Capítulo 96

—Quería contarte la verdad sobre lo sucedido en la isla, y este camino de ronda me parecía el lugar más apropiado, porque fue aquí donde te hablé por primera vez de la misteriosa frase que escribió mi padre: «Gozo encierra sufrimiento».

—Solo aceptaré escucharte si me prometes que ya no habrá más mentiras ni medias verdades —afirmó Roberto con gesto adusto.

—Prometido —aseguró Brisa, levantando la mano derecha como si estuviera jurando sobre el cielo—. En Gozo no te pude revelar la verdad porque Peter era un espía a sueldo de los asesinos de mi padre y, si os hubiera mostrado los documentos altamente peligrosos que encontré en su caja del banco maltés, nos hubieran matado sin vacilar. Al hacerles creer que no existía ningún documento comprometedor, ya no tienen ningún motivo para eliminarme ni prestarme atención. Para protegerme desde su tumba, mi padre incluyó en la caja fuerte aquella carta manuscrita con la que poder engañar a cuantos la leyeran. Naturalmente, también mentí respecto al trust. Su capital supera en mucho los diez millones de euros, pero de momento no podré utilizarlo, ni para abrir un centro de terapias convencionales ni para nada que llame la atención. Si descubrieran que los engañé respecto a la cantidad depositada en el trust, concluirían que también pude mentirles sobre todo lo demás y volvería a estar en peligro.

El viento soplaba con fuerza y se filtraba entre las costuras de sus jerséis. Sol y nubes mantenían una especie de duelo singular en las alturas, donde el cielo, completamente encapotado, se abría a intervalos formando pequeños claros a través de los cuales resplandecía la luz.

Roberto se preguntó si todos los hombres y mujeres reproducían paisajes similares en el interior de su alma; paisajes de nubes espesas con rayos de esperanza. Conocer a fondo a una persona implicaba ir quitando, poco a poco, las capas de nubes que las cubrían, pero no siempre era posible.

—¿Cómo supiste que Peter era un traidor? —preguntó Roberto, receloso—. Un amigo de la juventud con el que se han compartido vivencias muy especiales no se vende al otro así como así.

Brisa concentró su mirada en el majestuoso vuelo de unas gaviotas que sobrevolaban el mar con las alas extendidas al viento.

—Algunas personas son como las gaviotas —respondió—. Su vuelo es elegante, pero basta con que el sol refleje el brillo de una sardina bajo el agua para que viren su rumbo y se precipiten en picado a devorar a su presa. Siempre admiré el vuelo de Peter: era brillante, atrevido, resuelto… Por eso logró engañarme al principio, cuando vino a Barcelona. Luego comencé a atar cabos que me hicieron sospechar de sus verdaderas intenciones. Externamente, seguía vistiendo igual, pero se hospedó en un hotel de cinco estrellas, algo que el Peter al que yo conocía no hubiera hecho jamás. Su concepción del dinero había cambiado y ya no le importaba trabajar para las mismas empresas a las que robaba información como hacker. Parecía evidente que el nuevo Peter, como el dios Jano, poseía dos cabezas que miraban a lados opuestos. ¿Cómo pasar por alto, entonces, que apareciera por Barcelona justo después de recibir en mi correo electrónico el mensaje del Bank of Valletta? Teniendo en cuenta que hacía más de un año que no sabía nada de él, mis sospechas se convirtieron en certezas cuando se ofreció a acompañarme a la isla de Gozo.

»Eso me llevó a preguntarme quién era Peter realmente. Es muy frecuente que los servicios secretos se infiltren entre los grupos radicales o subversivos que pueden ser peligrosos para el sistema. Al fin y al cabo, es su trabajo. Suelen infiltrar a algún agente inventándose una tapadera que no levante sospechas, tal como ha sucedido reiteradamente en Greenpeace. No obstante, también tientan a jóvenes comprometidos que, por diversas razones, deciden pasarse al lado oscuro y suministrar información a cambio de dinero. Y, desde luego, un portal como Wikileaks debía de estar en su punto de mira.

