Los mercaderes del planeta lo trocean y lo inscriben a su nombre en los registros inmobiliarios, patentan los genes y cobran regalías por los cultivos de semillas, privatizan las fuentes de las montañas y venden agua embotellada. Sin embargo, la naturaleza se empeña en proseguir regalando vida a todos los seres de la Tierra.
El fuerte viento trajo consigo el olor profundo del mar. Roberto respiró hondo, trató de ordenar sus ideas y expuso en voz alta alguna de sus reflexiones.
—No deja de sorprender que islamistas radicales utilizaran de tapadera a un hombre de raza judía como tu padre.
—Al contrario —rebatió Brisa—: era la tapadera perfecta. Cualesquiera que fueran los problemas financieros que mi padre tuvo en el año 2001, el caso es que no trascendieron al exterior y su reputación se mantuvo intachable. Era un millonario socialmente admirado, con buenas conexiones y un sólido prestigio en los mercados inmobiliarios y de valores. A nadie, por tanto, le podía extrañar que acometiera importantes inversiones a través de sociedades domiciliadas en la isla de Man. Y el Royal Shadow Bank tampoco quiso ser quisquilloso con quien ya era un excelente cliente suyo, bien conocido en el mundo por sus múltiples inversiones y su capacidad de atraer capitales. Si acaudalados hombres de negocios le confiaban sus ahorros para que los invirtiera en bolsa, a través de Gold Investments, resultaba creíble que también pudieran encomendarle importantes sumas de dinero para obtener plusvalías en el mercado inmobiliario español.
Roberto contempló el mar. El viento arreciaba y las olas rompían su espuma contra los acantilados.
—Tal como lo dices, parece que todo respondía a una lógica impecable. Sin embargo, algo salió mal.
—El factor humano es imprevisible y no siempre responde a la lógica —afirmó Brisa—. Mi padre tenía sangre judía, pero no practicaba más religión que la del culto al dinero. No le gustaba inmiscuirse en temas políticos y nunca fue un miembro activo de la comunidad hebrea en Barcelona. De hecho, le resultaban indiferentes las tradiciones judías, y prueba de ello es que mi madre, católica practicante, procedía de una familia cristiana muy tradicional. Y, sin embargo, cuando fue contactado por Ariel Shavit, decidió arriesgarse a pasar información al Mosad, a sabiendas de que podía costarle la vida.
Brisa miró a las olas, que chocaban contra las rocas, y guardó un prolongado silencio, como si estuviera sondeando el mar en busca de respuestas.
—¿Por qué crees que lo hizo? —preguntó Roberto.
—Nosotros hemos nacido en tiempos de paz, no hemos conocido los horrores de la guerra. Mi padre, sí, al menos indirectamente, pues nació en 1941. En España corrían los duros tiempos de la posguerra, y en Europa la Alemania nazi se paseaba victoriosa, invadiendo países, recluyendo a los judíos en guetos y construyendo campos de concentración que facilitaran la «solución final» ansiada por Hitler. Como mis abuelos paternos eran hebreos de ascendencia asquenazí, la mayor parte de sus primos y hermanos vivían en ciudades centroeuropeas. No pudieron escapar a tiempo y fueron exterminados como ratas. Son cosas de las que se habla poco, pero que calan muy hondo. Afortunadamente, la familia de mi padre se encontraba a salvo en Barcelona, pero eso no quiere decir que las circunstancias que rodeaban su vida fueran amables. Las simpatías del régimen franquista estaban del lado de la Alemania nazi y, en un país extremadamente católico, como la España de la posguerra, los judíos eran mirados con recelo. Les convenía pasar lo más desapercibidos posible, y, tengo para mí, que la indiferencia de mi padre hacia las tradiciones judías fue una estrategia de su inconsciente destinada a sobrevivir en un entorno hostil. Naturalmente, con el paso de los años, los peligros quedaron conjurados, pero mi padre mantuvo su actitud indolente con el mundo hebreo.
—Hasta que apareció Ariel Shavit —apuntó Roberto.
—En efecto. Según me dijo, Ariel logró despertar sus emociones aletargadas y le convenció de que la única manera de evitar que se repitiera un nuevo holocausto era protegiendo a Israel de sus enemigos. El Mosad velaba por ello, y, naturalmente, el terrorismo islámico estaba entre sus principales preocupaciones. A mediados del año 2008, mi padre accedió a facilitarle información sobre las transacciones realizadas desde la isla de Man. Recopiló documentos y datos de los que guardaba copia, se los entregó y se comprometió a informarle en el futuro de las operaciones en las que interviniera como testaferro.
—La decisión de tu padre fue muy valiente —elogió Roberto.
