Capítulo 83

La imagen de Peter, con su cresta, sus piercings y sus tatuajes se le antojó a Roberto tan extravagante como sus actividades. Según le había explicado Brisa, su amigo californiano era el cantante de una banda punk reverenciada como grupo de culto en ambientes muy minoritarios. Como no había logrado vivir de la música, vendía al mejor postor su talento informático configurando redes de seguridad on line para compañías punteras. En su tiempo libre era muy aficionado a realizar exactamente lo contrario: introducirse en el espacio cibernético de las empresas que no estaban protegidas por él. En cierto modo, no carecía de lógica, pues ¿quién podía diseñar mejor que un hacker las redes de seguridad cibernéticas que él mismo atacaba? El dios Jano de la Antigüedad también tenía dos caras.

Sin embargo, Peter no se conformaba con robar y proteger simultáneamente a las empresas, sino que había sido uno de los primeros, junto al novio de Brisa, en trabajar de forma gratuita y anónima para un portal de Internet dedicado a la divulgación de todo tipo de secretos. En los últimos meses, su éxito había sido muy superior al esperado al lograr difundir los manuales empleados por el ejército norteamericano en el campo de prisioneros de Guantánamo, las cuentas ocultas de un conocido banco suizo y documentos internos de la Iglesia de la cienciología.

Sin duda, se trataba de material muy peligroso, pero quizá no tanto como el que podía aportar a título póstumo el padre de Brisa. Dilucidar qué podría publicarse y bajo qué condiciones en aquel portal era el objetivo primordial de aquella cena.

Brisa sirvió los platos en silencio, con la elegancia y la precisión de quien oficia un solemne ritual. Después abordó el asunto que tanto le preocupaba con voz neutra y ligeramente impersonal, como si fuera una experimentada locutora informando de alguna noticia de un país lejano.

—Hoy hemos sabido por nuestro agente inmobiliario que mi padre estuvo en esta casa el 5 de diciembre pasado, una semana después de los atentados de Bombay y una semana antes de su muerte. Ambos sucesos pueden estar relacionados. Actuaba como testaferro de turbios millonarios pakistaníes, y no debemos descartar que hubieran utilizado sus cuentas secretas en la isla de Man para financiar los ataques terroristas. Al menos eso es lo que asegura Ariel, un enigmático hombre que afirmaba ser agente del Mosad y que conocí al poco de fallecer mi padre.

Roberto sospechaba que aquellos siniestros pakistaníes también estaban detrás de las amenazas a su hija. El amistoso encuentro entre Dragan y Mario, que Pepe había fotografiado, parecía dejar claro que ambos formaban parte de la misma red criminal. Gracias a un programa informático capaz de rastrear la vida laboral de una ingente cantidad de trabajadores pakistaníes domiciliados en Barcelona, había logrado identificar a los testaferros de las sociedades que utilizaba ese grupo mafioso para regularizar inmigrantes y blanquear dinero. Sin embargo, no había logrado averiguar quiénes eran los responsables últimos, y tampoco había querido contarle nada de todo aquello a Brisa.

—Mi padre —prosiguió ella— habría llegado a ejercer de agente doble suministrando en secreto cierta información al Mosad. El tal Ariel, si es que ese era su nombre real, creía que mi padre había guardado documentos financieros relacionados con los atentados, y me ofreció una importante cantidad de dinero a cambio de localizarlos. Naturalmente, me negué.

Roberto dedujo que, por una extraña pirueta del destino, esos mismos documentos podrían conducirle a averiguar la identidad de quienes dominaban desde las sombras la organización criminal con la que había cerrado un acuerdo de colaboración recientemente. En teoría, las amenazas a su hija habían sido retiradas y él se limitaría a cobrar una buena suma mensual por perseguir y dejar fuera de la circulación a sus más directos rivales. Sin embargo, ni Dragan ni los titiriteros invisibles que manejaban las marionetas podían sospechar que él también barajaba un plan B con el que podría golpearlos desde el anonimato.

