Al día siguiente, Brisa se levantó temprano, se preparó un zumo de naranja, se despidió de Roberto y condujo hasta Victoria, la capital de la isla de Gozo. Gracias al GPS no tuvo dificultad en localizar la calle donde se hallaban las oficinas bancarias del Bank of Valletta. Allí, pensó, le esperaba el último secreto que guardaba su padre.
George Higgins, el director de la sucursal y único administrador del trust, fue el encargado de responder a todas sus preguntas. De unos cincuenta años, buena figura, tirando a grueso, mandíbula prominente, frente ancha y mirada despejada, transmitía seguridad. Nada en su apariencia hacía suponer que la semana pasada hubiera tenido algún percance que le hubiera obligado a ausentarse del trabajo, pero, como quiera que no le ofreciera ningún tipo de explicación, Brisa se abstuvo de importunarle con preguntas indiscretas. No era un asunto de su incumbencia, y la información que de verdad le interesaba era la que le proporcionó diligentemente tras examinar su pasaporte y el resto de la documentación que había traído consigo: el certificado de defunción de su padre con la apostilla de La Haya, el certificado del registro de últimas voluntades y la escritura pública de aceptación de la herencia.
Con voz inexpresiva, sin emoción, Higgins le comunicó que el trust fiduciario del que ella era la única beneficiaria contaba con un capital de treinta millones de euros. La mitad, disponible de inmediato; la otra mitad debía permanecer obligatoriamente invertida en bonos, obligaciones o imposiciones a plazo fijo. Por supuesto, le aseguró, los intereses estarían siempre a su disposición y, aunque él fuera el administrador formal del trust, seguiría al pie de la letra sus instrucciones.
La cifra superó ampliamente sus expectativas. El secreto bancario que amparaba la legislación maltesa y el hecho de que la figura legal del trust permitiera que su nombre no apareciera en ningún registro garantizaban su anonimato. Los acreedores de Gold Investments, la sociedad de valores quebrada por su padre, no podrían averiguar jamás que una parte del dinero evaporado se ocultaba en aquella remota isla, como en las antiguas novelas de piratas. Los piratas modernos eran aseados financieros y, en lugar de cofres enterrados, se valían de apuntes informáticos para ocultar los doblones de oro, pero la idea general seguía siendo la misma.
Y, sin embargo, no todo era virtual. Como en un guiño a las viejas tradiciones, la llave del tesoro resultó tener peso, volumen y consistencia física.
—Su padre contrató un servicio de caja fuerte que está depositada bajo custodia en nuestras oficinas centrales de la isla de Malta —le explicó el hombre—. Necesitará esta llave que le entrego para abrirla.
Brisa supuso que su padre había preferido alquilar una caja fuerte en las oficinas centrales de la isla principal por motivos de seguridad. Al fin y al cabo, si había depositado en ella documentos que podían resultar comprometidos, las medidas de protección debían estar a la altura. Y, sin duda, la central del banco más importante de Malta era una buena opción.
Conducir hasta el puerto de Magarr, embarcarse en un ferri con destino a la costa norte de Malta y recorrer la carretera que conecta con la capital resultó un tanto engorroso, pero al cabo de menos de tres horas llegó a su destino.
Tras las formalidades de rigor, un hombre mayor muy sonriente llamado Charles Moore la acompañó a los sótanos del edificio. Caminaron por un largo pasillo flanqueado por numerosas puertas. El hombre abrió una de ellas y la invitó a entrar en un cuarto funcional de unos treinta metros, donde una mesa elegante, cuatro sillas y una lámpara conformaban una decoración minimalista.
—Un momento, por favor —solicitó Moore, antes de abandonar la sala con esa sonrisa que parecía convivir con él permanentemente.
Brisa no se quedó sola mucho rato. Enseguida aquel hombre, que parecía tan satisfecho con su trabajo, regresó portando bajo el brazo una caja de acero de unos cuarenta centímetros. Moore la depositó sobre la mesa, extrajo una llave de su bolsillo, la insertó en una de las dos cerraduras de la caja y le dio una vuelta.
—Ahora puede introducir su llave en la otra cerradura y la caja se abrirá —le dijo en tono confidencial—. Cuestión de seguridad —añadió esbozando su inevitable sonrisa—. Una llave para el banco y otra para el cliente. Siéntase libre de retirar de esta caja lo que desee, o de depositar algo en ella. Tómese el tiempo que necesite. Cuando haya terminado, avíseme. La esperaré en el cuarto de enfrente —concluyó, y se retiró discretamente.
Brisa notó como el corazón se le aceleraba. ¿Qué se ocultaría dentro de aquel caparazón acorazado? Probablemente algo lo bastante importante como para que hubiera gente dispuesta a matar por ello. Algo que su padre solo quería que conociera después de su muerte.
Brisa hizo girar su llave y la cerradura hizo clic.