—Demasiado —valoró Brisa—. Por lo que parece, en el mundo de los espías la información es más valiosa que la vida de sus fuentes, y mi padre se vio atrapado entre dos fuegos que no podía apagar. Al sentirse amenazado por partida doble, y viendo peligrar su vida, decidió viajar a Gozo, asegurarse de que los papeles de mi trust estaban en regla y redactar la carta que os leí a modo de salvoconducto post mortem. Aunque mi desconocimiento absoluto de sus operaciones constituía mi mejor protección, pensó que una confesión final garantizaría mi seguridad si los pakistaníes o el propio Mosad me presionaban más de la cuenta.
Roberto reflexionó sobre el frágil hilo que sujetaba la vida de las personas. En el aire se percibía el intenso olor de resina procedente de los grandes pinos que surgían de entre las rocas. El murmullo del mar acompañaba el sonido de sus pasos y no se veía a nadie pasear por aquel regio camino.
—La verdad —dijo Roberto— es que hemos conseguido aclarar muchos puntos oscuros sobre su vida, aunque no los suficientes como para dilucidar con seguridad las causas de su muerte.
—La versión oficial es que se suicidó —anunció Brisa con cierto desdén en su voz—. Ayer Carlos, mi abogado, me comunicó que la compañía aseguradora no me pagará la indemnización estipulada en el contrato. La policía ha cerrado el caso por falta de pruebas contra persona alguna, aprovechando las semejanzas que le unían con el fallecido Thierry de la Villechutet.
Roberto había leído el caso de Thierry de la Villechutet en los periódicos. Se trataba de un conocido aristócrata francés que gestionaba un fondo de inversiones en el que participaban numerosas personalidades, ricos y famosos. Al igual que el padre de Brisa, el ingenuo aristócrata había confiado la mayor parte del dinero depositado a Bernard Madoff. Enfrentado al oprobio de la ruina y al desprecio social, Thierry de la Villechutet había preferido hacer mutis por el foro suicidándose en su despacho el día anterior a la Nochebuena.
—¿Y quién crees tú que asesinó a tu padre? —preguntó Roberto.
—Desde luego no creo que fuera el Mosad. No ganaban nada con su muerte, y a mí me ofrecieron dinero, pero en ningún momento me amenazaron. De hecho, me negué a ofrecerles información y el propio Ariel Shavit se limitó a pedirme que me pusiera en contacto con ellos si cambiaba de opinión.
—¿Y qué me dices de Mario? —preguntó Roberto—. ¿Estás completamente segura de que no intervino en su muerte?
—Siempre quedará un margen para la duda —reconoció Brisa—, pero mi intuición me dice que no fue él. Y en las circunstancias en que tuve la oportunidad de interrogarle, te aseguro que era muy difícil engañarme. Si tuviera que apostar, me jugaría un brazo a que fue asesinado por el mismo grupo mafioso que le utilizó como tapadera. Tenían motivos sobrados para ello: mi padre había cedido información confidencial de sus cuentas al Mosad y sabemos que los pakistaníes sospechaban de él. Probablemente decidieran liquidarlo el viernes 12 de diciembre, al sopesar que esa era su mejor alternativa tras la detención de Madoff. Siempre es peligroso mantener con vida a un hombre demasiado informado, pero, si se trata de uno presuntamente arruinado, el riesgo resulta demasiado alto.
—En efecto —convino Roberto—. Debieron de pensar que tu padre, acuciado por sus problemas económicos, estaría expuesto a la tentación de vender la información confidencial que tuviera al mejor postor.
—Y en una situación desesperada hubiera podido amenazarlos, incluso, con revelar todos los datos que conocía si no le avalaban nuevamente ante los bancos, tal como hicieron en el año 2001 a cambio de ser su testaferro. Sin embargo, la situación había cambiado radicalmente. En el año 2001, mi padre tuvo un problema de liquidez, no de solvencia: solo había perdido demasiada sangre y necesitaba una transfusión para recuperarse, pero no tenía dañado ningún órgano vital. En cambio, tras el varapalo de Madoff, su muerte económica era inevitable, y ni una docena de trasplantes hubiera podido evitarlo.
Brisa elevó su mirada hacia la playa de Sa Conca, que se divisaba al final del camino, suspiró levemente y continuó hablando:
—No les convenía montar un escándalo con un asesinato y abrir una investigación judicial que hubiera podido olfatear el hedor de los muertos escondidos en sus armarios. Necesitaban actuar rápido y simular un suicidio, lo que no era tan sencillo, pues una resistencia activa por parte de mi padre hubiera dejado huellas fácilmente reconocibles para un médico forense. En esta tesitura, pudieron recurrir al LSD como una solución de emergencia. Bastaba con diluir una dosis infinitesimal en su bebida para sumirle en la indefensión más absoluta; en el estado alcohólico en que se hallaba la tarde noche del viernes, les debió de resultar muy sencillo. Después de ahorcarle, solo tuvieron que preocuparse de no dejar huellas en la mansión.
