos. Intento no pensar en ello mientras me concentro en encontrar algo de la misma tonalidad que los iris de mi amante de ayer, pero no hay nada que se parezca a ese azul furioso, eléctrico y estupefacto que brilló tan intensamente como para iluminar la ciudad entera una décima de segundo justo antes de colapsarse. No, definitivamente no creo que pueda describirse esa tonalidad exacta, ni siquiera que exista o tenga un nombre definido y, desde luego, yo no guardo ese color en ninguna de las prendas de mi armario. Suspiro y me conformo con el tono más parecido, el de un vestido de algodón sencillo y funcional a pesar de su falda de vuelo, y, resignada, bajo a la cocina a desayunar. La noche pasada ha sido movidita y otra vez estoy muerta de hambre, pero ahora he de saciarme con algo más convencional. Un café y una tostada bastarán.
Untando mermelada de higo en el pan de molde integral, sumamente concentrada o al menos aparentándolo ante la mesa de madera del office, vestida pero sin maquillar ni peinar y aún con el pelo mojado, me encuentra un instante después, por fin, Estrella. Seguro que habrá recorrido ya la casa de arriba abajo haciendo tiempo antes de que yo amaneciera y que a estas alturas mil demonios bullen por su sangre, sus manos y su agenda. Es lo que tiene la hiperactividad.
Intachablemente arreglada, es la imagen pura de la eficacia, la mesura y la intensidad. Yo, ante ella, soy como una supernova apagada, una pálida luz de bombilla incandescente enfrentada a la energía del Sol o quizás a los millones de vatios de todos los neones de Las Vegas.
—Tienes un día fino por delante —me recrimina, ya impaciente— y te dedicas a atiborrarte con toda la pachorra del mundo cuando sabes que te has levantado tarde. Muy tarde.
—No me estoy atiborrando, sólo me tomo un café. Sabes que sin uno por la mañana no soy capaz de articular palabra.
—Entonces va a ser que ayer te debiste de tomar una veintena —repone enfurruñada y da un zapatazo en el suelo de baldosas para corroborar su enfado. Se ve un poco ridicula así, con esos aires de madre superiora. Sin embargo, un instinto básico de supervivencia me impide comentárselo.
—¿Lo dices por la entrevista de anoche? —inquiero. Como veo que se obstina en callar me puede el impulso suicida de hacerme la tonta un poco más y seguir tocándole las narices, lo cual, todo he de decirlo, resulta francamente entretenido—. Creo que estuve muy natural, muy suelta.
—A lo mejor demasiado —gruñe.
—Ese tipo de programas funcionan así, has de seguirle el juego al entrevistador, que va de gracioso, y al final acabas hablando de todo menos de lo que te interesa.
—Qué bien lo has resumido, eso fue justo lo que pasó. Ni una palabra del restaurante o de tus libros pero venga a largar banalidades sin parar: lo elegante que vas siempre, que vives sola en una mansión decadente rodeada de gatos…
—No tengo ni un gato, bien claro se lo dije —me defiendo—. Los que campan por el jardín vienen de la calle. ¿Qué culpa tengo si les da por saltar el muro?
—Teté, no te escabullas, ése no es el tema. De lo que se trata es de sacar algún beneficio a tus intervenciones, ya que tanto te queman.
Tiene razón, toda la del mundo, como siempre. Me cansa sobremanera esa desagradable consecuencia que implica dar la cara, ser pública, ante cualquier actividád medianamente artística como escribir recetarios de cocina, ser dueña de un restaurante o presentar un programa culinario o lo que sea a que me dedique. No veo por qué motivo para que cualquiera de estas empresas resulte rentable, no digamos ya lucrativa, debo ceder y desnudarme cada vez un poco más ante el periodista que lo solicite; que cómo llevo ser hija de mi madre, que si me afectó la muerte de mi padre cuando era pequeña, que si es fácil o difícil ser de noble cuna hoy en día y no, juro que no me he enamorado y mucho menos acostado con ese actor, director o músico que se cruzó conmigo en aquella fiesta. Como si no fuera suficiente con los ojos que te taladran indiscretos aunque finjas que no te das cuenta, como si no bastara con acarrear mi propio peso a cuestas para tener que añadirle el de mi sonrisa. Detesto las entrevistas y las sobrellevo actuando y mintiendo y, debo dar toda la razón a Estrella, la mujer agradable de anoche que reía sin fingir no parecía yo. Pero cómo explicarle que, tal vez por la aparición estelar de Benjamín, no me importó demasiado mostrarme como soy, abrirme en canal sin pensar en las consecuencias. No lo entendería y, además, no quiero hablarle de él, nunca lo haré. Su visita fugaz es un recuerdo sólo para mí que atesoro con celo. Por eso respondo a mi socia con aire hastiado:
—Vuelvo a repetirte que ya no me llamo Teté. Ahora soy Teresa.
