2. De la importancia de una cocina bien equipada
Nada más acabar el programa me informan de que un vehículo de la productora me espera para trasladarme sana y salva, cruzando el extrarradio a estas horas de la madrugada, al lugar donde habito, a mi guarida, a mi casa. Me despido del presentador y le felicito por su talento, su desparpajo, su simpatía. Se queda tan henchido con mis halagos que, todavía bajo los efectos del subidón que proporciona el directo y llevado por un arranque de efusividad del todo inapropiado, me besa en ambas mejillas con sus mofletes pringosos de maquillaje, sudados tras muchas horas bajo los focos. Algo sonada por el subidón que proporciona el directo me dejo sobar sin protestar y no hago remilgos a los rastros de baba que mancillan mi cara y que no limpio hasta que, una vez más dócil y sumisa, sigo a mi nueva guía por pasillos laberínticos en los que me cruzo con personas que, como topos proletarios convencidos de que el suyo es un buen empleo, calculan la audiencia conseguida y maquinan ideas para el guión de mañana. Sin divisar a Benjamín por ningún rincón acabo saliendo al exterior, me introduzco en mi calabaza, una berlina lujosa, negra y brillante a todas luces excesiva para mí, y digo adiós con la mano a la sufrida redactora que a pesar de su joven edad ya carga con todo un año de ojeras, tan tristes como la risa de una calavera, tan moradas como la flor del lirio real.
Mientras abandonamos el recinto reparo en el público jaranero y despreocupado que abarrotaba el plató febril de excitación. Ahora arrastran los pies con sueño atrasado y el cansancio que se les viene de golpe al recordar que mañana deben madrugar, una lasitud que no mitigan los efectos del subidón que proporciona el directo y que les hace dóciles y sumisos frente a los empellones de las azafatas que los introducen en autocares dispuestos a abandonarlos en alguna plaza céntrica de la ciudad. Me los imagino saliendo de sus panzas metálicas como del vientre de una ballena, invadiendo las aceras como zombis con legañas, atrapados en esa sensación de irrealidad que brinda el estar despierto cuando el resto de tus semejantes duermen, atravesando las calles vacías con sus mejores galas y deseando llegar al hogar para averiguar si sus familiares los han distinguido entre la muchedumbre, si han vislumbrado su cabecita entre los espectadores porque esa que asomaba era la mía, y también esa risa que suena a destiempo y que solté adrede, cariño, para que supieras que era yo.
Tan abstraída voy pensando en todas esas existencias, en sus rutinas de hipotecas e ilusiones fáciles de contentar, que no me doy cuenta de que acabamos de aparcar ante la verja de mi residencia.
—Su casa —anuncia, o más bien confirma el chófer.
Sé que le impresiona, que se ha quedado fascinado ante la visión del palacete, imponente y brillante debido al granito que parece centellear en la oscuridad, elevado sobre un montículo y airoso en sus tres alturas, culminado por un torreón que parece vigilarnos sin descanso, aburrido pero despierto, algo amenazador, con sus contraventanas abiertas y un tanto inquietantes, como fauces siempre dispuestas a devorarte. Contempla absorto la escalinata de piedra que se eleva hasta la entrada semioculta tras la hiedra y la galería que descansa sobre sus siete arcos y ocupa el frente de la planta segunda, y las columnas y los ventanales de madera oscura, y las forjas de hierro revoltosas y retorcidas que rematan los balcones, y lo puntiagudo de los adustos tejados de pizarra, y lo sólido de sus muros firmes y bien anclados, gráciles a pesar de la vegetación que se encarama sobre ellos.
—Menuda choza, señorita —añade sin aliento el conductor.
Me da rabia ser tan maleducada a estas horas como para no renunciar a sacarle de su error pero, como me pasa últimamente, no soy capaz de resistirme:
—Gracias. Aunque no es mía, sino de mi madre.
—Parece un castillo, con la torre y su lucecita encendida. Como si una doncella estuviera allá arriba, esperando que la rescatara un príncipe.