—Es una explicación muy plausible —asintió Roberto—, pero lo que no consigo entender es el significado de la cruz en la garganta de tu padre.
—Los pakistaníes debieron de aprovecharla para enviarle un mensaje en clave al Mosad, indicándoles que ellos eran quienes le habían asesinado por haberles traicionado. Algo así como: «Le hemos puesto la cruz al judío que habló más de la cuenta». La cruz fue durante siglos el instrumento de tortura más doloroso utilizado para ejecutar a los traidores, y los romanos la utilizaron como escarmiento contra los judíos tras la gran revuelta de Jerusalén.
—Es algo macabro, pero creo que podrías tener razón. Quizá quisieron advertir a cuantos pudieran irse de la lengua de que su garganta sería castigada si la utilizaban indebidamente. He leído varios libros dedicados al crimen organizado y, cuando las mafias deciden ejecutar a un traidor, no lo hacen de cualquier manera, sino siguiendo un ritual, de tal modo que el cuerpo de la víctima sea también un mensaje y un símbolo. Recuerdo un caso que conmocionó a la opinión pública en septiembre del año 2005. Paolo Di Lauro, uno de los capos más importantes de la camorra, fue detenido porque uno de los suyos, Edoardo La Monica, desveló su paradero a la policía. El día siguiente a su detención se encontró el cadáver mutilado del confidente. Todos entendieron el significado del lenguaje corporal: le faltaban las orejas con las que escuchó el lugar donde escondían al capo; le arrancaron los ojos con los que había visto demasiado; le cortaron la lengua con la que había hablado; y le cortaron las manos con las que había recibido el dinero. Como colofón, grabaron una cruz sobre sus labios, sellándolos para siempre como símbolo de la fe que había traicionado.
—En el caso de mi padre —caviló Brisa—, no podían permitirse un ajuste de cuentas tan truculento, porque una investigación judicial les hubiera podido perjudicar gravemente, pero al ver la cruz pudieron aprovecharla para dejar un mensaje inequívoco destinado, exclusivamente, a los que tenían ojos para ver y oídos con los que escuchar: el Mosad y sus confidentes.
Roberto y Brisa continuaron caminando en silencio hacia la playa de Sa Conca. El agua moldeaba la arena como si fuera una media luna creciente. Roberto se preguntó adónde los llevaría el flujo de la marea que dirigía sus vidas y consideró los muchos asuntos que, contra pronóstico, habían concluido de manera satisfactoria para ella: gracias a la carta post mortem de su padre estaba aparentemente fuera de peligro, había heredado una fortuna libre de impuestos en Malta, el caso por homicidio se había archivado y estaba a punto de firmar un acuerdo con los acreedores de Gold Investments que la exoneraría de cualquier responsabilidad penal. Y, sin embargo, conociéndola, era capaz de querer embarcarse en una nueva y temeraria cruzada para vengarse de cuantos hubieran podido intervenir en los asesinatos de Paul y de su padre. Brisa, como el viento, era absolutamente imprevisible.
—¿Qué planes de futuro tienes? —preguntó—. ¿De verdad vas a abrir un gran centro de terapias alternativas no convencionales, tal como afirmaste en Malta?
Brisa le miró fijamente con una sonrisa dibujada en su boca.
—Carlos Puig, mi abogado, me ha comunicado que hacen falta diez millones de euros para cerrar el acuerdo con los acreedores de Gold Investments si quiero evitar un juicio penal. Y como quiera que tampoco voy a cobrar nada de la compañía aseguradora por la muerte de mi padre, mi único plan de futuro es cruzar andando la playa de Sa Conca y comprobar si ya está abierto el camino de ronda que conduce a Sant Antoni de Calonge. La última vez que llegamos hasta aquí tuvimos que dar marcha atrás porque estaba cerrado, y ya sabes que odio las prohibiciones.
Brisa odiaba las prohibiciones y él odiaba no saber a qué atenerse. Diez millones de euros era exactamente la cantidad que su padre le había dejado en el trust maltés. Aquello no podía ser una coincidencia. Teóricamente, solo él mismo y el estrafalario amigo de Brisa podían conocer ese dato. En tal caso, Peter habría actuado en Malta como un caballo de Troya preparado para comunicar cuanto viera y oyera a sus amos en las sombras. Era la opción más probable y, sin embargo, había algo que chirriaba. Peter podía haberle engañado a él, pero dudaba mucho de que hubiera sido capaz de hacer otro tanto con Brisa.
Las palabras de su amigo Pepe resonaron en sus oídos con el timbre de la verdad: «Hay mujeres que siempre guardan una sorpresa en la recámara, y Brisa es una de ellas».