—Lo sé, lo sé —recula—, pero es que me exaspera el tiempo que has perdido yendo a ese estudio de grabación, regresando a las tantas y aguantando las simplezas del presentador ocurrente de turno para no sacar nada en limpio.
En el fondo a Estrella le da exactamente igual que me quede sin dormir, que llegue tarde, que desfallezca o estalle. Nos conocemos desde hace muchos, muchos años, y está cansada de asumir que yo sólita me defiendo, que me encanta trasnochar, que no temo a la soledad ni a la oscuridad ni a los hombres y que sólo me alimento cuando tengo apetito. Lo que le revienta en realidad aunque jamás lo confesaría, o no al menos delante de mí, es que desperdiciara la oportunidad de citar nuestro restaurante, que haya rehuido voluntariamente hacer la más descarada publicidad.
Podría explayarme revelándole que no supe cómo dejar caer la referencia de manera natural, que me dio vergüenza recurrir a ese tipo de propaganda agresiva, que me dominó el pundonor y hasta que me habían advertido de que no fuera tan descarada como para sacar a colación los temas de mi interés pasando por encima de los que planteara el presentador. Lo que no le digo, y esa es la única, la auténtica razón, es que me venció la desidia.
Pero claro, yo pienso en términos de deseo, de hambre, de anhelo, porque es lo único que me mueve ahora, y Estrella sólo tiene en mente el dinero, el porcentaje que se lleva o, mejor dicho, que decidí entregarle en correspondencia por los servicios prestados en el pasado y los que todavía me sigue brindando. Porque Estrella me recompuso cuando estaba rota. Porque Estrella, en mi oscuridad, es la luz que me guía por el mundo de los negocios. Porque Estrella me levantó después de tantos meses descosida y me forzó a pensar, a maquinar, a alzar la cabeza, también a ser en cierto modo una arpía. Hay personas, como yo, que se dejan ir con los embates de la vida, que se desguarnecen y descomponen tras una fuerte acometida, que permiten que los arrastre la corriente. Hay almas cándidas, ingenuas, desprevenidas, que necesitan de alguien que les cargue las pilas. A mí me las pone, y bien, Estrella. Por eso habla de «nuestro» negocio. Porque éste, y probablemente también yo, no existiríamos sin ella.
La veo por el rabillo del ojo agachar un poco la cabeza, a lo mejor arrepentida, quizá sopesando cómo chantajearme para que deje a un lado mi taza y me decida cuanto antes a empezar el día. Como no lo hago, porque para eso soy una diva malcriada, se da media vuelta y se concentra en mirar a través de la ventana.
—Hay humo fuera —señala la chimenea de la caseta de piedra—. ¿Cuándo empezaste a cocinar en el horno, niña? Creía que acababas de levantarte.
—Y acabo de hacerlo. Me puse a trabajar anoche, cuando regresé de la entrevista. La inspiración me pilló de improviso.
—¿Y aún continúa encendido? —menea la cabeza desaprobadora, calculando los daños que podría ocasionar a mi vida, y por lo tanto a la empresa, el fallo de un rudimento antediluviano y obsoleto como ése, sin un extintor cerca ni una maldita medida de seguridad, en funcionamiento durante toda la noche. Ahora se replantea la necesidad de revisar los términos de mi seguro de hogar y estará a punto de reprocharme cómo pude irme a la cama sin apagarlo, pero después del insulto que supone llamarme Teté dudo que se atreva—. ¿Te fuiste a dormir sin apagar las brasas? —vaya, pues sí ha sido capaz.
—Haz el favor de no ponerte histérica, no habrá incendio que valga. La caseta es de piedra, el horno lleva dos siglos funcionando y esta mansión es eterna. Sus cimientos, por más que la sangre, las heces o el llanto los inunden, jamás se han sobresaltado. Ningún ser podrá alterarlos.
Nada más responder a su rapapolvo con otro tal vez más enardecido ya lo estoy lamentando. Termino el café de un trago y me levanto para meter la taza en el lavavajillas. Ella se aparta y, haciéndose la ensimismada, saca del bolso su agenda, que es también la mía, y la repasa con fingida concentración.
