La pequeña pista de aterrizaje está acostumbrada a recibir millones de visitantes cada año. La inmensa mayoría de los pasajeros suelen desplazarse directamente desde el aeropuerto a su capital, La Valetta. Otros destinos menos frecuentes son la silenciosa y milenaria Mdina o las históricas ciudades situadas frente al puerto principal de la isla.
Brisa y Roberto no se dirigieron a la capital, para admirar su esplendorosa catedral, ni a ninguna de las antiguas ciudades fortificadas. En lugar de ello, recogieron sus maletas, alquilaron un coche y condujeron hacia la costa norte. Desde allí, un ferri los llevó a la isla de Gozo en apenas media hora.
La hacienda que buscaban resultó estar situada en un promontorio sobre un pequeño pueblecito rural llamado Santa Lucija. El verde valle por el que condujeron contribuyó a mitigar ligeramente la tensión que anidaba dentro de ellos. Parecía indudable que el padre de Brisa había previsto que su hija acudiera a aquella remota villa de campo tras su muerte, pero desconocían los motivos para proceder de tal modo. «Gozo encierra sufrimiento». La frase resultaba inquietante.
Un hombre de mediana edad y aspecto fornido los esperaba paciente frente a la verja de entrada.
—Soy David, de la agencia inmobiliaria —los saludó en inglés. Una vez terminadas las presentaciones de rigor, les preguntó amablemente—: ¿Habéis tenido problemas para encontrar la casa?
—Gracias al GPS no ha sido difícil —contestó Brisa—, pero hemos tardado más de lo que calculábamos en sacar el coche del ferri.
—Si me seguís —se ofreció David—, os enseñaré donde aparcar, y después os mostraré la finca. Os va a encantar. Es una antigua quinta de más de trescientos años, completamente remodelada y transformada en una mansión de ensueño.
Tras atravesar un amplio patio, Brisa y Roberto accedieron a la villa subiendo unas escaleras ornamentadas con balaustradas de piedra caliza. Los altos techos abovedados, las luminosas habitaciones con baño propio, una enorme cocina sostenida sobre arcos de piedra, dos soleadas terrazas con vistas a la campiña, el espacioso comedor con muebles de caoba y una piscina de diseño que se fundía con el paisaje corroboraron las palabras de David.
Sin embargo, no fue el diseño, ni la calidad de los acabados, ni la belleza de la finca lo que llamó la atención de Brisa. Lo que realmente le interesó fue la sofisticada caja fuerte alojada dentro del armario ropero de la suite principal.
—¿Conoces la combinación para abrirla? —preguntó Brisa al agente inmobiliario.
Por toda respuesta, el hombre se inclinó sobre la caja y manipuló los botones, sin obtener ningún resultado.
—Supongo —conjeturó— que el señor Gold cambiaria personalmente la clave de seguridad la última vez que estuvo en la villa.
—¿Recuerdas cuándo fue? —preguntó Brisa.
—Sí, claro —respondió David—. Fue el 5 de diciembre pasado. Lo recuerdo bien porque me sorprendió que me ordenase retirar la finca del mercado hasta nuevo aviso.
El pulso de Brisa se aceleró notablemente, pero trató de disimular su turbación. Los salvajes atentados en Bombay habían acaecido justo una semana antes. Y una semana después, su padre había perecido ahorcado en el salón de su casa. Teniendo en cuenta que los ataques terroristas podían haber sido financiados a través de las cuentas de su padre, el nexo que unía tan nefastos acontecimientos cobraba un sentido lúgubre y ominoso. Un sentido que podía guardar sus respuestas en el interior de la caja fuerte. Abrirla no debía de suponer ningún problema, pues, en lugar de dígitos, el teclado electrónico reproducía las letras del abecedario latino.
En cuanto David se fue, Brisa tecleó la palabra «gozo» en el tablero de la caja. La puerta se abrió silenciosamente. Dentro había un sobre cerrado y una escritura notarial. Rasgó el sobre y leyó la breve carta que su padre había escrito de su puño y letra.
Querida Brisa:
Bienvenida a mi casa de Gozo. Supongo que, tras mi muerte, el Bank of Valletta te habrá avisado de que eres la única beneficiaria de un trust que te garantizará tranquilidad económica durante el resto tu vida. Aquí tienes la escritura pública que atestigua tu condición de exclusiva beneficiaria. No hace falta que la lleves al banco. Ellos tienen una copia y la obligación de entregártela. La legislación y las prácticas anglosajonas son muy serias en todo lo relacionado con el dinero y sus instituciones fiduciarias. Apenas albergo dudas de que cumplirán lo pactado. Sin embargo, como soy desconfiado por naturaleza, preferí dejarte unas claves en mi ordenador personal que te llevaran hasta aquí para cubrir cualquier eventualidad. Supongo que tendrás muchas preguntas. Dentro de mi caja de seguridad personal del banco encontrarás las respuestas.
Hasta siempre,
ARTURO, tu padre
—Por lo que parece, tus problemas económicos se han acabado —se congratuló Roberto, suponiendo que aquella noticia satisfaría a su amiga. No todos los días le anuncian a uno que nunca más tendrá que preocuparse por el dinero. Sin embargo, el gesto grave en el rostro de Brisa no mostraba señal alguna de alegría. Tan solo una honda preocupación.
—El banco ya está cerrado esta tarde —dijo, contrariada—. Tendremos que esperar hasta mañana para conocer los secretos de mi padre —añadió, ignorando por completo el comentario de Roberto.
—En tal caso, propongo que nos comportemos como unos turistas más —dijo él, tratando de que su voz sonara animada—. He tenido tiempo de echar un vistazo a la guía en el avión, y aquí hay muchos lugares interesantes. Podemos visitar la gruta de Calipso, la ventana azul, los templos megalíticos más antiguos del mundo o simplemente pasear por los pueblecitos de la isla.
Brisa guardó silencio, con la mirada perdida, como si estuviera intentando recordar algo vital. Cuando sus ojos recuperaron la vivacidad habitual, retomó la palabra.
—Pasear por algún pueblecito tranquilo me ayudará a relajarme. Además, así aprovecharemos para comprar aceite, sal y algo de comer. La despensa de la cocina está vacía, y esta noche he invitado a Peter a cenar en casa con nosotros.
Roberto no pudo reprimir una mueca de disgusto al escuchar el nombre de aquel amigo de Brisa, un tipo muy peculiar. Aquel juego era demasiado peligroso. Las cartas estaban marcadas y no eran ellos quienes repartían la baraja.