En una lujosa mansión con privilegiadas vistas sobre la bahía de San Francisco se reúnen dos hombres. Los suelos de mármol brillan impolutos y los cristales de los grandes ventanales parecen transparentes: ni una mota de polvo se acumula en las cortinas de seda ni en los muebles del siglo XIX. Todo está inmaculadamente limpio, menos su conciencia. Ambos se conocen desde hace mucho tiempo, han colaborado en asuntos en los que nadie debería participar y, sobre todo, que nadie puede conocer.
—¿Están ya bajo control las cuentas de Arturo Gold en la isla de Man? —pregunta Richard, un estadounidense acostumbrado a moverse entre los melifluos pasillos del poder.
—Absolutamente —responde Ahmed, un pakistaní educado en las mejores universidades americanas—. Su hija canceló las cuentas y transfirió el poco dinero que quedaba a un banco andorrano. Ya es técnicamente imposible que pueda consultar los movimientos realizados en ellas.
—Un problema menos —se congratula Richard—. No podíamos permitirnos que esa Brisa se dedicara a seguir el rastro del dinero y atara cabos. La información era demasiado peligrosa.
—Sobre todo en estos momentos, cuando hay tanta tensión entre la India y Pakistán —recalca Ahmed—. Lo que ahora me preocupa es averiguar si Arturo Gold depositó algún otro tipo de documentación confidencial en la isla de Gozo. El correo electrónico que el banco de Malta le envió a su hija me tiene con la mosca tras la oreja. Si el viejo zorro nos consiguió ocultar que había constituido un trust, bien pudo guardarse alguna otra carta oculta bajo su manga de filibustero.
—Pronto saldremos de dudas —asegura Richard—. Tengo a uno de mis mejores agentes trabajando sobre el terreno. Aunque sabemos que Brisa no estaba al tanto de las operaciones de su padre, no podemos descartar que este decidiera dejarle alguna información post mortem.
—¡La chica me parece manejable, pero no me fío de nadie! —exclama Ahmed—. Si finalmente tiene acceso a información comprometedora, lo mejor será arrebatarle los documentos y, después, retirarla de la circulación de modo permanente.
—Si la eliminamos, ¿nos podría causar problemas un hipotético heredero nombrado por Brisa y dispuesto a tirar de la manta? —pregunta Richard.
—Ya no. Las transferencias que nunca deben salir a la luz son las que realizamos desde las cuentas de la isla de Man, pero, al haberlas cancelado, ningún heredero podrá reclamar nada de ellas y, mucho menos, información de operaciones pasadas.
—En tal caso, si mi agente descubre que el padre de Brisa tuvo la ocurrencia de dejarle material confidencial, no tenemos motivos para actuar con guante blanco.
—Yo recomendaría un trabajo muy limpio —sentencia Ahmed—. Lo mejor sería acabar con Brisa y con cualquier otro acompañante con el que viajara. No me gusta dejar cabos sueltos.