—¿Crees entonces que a tu novio le traicionó algún infiltrado en Wikileaks… o, incluso, Peter?

Los músculos faciales de Brisa se tensaron en un gesto adusto, como si su cara se hubiera transformado en un paisaje seco castigado por el sol.

—Me he formulado esa misma pregunta muchas veces, pero desconozco la respuesta. Quizá Paul murió por accidente y Peter se inventó toda la historia sobre su asesinato para tenderme un anzuelo con el que poder arrastrarme hasta los documentos de mi padre. Peter es uno de los hombres más inteligentes que he conocido, no le falta imaginación, y pudo muy bien urdir tal patraña para manipularme.

—Existen muchas formas de traición —afirmó Roberto con expresión sombría.

Tras haber alcanzado el final del camino, Brisa y Roberto optaron por descalzarse y cruzar la playa de Sa Conca con las zapatillas en la mano. La playa pronto quedó atrás. Unas arcadas de piedra, con enormes ventanales, que se elevaban sobre las rocas y el mar señalaron el inicio de un nuevo camino, muy diferente al anterior.

—¿Por qué no me advertiste antes de viajar a Gozo de las verdaderas intenciones de Peter? —preguntó Roberto.

Brisa le observó, aparentemente sorprendida, con esos ojos verdes capaces de hipnotizarle sin apenas proponérselo.

—Creía que era evidente. No eres tan buen actor como yo, y Peter es demasiado listo. Hubiera sospechado que le estábamos engañando y nos hubiéramos visto atrapados en un callejón sin salida.

Roberto negó con la cabeza, poco convencido.

—Aunque tengas razón, hubiera sido más justo avisarme de que tu antiguo amigo era un topo infiltrado, para que pudiera evaluar los riesgos con pleno conocimiento de causa.

—Sabías perfectamente los riesgos a los que te exponías. Durante nuestro paseo por el parque de Collserola te pedí que me escucharas antes de tomar la decisión de acompañarme. Te avisé de que estaba convencida de que habían intervenido mi ordenador y que, por tanto, las probabilidades de que siguieran mis pasos eran muy altas. Si te hubiera revelado mi plan, lo hubieras echado todo a perder. ¿O de verdad crees que tu expresión de alivio al creer que mi padre no me había dejado ninguna documentación hubiera sido tan genuina…, o tus piques con Peter tan creíbles? Si ellos hubieran tenido la más mínima sombra de duda, las consecuencias habrían sido funestas. Por el contrario, tu ignorancia y mi fingida confianza absoluta hacia mi «gran amigo» Peter eran las mejores llaves hacia el éxito. La carta de mi padre fue una baza inesperada en mitad de la partida, una suerte de comodín caído del cielo, pero te garantizo que, aun sin él, mi actuación hubiera sido tan convincente que no hubieran tenido razones para sospechar que todo era una farsa.

Roberto asimiló rápidamente lo que le había contado. Cuando viajó a Gozo, sabía muy bien que corría un gran riesgo, pues estaba convencido de que Brisa pretendía entregarle a Peter la documentación comprometedora que encontrara en el banco. El hecho de que nunca hubiera tenido intención de hacer tal cosa, sino de engañarle, había demostrado ser la mejor estrategia para conjurar los peligros.

—Ya sabes que yo prefería viajar sola —le recordó Brisa—, pero ¿qué hubiera ocurrido de no permitir que me acompañaras?

—No lo hubiera aceptado bajo ningún concepto —afirmó Roberto, tajante.

Brisa aminoró su paso, se aproximó hasta el borde del acantilado y miró en silencio hacia el horizonte, como si estuviera oteando el futuro que se escondía tras las nubes. Después se aproximó a él, le cogió de la mano y, durante un largo rato, permanecieron así, contemplando el grandioso espectáculo que se ofrecía a su vista. El mar parecía parpadear, reflejando en sus ondulaciones la luz que se filtraba desde lo alto. Roberto se preguntó si acaso el mar no sería una metáfora del cielo, un infinito azul en el que se daban cita más mundos posibles de los que nadie pudiera imaginar.