No pretendía ser tan brusca, a veces no mido mis fuerzas, así que busco algo que me sirva como disculpa, lo primero que se me venga a la cabeza. No se me ocurre nada. O sí, pero lo que ocupa mi memoria, lo que estimula mis neuronas mientras juego a parecer cándida y dócil es justo lo que no debo mencionar. Pasa un segundo, tres, tal vez siete. No puedo con el silencio entre nosotras. Me duele, comienza a lastimarme, a descargar todo su peso sobre mí como una losa y debo pensar en algo que me entretenga, en los ojos de Benjamín, en su color azul, en el sabor denso y refrescante de sus labios de menta.
Cierro los párpados en una encomiable demostración de fuerza de voluntad e intento hacer acopio de mi poca prudencia. Hablar de cualquier cosa menos de los recuerdos de la noche de ayer y cómo devienen en aspiraciones absurdas, en alocadas ideas. Cállate) no le cuentes nada y mucho menos a Estrella, muérdete los labios si es preciso, pero no llego siquiera a intentarlo porque algo me hace cosquillas en el dorso de la mano. Se trata de una arañita diminuta y brillante, casi como una pepita de oro, de las que abundan en los hogares donde se acumulan muebles de madera. Agito la mano impaciente para que se largue, para que me deje seguir calibrando mi dilema, pero la muy osada se aferra a mi piel y parece levantar la cabeza y me observa altanera, como si tuviera algo que contarme, como si pudiera aleccionarme con esos ojillos diminutos soñando con que llegara a entenderla.
Me recrimino por esta imaginación desbocada que tiende a dotar de emociones humanas a aquello que no pasa de ser objeto o animal irracional y, para olvidarla y a la espera de que se vaya, porque seré malvada pero no quiero abusar de mi poder aplastándola, dejo vagar por la cocina mi mirada. Sobre la puerta descubro una tela de araña tejida por otro ejemplar de mayor tamaño y a su inquilino, de lomo amarillo y negro, balanceándose exultante de un extremo del hilo. Su presencia es una provocación y hasta a mí me resulta insultante. Entrecierro los ojos, me concentro en su panza peluda, en sus ocho patas simétricas y me dejo arrastrar por su movimiento pendular e hipnótico. Es como una equilibrista que insistente, de un lado a otro del trapecio, me dijera que guarde silencio, que debo callar.
—Estoy pensando en una nueva forma de bautizar mis recetas —hablo al fin.
—¿Para el próximo libro? —presupone Estrella sin alzar la vista.
—No, para el restaurante, e introducir un plato del día diferente.
—¿Uno para cada día de la semana? ¿Siete? —ahora sí me escruta consternada.
—O trescientos sesenta y cinco al año, si hace falta. Cocinaré uno siempre y cuando se me ocurra algo interesante y no se repitan.
—No le veo sentido. Es un proyecto que requiere ser constante, o lo haces todos los días o no lo haces —intenta razonar—. Además, resulta descabellado que estando tan atareada, con semanas en las que apenas puedes pasarte por el restaurante, te embarques en un reto que te obligaría a crear a diario nuevas mezclas, sin tiempo de testarlas entre tu equipo y que después, por más que resultaran deliciosas, no volverías a incluir en la carta.
—¿A qué vienen tantas pegas? —protesto—. No me quedan más que un par de actos para concluir la promoción del libro, grabo el programa de televisión desde mi propia casa y lo de escribir futuros recetarios ya es secundario para mí. Si voy a pasar de ahora en adelante más tiempo atendiendo el local ¿por qué no puedo aprovechar para cocinar, que es lo que más me gusta?
—Porque resulta un poco extravagante.
—¿Y cuándo mis extravagancias no han funcionado? Creí que mi acierto estribaba en mi originalidad, pero veo que prefieres seguir ganando dinero fácil a costa de renunciar a ensayar otras propuestas —me sulfura esa manía suya de echar por tierra lo que me apasiona, lo que me recuerda que sigo respirando y todavía me queda algo de control sobre mi nombre, mi memoria y mi valía.
Como en este preciso momento odio a Estrella por aguafiestas y también estar de pie sin hacer nada, esperando un permiso que no llega, un mínimo de entusiasmo, una venia de su señoría, aunque sólo sea un poquito de clemencia para fingir una buena acogida a mi ocurrencia, me dirijo hacia la puerta trasera de la cocina que da al huerto de las especias para recoger unas hojas frescas que usaré en una nueva exquisitez que, por lo visto, a este paso crearé sólo para mí.