—Hiciste muy bien —aprobó Peter—. La mayoría de los necios se aprestan a vender su alma por treinta monedas de plata en cuanto se les presenta la ocasión. Solo unos pocos no se dejan comprar, y todavía son menos los hombres como Paul, dispuestos a jugarse el tipo sin importarles el precio por mantenerse fieles a su conciencia.

Brisa manipuló con su tenedor la guarnición que acompañaba al salmón, como si estuviera poniendo orden en el plato. Un temblor casi imperceptible recorría su rostro.

—Paul y yo éramos muy diferentes —afirmó con voz tenue—. Al contrario que él, yo nunca quise saber nada de política. Estaba convencida de que evolucionar personalmente como psicóloga era lo mejor para mí misma y la sociedad. Paul, en cambio, con un idealismo rayano en lo infantil, creía que era posible influir activamente en las decisiones de nuestros gobernantes. Como buen norteamericano, él se inscribía y participaba en todo tipo de asociaciones, mientras que mi naturaleza siempre ha sido escéptica e individualista.

Brisa hizo una breve pausa, como si estuviera pugnando por mantener el control sobre sus emociones, y prosiguió hablando en un tono entre la melancolía y la rabia.

—Todavía recuerdo lo indignado que se mostró Paul cuando, tras el 11-S, el presidente Bush utilizó el miedo al terrorismo para imponer incrementos desaforados en los gastos militares, escandalosas bajadas de impuestos a los más ricos y una guerra mentirosa contra Irak. Aquel ejercicio de cinismo despertó en él una rabia tan enorme que tuve que emplearme a fondo para evitar que cometiera alguna barbaridad irreparable.

—De no haber sido por ti —reveló Peter—, hubiera sido capaz de atentar contra el mismísimo presidente… Y yo le hubiera apoyado de buena gana de haber trazado algún plan viable, por mínimas que fueran las posibilidades de éxito.

Roberto sabía que Paul había tenido problemas con las drogas y que Peter era un excéntrico imprevisible, pero aquello ya era demasiado.

—A mí, particularmente, también me disgustaron las medidas adoptadas por Bush tras el 11-S —apuntó Roberto—, pero de ahí a querer cometer una locura semejante…

—Tú no conocías a Paul ni vivías allí, como nosotros, y, por tanto, no puedes comprenderlo —replicó Brisa con dureza.

Roberto optó por guardar silencio. Resultaba obvio que estaba muy alterada.

—La mayoría de la gente ni siquiera lo recuerda, pero, en aquellos tiempos —expuso Brisa dulcificando ligeramente su expresión—, Bush carecía de la fuerza moral para imponer su criterio, al haber sido elegido no por mayoría popular, sino gracias a que el Tribunal Supremo impidió que se recontaran los votos en Florida, el estado gobernado por su hermano. Entonces, misteriosamente, alguien comenzó a enviar unas cartas con ántrax que provocaron el pánico generalizado. Las máscaras de gas se agotaron y la población, conmocionada, se abalanzó sobre los supermercados en busca de provisiones ante el temor de un inminente ataque con armas biológicas. Las oficinas demócratas del Senado tuvieron que cerrar cuando se descubrió que habían sido contaminadas con esporas de ántrax, y hasta Tom Dachle, el líder de su partido, recibió una carta infectada con bacilos. Decenas de trabajadores del Senado, sobre todo demócratas, fueron tratados médicamente contra el maligno enemigo invisible. La resistencia inicial a los planes presidenciales se desmoronó, y las radicales propuestas legislativas de Bush fueron aprobadas por amplia mayoría en las dos cámaras. Después las cartas dejaron de enviarse y no se volvió a saber nada más del ántrax. Ya había cumplido su misión.

Peter pinchó un trozo de salmón, que, sin embargo, dejó en el plato, como si estuviera jugueteando con él antes de asestarle el golpe definitivo.