—Siento desilusionarle, la única doncella que la habita soy yo.
—¿Y su vieja? —y ahora me guiña un ojo picarón—. Si es viuda pregúntele de mi parte si busca marido.
—Enviudó muy joven, es cierto, pero nunca le gustaron los hombres. Creo que le daban grima… —le confieso mientras recojo mi chaqueta del asiento trasero y tiro del picaporte dispuesta a salir—. De todos modos, si continúa interesado vaya a preguntárselo al cementerio. Y de paso salúdela de mi parte, hace tiempo que no le hago una visita.
Se encoge de hombros tras mi respuesta, masculla entre dientes que la gente de la televisión está de manicomio, que sólo hacía una broma, y se dispone a regresar al escaso tráfico de la noche. Sin embargo, antes baja la ventanilla y, mientras el intermitente golpea el silencio con su tictac, me ofrece complaciente:
—Señorita, ese jardín suyo o de quien sea está muy oscuro. Tiene un trecho que atravesar hasta llegar a su casa, ¿quiere que aguarde hasta que usted suba y abra la puerta? Así me quedo tranquilo.
—Pasé aquí mi infancia, estoy acostumbrada a lo lóbrego.
—Y bien que se le nota, si no le molesta que se lo diga —pese a todo, se cruza de brazos inalterable y aguarda asegurándose de que cruzo el bosque encantado siguiendo el sendero de gravilla y me pongo a salvo sin que me dé alcance ninguna bruja funesta ni me hechice cualquier mago malvado.
Me hubiera gustado detenerme bajo los árboles, despojarme de los zapatos y caminar descalza, ajena al rumor de la circulación, centrada en el bullir de las hojas y los guiños de las luciérnagas, en el perpetuo tejer de las arañas entre dos ramas, en el lento deslizar de las orugas sobre las flores marchitas, pero no quiero importunar al chófer más de lo que ya lo he hecho y sin perder un instante subo la escalinata, introduzco la llave en la cerradura y entro con rapidez encendiendo la lámpara del recibidor. Por la mirilla compruebo que, satisfecho por el resplandor que se cuela a través de la cristalera, arranca y se va dejando en el aire la vaga estela del ruido de su motor como recordatorio de que una vez existió. Entonces sí me libro de los zapatos y me río a carcajadas de su temor, de su amabilidad, de su cabezonería y decido que me apetece comer algo. Tanto vaivén, tanto protector atento dispuesto a cuidarme, tanto trasnochar y recordar, me han abierto el apetito.
Apago el interruptor que encendí para que se tranquilizara y además, desde el cuadro central que gobierna la casa, la inoportuna luz del torreón. Envuelta en la acogedora oscuridad me dirijo a la cocina, su cocina. Recorro la planta baja como una sombra amparada en la penumbra. De camino a su santuario me parece ver las estancias como cuando le pertenecían: coquetas, femeninas, repletas de jarrones con flores siempre frescas, con las cortinas venecianas de mil frunces y pliegues, con la plata brillando reluciente y sembradas por doquier de figuritas de pastorcillas y cupidos de valiosa porcelana en una muestra de ese estilo tan ostentoso, tan inglés, que adoraban con devoción su corte de alumnas y lectoras, amigas y vecinas.
Y es que la autora de mis días era una perfecta dama y su vivienda lo era también. El marco ideal para una digna viuda de noble cuna y modales exquisitos que supo sacar partido de una de sus más encomiables cualidades como esposa y ama de casa y levantar un boyante negocio de la nada.