Esto me sucede por compartir mis sueños, me recrimino escarmentada para mis adentros, dolida por haberme dejado llevar por mi imaginación, por permitir que crezca esta poca ilusión cuando me había prometido firmemente no volver a sentir alegría ni dicha ni llanto ni ninguna clase de emoción.
—A ver, dame más detalles… —parece que Estrella cede a mis espaldas, y sonrío por dentro consciente de que acabo de ganar esta batalla—. No puedo oponerme cuando ni siquiera termino de entender lo que planteas.
—Lo único que quiero es libertad para poner en práctica las nuevas recetas que me pida el cuerpo y ofrecerlas como siempre se ha hecho en las casas de comidas: «Esto es lo que hemos cocinado hoy, conseguimos esta materia prima y la chef ha buscado otro modo de prepararlo, ¿quieren probarlo?». Estaría supeditado a que se me ocurriera una idea que valiese la pena y, lo más importante, a encontrar los ingredientes necesarios. Si alguna de estas extravagancias obtuviera una buena acogida podríamos pensar en incorporarla al menú, aunque a lo mejor la gracia resida en que se corra la voz de que sería un plato único cada día que nadie volverá a degustar. Para los esnobs que buscan dejarse ver sería el súmmum de la exclusividad.
Piensa que me he vuelto loca, basta con fijarse en su expresión para adivinarlo, pero no se atreve a articular palabra por miedo a que pierda irreversiblemente este empuje que por un instante se parece al de antes. Para ella soy como una criatura enferma cuya salud se va deteriorando, que ya no se divierte ni apenas tiene fuerzas para sostener a su muñeca. De vez en cuando, muy raramente, la convaleciente se levanta con fuerza en la mirada y ríe, y vuelve a ser vital y revoltosa, y sus padres la acompañan en sus juegos temerosos de coartarla, reticentes a prohibírselos pero rezando para que no se vuelva a apagar esa llama que baila en su interior, no se sabe por cuánto tiempo, y que le ilumina la cara, y por eso, sólo por eso, sé que Estrella me secundará en cualquier locura que emprenda.
—Podría funcionar. Siempre y cuando sepamos darle el enfoque adecuado —aventura impregnada de prudencia.
—Por descontado —acepto yo, sin dejarle percibir que no quepo en mí de gozo—. De hecho, llevo buena parte de la noche ocupada en la primera creación.
—¿Ya quieres empezar?
—Hoy mismo. En realidad hace años que trabajaba en secreto en esta propuesta —y ahora es cuando desvelo mis cartas con una sonrisa de oreja a oreja, divertida ante su asombro, con mi propia capacidad para generar después de todo su sorpresa—. ¿Qué te parece para nombrar a una ensalada Brotes de azul ultramar con labios de fresa confitados?
—Abstracto. Nadie sabrá qué sabores se va a llevar a la boca.
—A mí me resulta evocador.
—No digo que no, pero no das ni una pista de sus ingredientes. ¿A qué viene el color azul o la fresa en una ensalada?
—De lo que se trata es de despertar y llamar a los sentidos: el azul del mar en calma o bajo una tempestad, la suavidad de la fruta y su dulzura en el paladar, tan intensa y temblorosa como la piel que acaricias durante el sexo… Imagina que tienes una aventura con un hombre encantador pero tímido, piensa en sus ojos azules bebiéndote el alma mientras te besa y en sus labios suaves y dulces, pero también algo amargos… Esa es la sensación que busco transmitir.
Estrella cabecea dubitativa. No capta la idea y vaticino que no lo hará jamás y eso la inquieta. Es como una monja de clausura resentida y dedicada a una sola misión: hacer dinero, invertirlo, conseguir una posición holgada que le haga olvidar las penurias pasadas, una obrera vocacional vestida de directora general con su sobrio traje gris y sus patas de gallo por bandera, sin un asomo de coquetería, sin ánimo para la pasión o el amor, sin ganas de dedicarse a un flirteo que, con seguridad, le parecerá una pérdida de tiempo. Le gusta madrugar y leer las páginas salmón de los periódicos por más que a veces no entienda su contenido. Mandar, sentirse poderosa, que la traten con respeto. Pero conmigo sigue siendo la sencilla compañera que antes era, campechana y directa, compasiva y humana. Sin embargo, se niega tajantemente a dejarse ir, a disfrutar de lo conseguido y olvidarse por unas horas de los balances, de renovar la cubertería y de las cuotas de mercado. En ocasiones me da por pensar que el lastre de su propia naturaleza le impide sentir, y es esa terquedad por arrinconar el empuje de su propia intuición la que le hace exclamar con un tono levemente burlón:
—Hija, qué romanticismo. Si no fuera porque sé que llegaste de ese plató a las tantas de la madrugada pensaría que ayer tuviste una cita —es una suerte que no se fíe de su instinto porque de hacerlo acertaría en el blanco, justo en el medio de mi corazón. Pero callo y el comentario, sin eco, se extingue mientras me pongo en movimiento—. ¿Y ahora adónde vas? —demanda confusa.
