Capítulo 89

El encuentro con Carlos Puig, el abogado encargado de negociar un acuerdo con los acreedores de Gold Investments, le trajo a la mente el cuento de La Caperucita Roja. Carlos era un hombre mayor, de unos sesenta años, de pelo cano, mejillas sonrosadas, cutis suave, perfectamente afeitado y aspecto pulcro, ataviado con un elegante traje, un reloj de marca y unas gafas de oro relucientes. Sin embargo, la imagen que le llegaba a Brisa era la de un lobo feroz dispuesto a asestar una dentellada mortal con sus grandes fauces en cuanto abriera la boca.

—Me he permitido convocarte en mi despacho porque estamos cerca de lograr un acuerdo con los acreedores de Gold Investments —anunció con expresión grave y satisfecha a un tiempo.

Aquello significaba que todavía existían desacuerdos. Gold Investments, la sociedad de valores de su padre, había invertido una suma considerable de sus recursos en el fondo de Bernard Madoff sin contar con el consentimiento de sus clientes. Lógicamente, estos se sentían estafados y querían recuperar el dinero que Madoff, «el mago de las finanzas», había hecho desaparecer como si nunca hubiera existido.

Sin embargo, los acreedores se enfrentaban a un doble problema. Por un lado, aunque Madoff no era un prestidigitador, había volatilizado nada menos que cincuenta mil millones de dólares ante la «atenta» mirada de la Securities Exchange Commission y demás autoridades supervisoras de las operaciones en bolsa. Por otro lado, la suma de los activos de su padre, descontadas las hipotecas, no alcanzaría a pagar más que un diez por ciento del dinero perdido por los clientes de Gold Investments. En esta delicada tesitura, no había solución posible sin añadir a la ecuación un tercer elemento, la X: el grupo mafioso que había utilizado a su padre como hombre de paja.

Y es que los acreedores podían plantear una batalla legal solicitando auxilio judicial para investigar a las sociedades patrimoniales de la isla de Man, en las que su padre hubiera figurado como administrador o socio. Al existir contratos fiduciarios que ocultaban a los verdaderos propietarios de dichas sociedades, los acreedores difícilmente cobrarían nada, pero, si desde estas se habían desviado fondos a actividades terroristas o criminales, los tribunales podían acabar adoptando medidas judiciales contra los dirigentes del grupo criminal. Así que la X, la incógnita que no deseaba ser despejada, había maniobrado desde el anonimato para evitar molestos litigios de imprevisibles consecuencias.

—La situación es la siguiente —expuso Carlos—: hemos llegado a un principio de acuerdo con el bufete que aglutina a los acreedores de Gold Investments. En primer lugar, hemos tasado las propiedades de tu padre a precio de mercado y se las cederemos íntegramente para que sean ellos los que procedan a su venta de forma escalonada. Asimismo, les transmitiremos nuestras acciones contra Bernard Madoff para que cobren la parte que les corresponda del dinero que finalmente logren rescatar las autoridades norteamericanas. Por último, un banco extranjero, que no ha querido desvelar por cuenta de quién actúa, garantiza entregar una importante suma de dinero. El acuerdo está casi cerrado, pero falta un último fleco.

«Fleco» era un eufemismo al que habría que añadir unos cuantos ceros.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó Brisa.

—De unos diez millones de euros.

Diez millones. Aquello confirmaba sus sospechas de que Peter, su viejo amigo, era un caballo de Troya. Un traidor de la peor calaña. ¿Desde cuándo se habría vendido a las mismas fuerzas que con tanta vehemencia fingía combatir?

Afortunadamente, ella le había engañado afirmando que el trust contaba con un capital de diez millones de euros, en lugar de treinta. Si hubiera dicho una cifra inferior, podrían haber sospechado que estaba mintiendo. Diez millones resultaba creíble. Saber mentir no estaba al alcance de cualquiera, pero ella era una experta. La mejor. Por eso había logrado engañarlos a todos, no solo en lo referente al dinero, sino también en relación con lo que realmente había encontrado en la caja fuerte del Bank of Valletta.

—Diez millones no son un fleco —protestó Brisa—, sino una suma enorme.

—Lo comprendo —dijo Carlos, sin demasiada convicción—. Sin embargo, debemos valorar que los clientes de Gold Investments están dispuestos a asumir pérdidas colosales. Considera también que como administradora eres responsable de ellas, y que te podrían denunciar por estafa. Si firmamos el acuerdo, renunciarán a todas sus acciones legales. Visto así, diez millones no son tantos para evitar la cárcel.

Resultaba evidente que Carlos seguía pensando que era ella quien dictaba las órdenes al banco extranjero dispuesto a asumir una parte de las deudas. Tanto mejor. No era necesario desengañarle, pero no le convenía dar la impresión de que cedía sin luchar todo el dinero que, supuestamente, conformaba el capital del trust.

—Diez millones son muchos —insistió ella—. Si logras rebajarlos a ocho, cerramos el trato.

—Lo intentaré —prometió Carlos.

Brisa albergaba serias dudas de que lo consiguiera, pero estaba dispuesta a pagar los diez millones a cambio de acabar con aquel asunto e iniciar un nuevo capítulo en su vida.