Intento convencerme de que ahora todo es diferente pero ella, de alguna manera no exactamente viva aunque presente, permanece en el palacete y en mí, y por más que la decoración sea distinta ahora que soy yo quien lo habita, no puedo dejar de percibir en los elementos de la construcción que no he podido alterar la impronta de su huella perenne. Me detengo sobrecogida, como cuando era niña, ante una puerta de madera maciza, y alzo la vista hacia la parte superior del dintel donde los cristalitos de colores del emplomado se alian para mostrarme una O y una V versallescamente entrelazadas sobre pámpanos y hiedra de ramas nudosas y retorcidas. Tomo aire y contengo la expectación sabiendo que tras cruzar ese umbral estaré, ahora sí, por completo en sus dominios, pero mi desazón es tan grande como mi alivio cuando verifico que ni siquiera a estas horas insólitas su fantasma se encuentra paseando por aquí.
Bienvenidos al mundo de mamá, bienvenidos a su cocina.
Nunca le gustó demasiado su nombre, no por cómo sonaba sino por lo que implicaba. Jamás fue romántica ni admiró a damisela alguna capaz de enloquecer por amor, de amar dejándose en el empeño la sesera. Y, por supuesto, nunca soñó con flotar sobre las aguas —es más, no supo qué hacer cuando se encontró ante ellas—. El caso es que por un extraño capricho del destino o una inesperada decisión de mi abuelo, gran lector, o tal vez por el inexplicable antojo de mi abuela, sensiblera empedernida, su única hija, ella, terminó por llamarse Ofelia. Y lo cierto es que contra su voluntad acabó convirtiéndose en una triunfadora de amarga fortuna, desgraciada y eterna a su modo, y como tal era recibida allá donde iba. Por más que sus huesos se revuelvan al escuchar cómo me río cada vez que la mencionan acompañando su nombre de benévolos adjetivos, así perdurará por toda la eternidad para muchos de sus seguidores: trágica y altiva en sus maneras, infeliz y desamparada en su memoria.
Mi madre, o ahora su recuerdo, ha ganado un merecido hueco, un pequeño rincón de honor en todos los hogares del país del que nadie la moverá. Por mucho que pasen los años o las décadas, seguirá siendo una de las reinas de los recetarios y allí permanecerá junto a la Marquesa de Parabere, Simone Ortega y alguna otra compañera. En un anaquel, en el estante de las especias, tal vez en la despensa o sobre una encimera, diosa eterna de los paladares y los sabores, dueña por siempre de las cucharas y los tenedores, los asados y las magdalenas.
En su cocina que ahora es mía, debo conseguir no olvidarlo, de manera premeditada he intentado que no queden rastros de lo que fue su vida y su obra. No se vislumbran sus libros por ningún lado ni las fotos con sus famosas alumnas de la alta burguesía, y hace tiempo que desaparecieron de las paredes las reproducciones de bodegones con faisanes, uvas, granadas o sardinas. En cuanto a las cortinas con frutitas de colores que se distinguían tras su espeluznante cardado de peluquería en las fotografías que ilustraban sus obras, me encargué personalmente de quemarlas en el viejo horno de leña de la caseta de piedra, el mismo que siempre rehusó utilizar por temor a que la tacharan de poco avanzada.
Porque lo que a ella le gustaba era reinterpretar los guisos de siempre adaptándolos a los nuevos artilugios que las compañías de electrodomésticos no cesaban de inventar. Era toda una experta en enseñar cómo cocer en las ollas más veloces las lentejas de la abuela, o en asar en la mitad de tiempo en hornos ultrarrápidos el capón que por Navidad y bajo estricta fórmula familiar antes se doraba horas y horas en la lumbre, o en realizar en un santiamén gracias a las novísimas batidoras el bizcocho que la tía monja debía amasar una tarde entera.
Enciendo la luz a modo de reto y repaso satisfecha la inmensa estancia funcional, desnuda, y me enorgullezco secretamente de no tener ni uno solo de esos inventos infernales a la vista. Está fuera de toda duda que son útiles, por descontado que algunos son necesarios, pero no voy a vertebrar en torno a ellos la identidad de mis platos. Yo defiendo ideas innovadoras con métodos más clásicos y, sobre todo y a diferencia de ella, no me limito a teorizar. Yo cocino.