Tres gaviotas surcaron el cielo con sus alas blancas extendidas al viento. Volaban muy juntas unas de otras, como un escuadrón ejecutando maniobras militares. Planeaban sobre el aire sin esfuerzo, empujadas por el viento, como si fueran heraldos de un mundo más bello. De repente, como respondiendo a una señal invisible, las tres gaviotas plegaron sus alas, se abalanzaron en picado hacia el mar abierto y se sumergieron bajo las olas buscando saciar su hambre.

El hilo que separaba la ilusión de la realidad era muy tenue. Y no siempre era conveniente conocer la verdad. Existían muchas cosas que Brisa ignoraba porque él no se las había explicado. Le había ocultado que el mismo grupo mafioso vinculado a su padre también le había utilizado a él como confidente en el peritaje, y que, como inspector, se había comprometido a colaborar con ellos en el futuro. Brisa tampoco sabía que había contratado a un detective privado para seguir a Mario, y que este se había reunido con Dragan, uno de los cerebros de aquella organización criminal. También desconocía que existía un modo de golpear legalmente a esa organización criminal sin que sus nombres aparecieran implicados.

En efecto, rastreando la vida laboral de una ingente cantidad de trabajadores pakistaníes domiciliados en Barcelona, había logrado detectar quiénes eran los testaferros de las sociedades que actualmente utilizaba ese grupo mafioso para regularizar la situación de inmigrantes y blanquear dinero. Bastaba redactar una denuncia anónima recopilando dicha información y enviársela al inspector jefe: Joan Esteba era un tipo íntegro que no se casaba con nadie. Siempre había demostrado una gran valentía personal investigando a fondo asuntos muy turbios y complejos. Se podía confiar en él. Roberto lo conocía bien. En cuanto leyera una denuncia semejante, no vacilaría en impulsar una investigación a gran escala, de estar suficientemente documentada. Y de haber tenido acceso en Malta a documentos comprometedores, ¿no habría tenido la tentación de utilizar esa información en la denuncia anónima, para vengarse de quienes habían amenazado a su hija?

Roberto apartó la vista del horizonte y examinó el rostro de Brisa. Había muchas cosas que no le había dicho, cosas que podía contarle allí mismo, en aquel preciso momento. Pero no lo hizo. Se limitó a envolver con sus brazos la esbelta espalda de Brisa y apretarla con fuerza contra su pecho. Ella acercó sus cálidos labios a su rostro y Roberto la besó apasionadamente.

Cuando sus labios se separaron, Brisa sonrió, apretó su pelvis contra la de Roberto, arqueó la espalda ligeramente y se balanceó hacia atrás, dejando que las manos de él la sujetaran a la altura de su cintura.

—¿Y tú qué planes de futuro tienes? —preguntó con voz juguetona.

—Si te digo la verdad —se sinceró Roberto—, estoy planteándome pedir la excedencia como inspector. Últimamente, estoy tan harto de mi trabajo que preferiría dedicarme a cualquier otra cosa.

—¿Cómo acabar ese libro sobre la corrupción del que me hablaste en mi cumpleaños? —preguntó Brisa alegremente.

—Te aseguro que sería un libro muy bien documentado, aunque quizá fuera mejor olvidarme de las oscuras tramas financieras que devoran el mundo.

—Como me dijiste una vez: cuando se duda sobre el rumbo que se debe tomar, resulta aconsejable romper con la rutina y observar los problemas desde una perspectiva diferente. ¿Por qué no nos tomamos un par de semanas de vacaciones en alguna isla lejana y solitaria? Ambos nos lo merecemos, y allí podrías reflexionar tranquilamente sobre tu futuro.

—¿Y no echarías de menos a Joan Puny? —bromeó Roberto.

—No lo he visto desde que regresamos de Gozo —respondió Brisa, muy seria—. Y no pienso verle más —añadió tras una pausa—. He renunciado a seguir cavando tumbas.

Roberto agitó la cabeza con incredulidad, al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

—No sé, pero todo esto me suena a un nuevo principio.

—El final siempre es un nuevo principio.