Capítulo 81

—De nada sirvió —se lamenta Brisa— que mis pacientes declararan haber experimentado cambios profundos y positivos gracias a las sesiones con la ayahuasca, ni que sus familiares respaldaran tales afirmaciones. Cuando se desveló mi afición por lo gótico, se desató una auténtica caza de brujas. Fotos de las que no guardaba memoria salieron a la luz y escandalizaron al fiscal del distrito, a los decanos de la universidad y a cuantos las tuvieron entre las manos. De haberme tenido que enfrentar a un jurado popular de perfil conservador, la sentencia hubiera estado asegurada. Lamentablemente, en nuestra sociedad una imagen vale más que mil acciones, y las palabras no hubieran servido de nada.

—Quizá yo esté chapado a la antigua, pero la verdad es que tu aspecto en el Undead Dark Club me resultó un tanto inquietante. El rostro oculto bajo el maquillaje blanco, los ojos pintados de negro, los labios morados, la provocadora mini-falda y tu ajustado corpiño provocaban una mezcla de sensaciones difíciles de definir.

—Es justo lo que pretendía —afirma ella con sonrisa pícara—, aunque tampoco me puse nada demasiado impactante. Deberías haberme visto durante mis locos años universitarios. En San Francisco, al lado de Berkeley, proliferaban las fiestas transgresoras. Tras años de represión en el internado suizo, ardía en deseos de soltarme la melena. Maquillajes extremos, corsés victorianos, vestidos renacentistas, prendas fetichistas de látex y cuero, disfraces de dominátrix, vampiresa, enfermera… Todo valía con tal de llamar la atención y romper límites.

En ese momento, Brisa viste de forma recatada, pero a Roberto no le cuesta imaginarla enfundada en todos y cada uno de los eróticos disfraces que ha mencionado.

—Debieron de ser años repletos de sexo, drogas y rock and roll —se limita a decir.

—Fue una época muy divertida, pero jamás consumí drogas recreacionales. Al igual que tú, la mayoría de la gente tiene una visión deformada de los movimientos alternativos y tiende a demonizar lo que no conoce. A las mujeres nos gusta sentirnos sexis cuando somos jóvenes, y la estética gótica nos permitía exhibirnos en nuestra plenitud. Sin embargo, lo que nos unía no era la frivolidad, sino la música, la rebeldía y el espíritu crítico ante una sociedad con la que discrepábamos. Romper las convenciones era parte del juego, pero lo que convertía aquellas fiestas en inolvidables era la cantidad de gente interesante que acudía a ellas.

—¿Interesante, extravagante o simplemente diferente? —pregunta Roberto, con tono escéptico.

—Te sorprendería descubrir el alma que se oculta tras el disfraz de las personas que frecuentan el mundo gótico. Suelen ser creativas, inconformistas, sensibles, cultas y con un coeficiente intelectual muy superior a la media. Algunas de las que conocí llegaron a ser cantantes y escritores de culto; otras prosperaron en el mundo de la alta tecnología; sin embargo, la mayoría no estaban interesadas en el éxito material, y eso era lo que me gustaba de ellas: su autenticidad. Hablábamos de filosofía, literatura, música y sexo con una libertad que no he encontrado en ningún otro ambiente.

—Lo que explicas no encaja demasiado con la imagen que tengo de esa gente. Siempre he pensado que eran una especie de tribu urbanita, rara, siniestra y con una mórbida inclinación hacia la muerte y la violencia.

—Nada más lejos de la realidad —dice Brisa sonriendo—. Los violentos son los políticos y los ejecutivos con traje de marca, que, obsesionados con el crecimiento económico, expolian los recursos del planeta. Los góticos, en cambio, no están interesados en dañar a nadie; jamás he visto a ninguno involucrarse en una pelea. De hecho, se consideran a sí mismos como los herederos del romanticismo europeo del siglo XVIII y, en cierto sentido, podríamos afirmar que son más bien de tendencias pacifistas.

Roberto escucha con atención, pero no se conforma con la estampa tan bucólica y edulcorada con la que Brisa retrata a la tribu oscura de los góticos.

—Quizá sean los más fieles seguidores de Mahatma Gandi, pero, a juzgar por su estética, se emplean a fondo para ocultarlo. ¿O acaso no proliferan los individuos vestidos de un negro riguroso que se revisten con collares de metal, piercings, brazaletes con pinchos y demás parafernalia de rollo duro?

—Podríamos decir que a los góticos nos gusta explorar el lado oscuro de la luna, pero, si imaginas que la mayoría se entrega a desaforadas escenas sadomasoquistas, te equivocas. La gente, a veces, se viste de manera extrema por motivos que nunca imaginarías. Un viejo amigo mío punki suele llevar cadenas como símbolo de la esclavitud a que nos somete el sistema, y se calza gruesas botas castrenses a modo de burla contra lo militar.

Roberto arquea los ojos en señal de incredulidad y sonríe irónicamente.

—Creo que ya no me sorprenderá nada de lo que digas. Supongo que, si te preguntara por qué te enfundabas ajustados vestidos de látex, serías capaz de argumentar que era tu forma de protestar contra la tiranía de la moda impuesta por los grandes almacenes.