Abro el frigorífico y me sirvo un vaso de agua bien fría, tanto como lo estoy por dentro, mientras inventarío con ojo crítico su contenido. Hago una breve comprobación del estado de la carne debidamente distribuida según sus cortes, procedencia y fecha de empaquetado y me cercioro de la frescura de las verduras. Detesto despertarme en mitad de la noche con ganas de experimentar y no tener el ingrediente con que preparar tal o cual bocado. Deposito el vaso en el fregadero y miro a través de la ventana al frondoso jardín que yo sola, por más que quisiera, soy incapaz de cuidar. En realidad preferiría usar la palabra «bosque» porque es casi lo que es y porque suena a cuento, a niños perdidos y a casas de chocolate, a osos que comen sopa y a árboles animados. No lo hago porque me da un cierto apuro, un pálpito de vergüenza, la culpa de los herederos cuando aceptan la vasta extensión de sus posesiones y saben que no han trabajado lo más mínimo para obtenerlas. Yo me las he ganado, vaya que sí, pero a la hora de otorgarle un apelativo a esta parte de mi legado me puede el pudor y la falsa modestia, tan insincera, tan hipócrita, de buscar un eufemismo que empequeñezca este vergel encantado dotado con jardín de verano e invierno, huerto y estanque, y árboles por todas partes y macizos de flores junto al camino serpenteante y laderas recubiertas de césped bañado por el sol. Y detrás, sombras oscuras que amedrentan, casi tinieblas, presididas o cercadas por los gruesos troncos de los ejemplares más añosos y cascarrabias, con sus copas demasiado juntas, casi tocándose las caras con sus brazos de ramas.
Hubo también fuentes de piedra, y estatuas de faunos y virtudes entre los arbustos, pero ya poco puede contemplarse. Los mármoles blancos se los llevaron, varias guerras atrás, los invasores franceses, y ahora sólo quedan en pie las piletas sembradas de nenúfares y habitadas por algún que otro sapo y docenas de libélulas, y los pedestales sobre los que se lucen las urracas devenidas en marquesas gorronas y encopetadas. Del laberinto no se conservan más que retazos de setos dispersos entre la espesura, difuminada y perdida su geometría como restos de arcos rotos que no sostienen nada, que no encuentran el final de la línea que tiempo atrás guardaban por más que los jardineros que contrato por horas se empeñen en domesticar las diminutas formas del boj hasta dejarlas simétricas.
Poco queda del esplendor de antaño, de esa gloria ostentosa y descarada. Me siento más cómoda en este oasis verde ligeramente decadente, sin la exultante perfección de las hojas en exceso brillantes o la impúdica desnudez de los árboles recién podados. Soy demasiado acaudalada como para tener que demostrarlo, y por eso huyo de la grandiosidad y disfruto perdida en el pequeño arriate que dedico a las hierbas aromáticas, escondida entre los arbustos perennes y aburridos del jardín de invierno, y a su vera, junto a los brotes verdes y jugosos de la salvia y la albahaca, bordeada por el orégano y el hinojo, oliendo a espliego y a romero, a menta y azafrán, la caseta que alberga el horno de piedra en el que la servidumbre, cuando esta era una villa noble a las afueras, cocía el pan y preparaba los asados, un valioso uso que nos ha dado a mí y a los míos con la única excepción de mi madre, que siempre proclamó a voz en grito que le daba aprensión porque era lóbrego y profundo, porque con tanta ceniza que desprendía parecía que olía a muerto. El sitio donde ahora nadie más que yo puede entrar.
Pero basta ya de recuerdos y zarandajas. Atravieso la mansión para llegar a la escalera principal y subir a la planta alta. Después de tanto sentimentalismo y tanta emotividad soporífera por fin me pueden las ganas de descansar. Me detengo ante la mesita del vestíbulo para recoger mi bolso con la idea de recuperar mi cuaderno rojo como la sangre, denso como la carne, y escribir unas líneas más antes de dormir cuando distingo a lo lejos, a través de los cristales y por entre los setos y los acebos, más allá de las azaleas y las violetas que bordean las piedrecillas blancas del camino y las cortinas de hiedra trepadora que cuelgan ante las ventanas, tímidos haces de luz que se detienen ante la verja delantera y alumbran sus fronteras con ráfagas traidoras. Quién podrá ser a estas horas.