—Lo que Brisa quiere decir —explicó en tono condescendiente— es que el asunto dejó de ocupar las portadas de los medios de comunicación. Pero de alguna manera había que cerrar el caso. Así que el FBI inició una prolija y larga investigación en la que finalmente averiguó la procedencia del ántrax: un laboratorio del ejército ubicado en Fort Dentrick, Maryland. Como no podía ser de otra manera, «el único culpable», el profesor Bruce Ivins, se «suicidó» en su casa poco antes de ser arrestado. Y es que, como todo el mundo sabe, los muertos no suelen hablar demasiado…

—Se suicidó, o «lo suicidaron», con una sobredosis de Paracetamol el verano pasado —precisó Brisa—. Algunas mentiras tardan más en descubrirse que otras, pero que la lucha contra el terrorismo fue una mera excusa para conseguir propósitos inconfesables ya no hay quien lo niegue.

Peter miró a su amiga con una admiración no falta de complacencia y se aprestó a desarrollar su argumento.

—En Afganistán, la prioridad nunca fue acabar con los integristas talibanes, y la prueba es que tras la invasión se ha multiplicado por ocho la producción de opio en un país que ya tenía el liderazgo destacado como proveedor mundial de heroína. Con los integristas tan bien financiados gracias a la droga, la reconstrucción de Afganistán resultaba imposible y, sin embargo, Washington ordenó expresamente que no se dañaran los campos de cultivo de las adormideras. ¿Y qué decir de Irak? —preguntó a continuación con voz vehemente—. Ya es por todos sabidos que Sadam Hussein no tenía armas de destrucción masiva ni mantenía vínculos con terroristas. Y aunque la invasión resultó un éxito fulgurante, desde Washington ordenaron licenciar sin empleo y sueldo, pero con armas, a todo el ejército y a la policía iraquí, en un país que se había logrado estabilizar sin apenas incidentes. Los generales norteamericanos se llevaron las manos a la cabeza, pues dejar sin medios de vida a cientos de miles de soldados cuya única experiencia era el combate solo podía provocar que floreciera por doquier la insurgencia armada. Es decir, al igual que en Afganistán, los neoconservadores estadounidenses aseguraron desde el principio los cimientos para que las dos guerras quedaran estancadas en un caos incontrolable. Miles de personas murieron inútilmente debido a que los medios de comunicación propagaron las mentiras del Gobierno Bush con el celo de los antiguos evangelistas. Si la gente hubiera tenido acceso a la verdad, la guerra de Irak nunca hubiera tenido lugar y Paul todavía seguiría entre nosotros. Por eso es tan importante —concluyó— que la información, por amarga que sea, esté disponible, para ser consultada de forma transparente por todos los ciudadanos. De conseguirlo, nuestro mundo tendrá posibilidades de sobrevivir, pese a los psicópatas que lo gobiernan.

Aunque el discurso vehemente de Peter era un ataque general al corazón del sistema, a Roberto le pareció obvio que tenía un objetivo mucho más concreto: manipular las emociones de Brisa para predisponerla a entregarle lo que él deseaba. El mensaje subyacente era sencillo: «La información adecuada en manos del público hubiera evitado la muerte de tu novio; si permites que publiquemos la documentación depositada por tu padre en el Bank of Valletta, quizá logremos impedir otras guerras y la muerte de más gente inocente». Roberto respiró hondo, entrelazó sus manos con firmeza, dirigió una larga mirada a sus dos compañeros de cena y habló con voz firme:

—Creo que deberíamos reconducir la conversación y hablar de lo que nos ha de ocupar ahora: determinar bajo qué circunstancias y condiciones sería aceptable o desaconsejable que algunos de los hipotéticos documentos que encuentre mañana Brisa en la caja de seguridad del Bank of Valletta sean expuestos públicamente en un portal de Internet. El hecho de que el Gobierno Bush fracasara en Afganistán y ocultara los verdaderos propósitos por los que invadió Irak son asuntos de altos vuelos que no cambian en nada lo que nos ocupa aquí y ahora.

—O sí —respondió Brisa.