Brisa se ríe desenfadadamente.

—El disfraz de dominátrix lo utilicé alguna vez durante mi primer año en la universidad, cuando asistí, por curiosidad, a algunas fiestas fetichistas que se organizaron en San Francisco. Para mí fueron, sobre todo, un espectáculo visual, ya que no soy partidaria de dolores extremos y, desde luego, aborrezco las prácticas de algunos dementes. Otra cosa es que los juegos de rol puedan crear situaciones eróticas altamente estimulantes, siempre que sean consensuadas.

Roberto reflexiona sobre la espontaneidad con la que Brisa desvela cuanto ha mantenido en secreto. Le resulta obvio que los informes de la agencia de detectives han sido alarmistas. La vida de su amiga puede contemplarse desde muchos prismas, pero, más allá de su singularidad y extravagancia, no cree que su personalidad oculte un aspecto particularmente pérfido o siniestro.

—Supongo que, en mayor o menor medida, todos etiquetamos y juzgamos a los demás basándonos en su aspecto exterior. Quizá sea una costumbre malsana, pero los seres humanos actuamos así, y las explicaciones que pudieras ofrecer difícilmente lograrían cambiar la imagen ya formada de quienes vieron tus fotos tras la muerte de tu novio. Eso te situaba en el centro de la tormenta, porque la estética gótica rinde culto a lo oscuro, a la muerte, y a los ojos de muchos estará inspirada por el mismísimo diablo.

—Tienes razón —admite Brisa—, pero yo nunca he militado en el bando de la mayoría. Aunque resulte paradójico, solo quien se atreve a abrazar la oscuridad es capaz de contemplar todos los espectros de la luz; y solo quien pierde el miedo a morir puede vivir, en lugar de vegetar como un zombi. Sin embargo, ¿cómo explicar a quienes me querían condenar que si les espantaba tanto la muerte y lo oscuro es porque nunca habían vivido con plenitud? Sencillamente, no era posible.

—¿Y cómo conseguiste librarte de la cárcel? —se interesa Roberto, llevando de nuevo la conversación a lo concreto, rehuyendo las herméticas disquisiciones en las que tan fácilmente se pierde Brisa.

—Porque el fiscal del distrito no quiso presentar cargos contra mí. El caso era complicado y tenía aristas punzantes muy difíciles de pulir. Por un lado, carecían de pruebas sólidas que me incriminaran; tan solo disponían de evidencias circunstanciales. Además, tampoco existía ningún móvil al que pudieran agarrarse. Es cierto que un fiscal hábil hubiera podido manipular al jurado y predisponerlo en mi contra, pero el escándalo hubiera tenido consecuencias muy negativas para la reputación de la universidad donde trabajaba. Finalmente, tras muchas dudas y presiones, se decidió echar tierra sobre el asunto. El pacto incluía que aceptara sin rechistar mi expulsión de la universidad y la retirada de mi licencia para ejercer como psicóloga. A cambio de evitar el juicio, no me quedó otra alternativa que marcharme de California, la tierra prometida, con mi amor muerto, el trabajo perdido y mis sueños enterrados.

—Imagino lo mucho que debiste sufrir. Perderlo todo de repente es algo demasiado duro para cualquier ser humano…

—Caí en una depresión muy profunda —reconoce Brisa—. Tan profunda que mi padre logró que firmara el cargo de administradora de Gold Investments sin tan siquiera darme cuenta. Ilusa de mí, confié en su palabra cuando aseguró que me cedía ante notario una parte de las acciones para motivarme a aceptar su oferta de trabajar con él. En aquellos días, a duras penas era capaz de salir a la calle; pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en casa compadeciéndome de mí misma. Así pues, resolví aceptar su propuesta con el único propósito de obligarme a no consumirme a solas entre mis dolorosos recuerdos. El trabajo resultó idóneo para mis propósitos, ya que absorbía gran parte de mi tiempo y no presentaba ninguna complicación: tan solo convencer a la gente de comprar, vender e invertir su dinero en todo tipo de productos financieros que nadie comprendía cabalmente. Ni los clientes ni yo. En definitiva, algo entretenido que no requería ningún esfuerzo intelectual.

—¿Y no te sentiste alguna vez como una charlatana de feria proclamando las virtudes de relojes que no dan la hora? —pregunta Roberto, remedando el tono irónico empleado por Brisa para describir su trabajo.

—Si tuviera que hacer un símil, preferiría definirme como una vendedora de cupones para invidentes. Aunque no admitíamos a cualquiera. Los ciegos que entraban por la puerta del despacho eran millonarios muy pagados de sí mismos a quienes les gustaba conversar y alardear de su riqueza. Yo les dejaba pavonearse, les hacía sentirse más inteligentes de lo que eran y les facilitaba su boleto para la rifa con una sonrisa bien ensayada. Mis estudios de teatro me convirtieron rápidamente en la mejor vendedora de nuestro elitista negocio. Y es que, a veces, la vida es puro teatro.