Sonrío. Creo que me hago una idea.
La puerta de un coche atruena al cerrarse de golpe como un disparo en mi calle desierta y vacía, sin bocinazos ni ruidos estridentes, tan lejana todavía de la claridad del día. No necesito mirar afuera para saber quién es, así que sin esperar a que suene el timbre del portón pulso el botón de apertura a distancia. Mi visitante nocturno, confuso y sorprendido, la empuja y se interna en la espesura del jardín. Le oigo avanzar despacio y temeroso por el sendero, como recelando de que un hombre lobo o una gata salvaje se abalance sobre él en cualquier momento, a cada paso crujiente y ruidoso sobre la gravilla, pero nada de eso sucede y al poco se encuentra al pie de la escalinata que ascenderá para llegar a mi residencia. No lo veo todavía, pero no necesito espiarlo por la mirilla. Simplemente lo sé.
Le escucho rumiar tras la madera las torpes frases de presentación que venía preparando en su trayecto, recomponer el ánimo maltrecho y destartalado que le dejó nuestro fugaz encuentro, aquietar el pulso desbocado que martillea en su sien y en su entrepierna y, como no soy tan cruel, o al menos aún no quiero serlo, abro la puerta con rapidez para evitarle el dilema de si usar o no la aldaba. Con una sonrisa triunfal, segura de mí misma, me apoyo en el quicio para estudiarle con detenimiento y un punto de descaro.
—Hola, Teresa —con sorpresa parece caer en lo tarde que es y arranca a hablar con su rostro demudado por la angustia—. No sé si te molesto…
—¿Qué se te ofrece? —siempre me han disgustado los comentarios obvios, por eso opto, sádica y felina, por hacerme la críptica y esperar.
—Me… me apetecía verte y no podía olvidar tu voz y… —balbucea en un alarde de locuacidad.
—¿A estas horas? —cruzo los brazos inquisitiva, intento parecer impasible y gélida pero, por dentro, me lo estoy pasando en grande.
—No he podido salir antes del trabajo, mi jefe me lio. Supuse que estarías despierta porque he visto encendida la luz del torreón, pero si te ibas a acostar… —retuerce sus manos en los bolsillos, no es capaz de sostener mi mirada y otea el exterior por encima de su hombro en busca de su coche, pensando que tendría que haberlo dejado con las llaves puestas por si le surgiera la necesidad de iniciar una fuga repentina. Antes de que se le vaya el poco valor que le queda y se eche a correr alejándose de mí para siempre, me callo las ganas de decirle que odio el torreón y no subo a él desde hace años, depongo mi actitud de mujer fatal de cine negro y me aparto para franquearle el paso.
—Anda, entra. Que pareces tonto, Benjamín.
* * *
Ya en el interior, sin tantos nervios y con su cazadora colgada en el armario del recibidor, le invito a pasar y le propongo que nos sentemos a beber una copa. Acepta, para qué ha venido si no más que para tomarse un trago que le caliente el cuerpo y esperar ilusionado a que también me decida a hacerlo, y se deja llevar, pues ahora soy yo quien le guía por los pasillos en dirección a mi salón favorito.
—Ten cuidado, no tropieces con ningún cable —le sugiero irónica recordándole cómo nos conocimos en un tiempo que parece ya tan lejano y que sin embargo transcurrió apenas unas horas antes.
A mi lado se ríe algo más relajado, no mucho, y advierto su curiosidad al observar los objetos que pueblan las estancias en semipenumbra que atravesamos.
—¿Te parece interesante el paseo?