—Al horno de piedra, a por la carne braseada que anoche cociné para la ensalada. Tengo que empaquetarla, llevarla al restaurante, medir las proporciones de los ingredientes y dar instrucciones para que el maitre la ofrezca hoy como incorporación especial a la carta.
—Y no te olvides de que has quedado para almorzar al mediodía con el consejero delegado de esa editorial que insiste en publicar tu próximo libro —me recuerda, visiblemente satisfecha por mi despliegue de energía.
—No tengo próximo libro y no quiero escribirlo.
—Su secretaria lleva meses llamándome y la reunión ya está acordada.
—No trago a ese tipo medio calvo con ojos de sapo, me repatea.
—Pero te conviene —ya habló la voz de la razón. No sé para qué la tengo a mi lado, debería mandarla directa a su casa, a que le dé órdenes a sus plantas marchitas—. Tienen un sello de bolsillo donde podrían encajar tus títulos anteriores. Además, he pospuesto la cita tres veces y no me quedan más excusas creíbles. Nena, me temo que hoy te lo tendrás que comer.
—Muy bien —decido tras unos segundos—, me reuniré con ese hombre horrible. Es más, puede que le sirva la ensalada azul ultramar. En el fondo, para eso están las ratas: para experimentar. ¿No te parece una buena idea?
—Como quieras —me da la razón como a una loca, lo que hay que aguantar—. Y para que luego no digas que soy mala te llevo al trabajo en mi coche nuevo —propone riéndose al fin, bastante más relajada ahora que se ha asegurado de que cumpliré con mis obligaciones laborales y mi humor negro negrísimo vuelve a ser el de siempre.
—Qué amable, qué generosa —señalo, por no dejar de ejercitar la ironía.
—Por cierto, ayer estuvo aquí alguien interesándose por ti. Le atendió Alicia, la nueva doncella, aunque no le debió de importar demasiado que tú no estuvieras porque también intentó entrevistar al servicio.
—¿Otro periodista del corazón?
—Eso pensé yo, pero Alicia no recuerda que le hubiera dicho que se dedicara a esa profesión ni a ninguna otra en concreto.
—Hay que ver qué embobada es esa chica.
—Dale tiempo, no paran de llamar extraños a tu puerta con peticiones cada vez más estrafalarias: agentes metiéndote a su representado por los ojos para que lo saques en tu programa, admiradores que suspiran por una foto firmada y a cambio te traen regalos que rozan la pornografía o la escatología… Es difícil lidiar con todos —la defiende Estrella.
—¿Y qué hacía diferente a ese tipo en particular?
—Alicia lo vio más convencido que los demás de sus motivos.
—¿Sabes lo que te digo? Que no quiero saberlo ni oírlo. Si es un obseso que pretende secuestrarme ya me enteraré mañana, como diría Escarlata.
—Eres una borde, una altiva y una torpe sin carnet de conducir —me lanza sin contemplación, y no consigo adivinar si lo afirma en broma o en serio, aunque me temo lo segundo.
—Porque el mundo me hizo así —le recuerdo, y tras reafirmarme en mi maldad me dirijo al piso de arriba para terminar de arreglarme en mi vestidor.
Jamás salgo si no voy convenientemente enmascarada. Me siento animada, casi se diría que ilusionada, así que me echo una cazadora tejana por encima del vestido, elijo unos zapatos de tacón alto con doble tira en azul eléctrico y, con las manos escondidas en los bolsillos y la boquita pintada con un Rouge indécent vibrante y batallador, bajo al jardín.
Me apetece darme un paseo entre las hortensias celestes como paso previo a mi visita al horno, donde recogeré los últimos ingredientes necesarios para preparar mi plato en honor al añil Benjamín. Sé que le gustaría saber que todavía pienso en él y me encantaría llamarle para contárselo si supiera adónde hacerlo. En cambio, me limito a recordarlo con cariño y tratar de recrear el sabor dulce y acogedor de sus labios. No se me ocurre mejor modo de inmortalizarlo, me digo. Gracias a mí pasará a la posteridad y será eterno, único y efímero, gloria de un día pero alabado y admirado, degustado y paladeado.