—Por lo que explicas, asumo que te divertirías representando tu papel de vidente financiera.

—La mayoría de los payasos que hacen reír a los niños ocultan una gran tristeza bajo sus caras pintarrajeadas. Al igual que ellos, yo apenas podía soportar el dolor que sentía, pero me engañaba a mí misma interpretando mi personaje ficticio todos los días. Para sobrevivir, me sumergí en una gran mentira. Todo me resultaba insípido, gris e indiferente, pero, de alguna manera, conseguí evitar el suicidio gracias a mi nuevo papel. La muerte de mi padre hizo estallar mi falso mundo. La explosión me sacudió con tal fuerza que recobré el contacto con mis emociones perdidas. De entre las ruinas de mi vida surgió mi parte más oscura: un ansia de venganza destructora que siempre ha convivido conmigo. Después me asaltaron otras emociones mucho más difíciles de soportar. Y es que tras la muerte de Paul estaba convencida de que ya nunca más volvería a experimentar con ninguna otra persona la pasión ardiente del amor. Hasta que apareciste nuevamente por mi vida.

Roberto reduce el paso, envuelve con sus brazos a Brisa y ambos se funden en un beso largo y profundo. Sus pensamientos se apagan y todo parece detenerse, como si, tras haber esperado aquel beso, el resto del mundo contuviera el aliento.

—El soplo de la resurrección surge del modo más inesperado —afirma Brisa con voz muy suave—. Cuando descubrí que mi corazón reclamaba salir de su tumba, me avergoncé de mí misma. De alguna manera, era como traicionar el recuerdo de Paul. Por eso, aunque cedí a las tentaciones del cuerpo, quise mantener el control, tratando de no involucrar al placer con las emociones del alma. Mi comportamiento debía de parecerte incomprensible, pero, si alternaba fuego y aire, era porque yo también luchaba en secreto entre mis sombras y mis luces.

Roberto sonríe levemente.

—Intentar comprenderte es como adentrarse en un laberinto sin salida, pero, aun así, no puedo evitar preguntarme qué deseabas cuando tu parte oscura asumió las riendas. ¿Qué te impulsaba? ¿Qué era lo que buscabas realmente?

—Venganza, por supuesto. Primero localicé al asesino de mi madre, un viejo decrépito confinado en una silla de ruedas por una enfermedad degenerativa incurable. El destino se me había adelantado, pues arrebatarle la vida solo hubiera contribuido a aliviar su sufrimiento. Sin embargo, a Mario sí había decidido matarle. Y no de una forma rápida ni fácil. Tracé un plan del que te debía excluir, pues necesitaba intimar con Mario para ganarme su confianza. Por eso te monté aquel numerito tan desagradable en el Undead. Existían muchos riesgos, y apartarte de mi lado era el mejor modo de protegerte.

—¿Y ahora? —inquiere Roberto, pasándose la mano por la nuca, inquieto.

—¿Ahora qué? —pregunta Brisa a su vez.

—¿A qué riesgos te piensas enfrentar esta vez? Has dejado libre a Mario. No sé cómo reaccionará, por muy hermanos que seáis, pero lo cierto es que te advirtió de que tus comunicaciones están intervenidas y de que, si tienes acceso a nueva documentación confidencial de tu padre, no vacilarán en asesinarte.

—Únicamente si llegan a enterarse de tal cosa —precisa ella.

Roberto la observa, entre preocupado e incrédulo.

—Todavía hay algo que no me has contado, ¿verdad?

—En efecto —reconoce Brisa—. Hace pocos días recibí un mensaje en mi correo electrónico en el que se me informaba de que soy la única heredera de un trust gestionado por un banco maltés, domiciliado en la pequeña isla de Gozo.

—«Gozo encierra sufrimiento»… Ese fue el mensaje que escribió tu padre en su ordenador portátil —le recuerda Roberto.

—Así es, pero eso no es todo. Como sabes, mi padre tenía propiedades inmobiliarias repartidas en varios países. Pues bien, uno de esos países es Malta. Tras recibir el mensaje del trust, solicité a mi abogado información detallada sobre las fincas maltesas. La única que existe está situada en Gozo; su nombre es Villa Gozo.

—Y, naturalmente, piensas ir a la isla, al banco y a la finca —afirma Roberto, con una expresión de reproche dibujada en el rostro.

—No tengo otro remedio, si quiero descubrir el misterio que rodea a la muerte de mi padre —argumenta Brisa, con la convicción de quien no se plantea salirse del camino que le depara el destino.

—En ese caso, no te dejaré ir sola.

Brisa coge con suavidad la mano a Roberto y se la acaricia delicadamente mientras habla.

—Soy consciente de los peligros que conlleva el viaje, pero tengo motivos personales por los que prefiero correr el riesgo. Sin embargo, tú no tienes por qué compartirlos conmigo.

—Está decidido: no pienso dejarte ir sola —repite él, dando por zanjada la cuestión.

—Ya sé que eres un cabezota, pero solo te pido que antes de decidir escuches bien lo que me queda por contar.