—Sí —reconoce de inmediato mientras se fija en los altos espejos con marcos dorados, en las lágrimas de cristal que lloran las espectaculares arañas y en los techos con frescos románticos que parecen respirar en cuanto acciono un interruptor.
—Es la antigua sala de baile. El problema —le explico, en un acceso de charlatanería impropio en mí— es que el palacete es demasiado grande y costoso de mantener para que lo habite una sola persona. Por eso he tenido que hacer algunas concesiones y convertir esta ala de la planta baja en un improvisado plató de televisión. Desde aquí podemos grabar mi programa sin necesidad de que la productora tenga que alquilar un estudio y, sobre todo, ahorro en traslados. Para mí el tiempo, mi tiempo, es el bien más preciado.
—Tenéis cámaras de última generación —me concede con tono apreciativo y, como buen profesional del ramo, se detiene para calibrarlas—. Os habrán costado una pasta. La lástima es que los trípodes, los focos y esta parafernalia afeen la habitación.
—Si te soy sincera, nunca me gustó esta sala. No me sirve para nada y le tengo manía: de pequeña no me dejaban entrar.
—Es un equipo muy caro, espero que te hayan instalado alguna alarma.
—No tengo, no me gusta sentirme prisionera… —«en mi propia casa», iba a concluir, pero me callo a tiempo: nunca será mía por más que su anterior dueña se pudra allá donde se encuentra y ahora, a todos los efectos legales, me pertenezca.
—¡Qué rara eres! —afirma en un impulso y al instante entiende que se ha tomado demasiadas confianzas y comienza a tartamudear—. No me he… explicado bien…, me refiero a que, tan sola en esta casa tan grande… igual te daba miedo.
—Nunca lo he tenido —zanjo, hastiada de tanto parloteo—. Éste es un barrio muy seguro y en pleno centro —lo cierto es que debería explicarle que no existe motivo que me haga temer a los monstruos que moran fuera. Cualquiera que llevado por las malas intenciones se planteara saltar el muro que nos rodea y atravesar el vergel debería demostrar más cuidado de la única bestia que en la actualidad lo habita.
Cortado, sigue caminando sin atreverse a abrir la boca, no sea que por no callarse a tiempo se le estropee el plan que con tanto esmero ha trazado y que le estaba saliendo impecable hasta que le dio por comportarse como un lenguaraz. Llegamos al salón que las doncellas solían llamar «de fumar», enciendo las lámparas de mesa y le ofrezco asiento mientras abro el mueblebar y conecto el equipo de música. No recuerdo qué disco dejé puesto la última vez y me preocupa que pueda tratarse de algo inadecuado, pero no, reconozco de inmediato la melodía que nos envuelve plácida y serena, que casi como una profecía o una condena nos promete un mundo raro, y espiando de reojo a Benjamín, recostado, casi se diría que adormilado sobre el sofá de cuero ajado, compruebo que no le incomoda, que le calma y le relaja.
—¿Qué suena? —inquiere con los párpados entrecerrados y la cabeza ligeramente echada hacia atrás, volcado en la contemplación de las celosías y los mosaicos que cubren techo y paredes, ofreciéndome su cuello apetitoso, su encantador abandono, el joven pecho desavisado que muestra la camisa semiabierta.
—Una ranchera.
—Es bonito lo que dice, eso de que te ofrezcan un sol y un cielo entero.
—Y triste también. ¿Qué te gustaría beber?
—Un whisky con cola. Ando necesitado de cafeína —sonríe.
Creí que acababais acostumbrándoos a vuestro horario.
—Aunque algunos aseguren que sí, no es cierto. Es difícil encontrar personal cualificado para los programas nocturnos y, los que hay, se acaban quemando. En mi gremio es normal que te dé una ventolera y no vuelvas a aparecer por el plató dejando a todo el equipo tirado.
—¿Y antes qué hacías? —le pregunto, por preguntar algo, mientras le tiendo su vaso y me siento a su lado con un vino tinto en la mano.
—Esto y lo otro: debates de sobremesa para marujas, concursos de medio pelo para la tarde… Lo primero que saliera con tal de ir tirando.
—Por cierto, tienes que explicarme cómo has dado conmigo —sonsaco melosa mientras jugueteo con mi copa y la alzo para contemplar los reflejos rojizos que trazan líneas carmesíes en mi piel mientras coloco, sin darle importancia, buscando una postura más cómoda, mis piernas sobre las suyas—, no recuerdo haberte mencionado dónde vivo.
—Y no lo has hecho —y ríe bajito mientras se rasca tímido el cogote como un chiquillo pillado en falta a quien, pese a todo, no le importa haber sido malo y por tanto convenientemente castigado—. Le pedí tu dirección al chófer que te trasladó. No le resultó difícil recordar una casa como esta.
—Qué chico tan listo —le halago con una mordacidad que no sé si llega a captar y me dejo perder en sus ojos. Son de escándalo, delicados como brotes de cebollino, frescos como el limón recién exprimido, dulces como las zanahorias más pequeñas y, seguro, tan suculentos como ellas.
—Es que me habías impresionado, ¿sabes? Eres algo fuera de lo normal, nada más verte me di cuenta. Con esa voz tan ronca y ese…
—No sigas —corto con una risita boba—, conseguirás que me ponga colorada.
—Por qué no, Teresa —se incorpora vehemente e inclina su torso hacia mí, me coge de las manos y las aprieta con fuerza mientras clava en mi pupila su pupila azul—, tú tienes que saber que lo eres.
—A ver que me aclare, ¿qué es lo que soy? —inquiero armándome de paciencia porque me espero lo peor, desde cánticos de alabanza a mis dientes afilados y blancos como perlas a banales comparaciones con el rubí de mis labios.
—Una mujer perdida, una cría de infancia rota a la que no dejaban jugar, una sombra que vaga por sus salones. Alguien que no parece que se estime y que a lo mejor por eso se gana la devoción de los demás.
—¿De dónde has sacado eso? —le escruto con un tono en apariencia despreocupado rezando porque no me delate el levísimo temblor de mi voz—, ¿lo has oído en la letra de una canción?
—También eres cruel —afirma serio de pronto—. Yo sé que para ti soy un ligue de una sola noche y que no me has invitado, o no al menos de palabra. Si he venido ha sido porque me llamaron tus ojos, porque me pareciste sola y como perdida. ¿Ahora te apetece jugar a que soy el chico desvalido al que le haces un favor?, pues vale, pero no olvides que mi trabajo consiste en observar cómo la gente mira a la cámara, y ella nunca miente.
—¿Quieres otra copa o te apetece que te enseñe el resto? Todavía no has visto la planta de arriba —le propongo tras un silencio que me ha parecido eterno, el que he necesitado para asimilar sus palabras y recuperarme de la certera radiografía, de la crítica imprevista y del respeto que ahora me provoca Benjamín. Y de las ganas de alimentarme que, sin saberlo, acaba de despertar súbitamente en mí.
—Subamos —acepta, se ha dado cuenta de lo que mi oferta implica, de que en las plantas superiores es donde se ubican los dormitorios.
Esta vez soy yo quien le coge de la mano y, sin apagar las lámparas, tiro de él suavemente por salones y pasillos y le explico algún detalle sobre cualquier aplique de cristal, un cuadro, un espejo, un artesonado.
—No tienes apenas muebles y los que hay son todos modernos —apunta acertado cuando dejamos atrás el comedor principal.
—No me gustaban los de mi madre, eran demasiado recargados —le aclaro, aunque no tendría por qué hacerlo—. Rococó.
—Agh —y pone cara de asco, como un niño ante un plato de acelgas.
—Sí, agh —y sigo caminando hasta llegar al pie de la escalera, tan imponente, blanca y eterna como una novia de mármol erguida ante el damero del suelo. Me giro y le observo, todos merecen una última oportunidad.
—¿Por qué te paras? —se sobresalta Benjamín ansioso de repente, inquieto.
—No quiero mentirte —le explico con ternura y un atisbo de compasión que no alcanza, que nunca alcanzará a entender—: Arriba hay todavía menos objetos. Las vistas, en cambio, son espectaculares.
—Entonces habrá que verlas —propone al instante.
—Como quieras —acepto sumisa y apenada por el giro irreversible que acaba de darle a su destino. Sin vuelta. Sin marcha atrás.
Es en mis aposentos privados donde mi fiebre minimalista alcanza su máxima expresión: confortables pero espartanos, acogedores desde mi punto de vista. Finalmente, algo cansado e impaciente, demanda:
—¿Y tu dormitorio, dónde está?
—Al fondo. Da a la parte trasera, la más agreste del jardín —le detallo con una sonrisa cómplice que por dentro se relame con anticipación sabedora de que la hora del festín se acerca—, pero lo que quería enseñarte es esto.
Abro las puertas de cristal de la biblioteca, una solemne estancia con todas sus paredes repletas de volúmenes antiguos excepto una, ocupada por enormes ventanales del techo hasta el suelo.
—Por un momento creí que decías en serio eso de que te comes a la gente —me confiesa a punto de sonrojarse y yo, indefectiblemente, caigo presa de su rubor.
—¿Crees cualquier cosa que se dice en televisión? —le empujo hasta la balconada con la intención de que el paisaje le haga olvidar que no he respondido a su pregunta.
—Impresionante —musita extasiado ante las luces que iluminan los tejados, las fachadas monumentales, los inmensos rascacielos en el horizonte.
—Sabía que te gustaría. Por eso esta casa se llama Je Reste, que significa «Me quedo». Uno de mis antepasados se obsesionó con morir aquí, rodeado de sus libros y estas vistas.
—Si te soy franco, tu casa me importa un bledo, lo único que me interesa eres tú —susurra revolviéndose, encarándose peligrosamente a mí, asiéndome por los hombros y atrayéndome hacia su boca, besándome con ansia el cuello, los hombros, el escote, al tiempo que levanta mis brazos y pasea su lengua por mis axilas.
Sorprendida, me dejo aplastar contra el ventanal, me abandono, le permito que me suba el vestido y me río satisfecha por este regalo que se me ha otorgado, que se me ha ofrecido sin que lo hubiera planeado ni buscado, por este presente que es Benjamín con su furia y su devoción y su camisa blanca desabotonada y su pecho palpitante y su piel rosada y osada recién descubierta. Decido pasar a la acción y sin pensar le muerdo, melosa al principio, más lanzada a medida que confirmo que tampoco opone resistencia.
Mis labios, que tan esmeradamente pinté en el camerino antes de que se atreviera a hablarme, con sus ojos azules y su timidez irresistible y hechicera, dejan un rastro rojo brillante entre sus pectorales, como una premonición, como una certeza, pero ya no podemos parar ni él ni yo y cediendo a la pena y al hambre, a la prisa y la pereza, a cualquier instinto bueno o malo, quién soy yo para juzgarlo, voy cayendo en el frenesí del placer, dejándome llevar por la pasión y el coraje y el horror que, sin poder refrenarlo, tira de mí, me conduce y me ciega.
Mientras le beso, en una habitación del piso de abajo, en el antiguo salón de fumar, junto a su vaso y mi copa vacía, cerca el uno de la otra como si la casa les diera pavor o frío, la voz aterciopelada de un cantante muerto susurra lenta y sentida mis verdades, las que Benjamín no sabe, las que descubrirá pronto con el pecho desgarrado y el corazón despedazado, esas que intuyó por un momento, tan ciertas como el escalofrío que notó al verme por primera vez y que, inconsciente, ignoró: que vengo de un mundo raro, que no sé del dolor que triunfa en el amor, y que nunca he llorado.