Grandes pinos, alcornoques, robles y algunos plátanos jalonan el sendero por el que transitan. Hace frío, pero Roberto apenas lo siente, absorto como está en el increíble relato que escucha. Pistolas eléctricas, drogas alucinógenas, interrogatorios al filo del abismo y el inesperado origen de Mario superan con creces cuanto hubiera imaginado previamente.
—Eres una mujer peligrosa —dice.
—Y no solo con mis enemigos. A veces también soy un peligro para mis seres queridos, e incluso para mí misma —afirma Brisa, muy seria.
Roberto respira el aire húmedo del pinar y observa a lo lejos los caminos que se bifurcan en los bordes del estanque. Tan solo unas cuantas horas atrás, Olga le había comentado lo mucho que le gustaría pasear por la montaña, y ahora lo hace acompañado de una mujer imprevisible; cuanto más la trata, más intrigante le parece. En su rostro se dibuja un rictus de tristeza y sus ojos permanecen ligeramente entornados.
—Cuando murió mi novio, en California, me sentí tan culpable que estuve al borde del suicidio —susurra—. Es la primera vez que hablo de ello —añade con voz entrecortada.
—Ni siquiera sabía que hubieras tenido un novio —miente Roberto, arqueando las cejas.
—Ha pasado más de un año y todavía me duele tanto como cuando lo encontré ahogado en la piscina de mi casa. No creo que lo pueda superar…
—¿Murió en tu piscina? —pregunta Roberto, fingiendo sorpresa, pese a estar bien informado por Pepe de aquel inquietante episodio de su vida.
Brisa asiente y se para frente a un roble alto de tronco grueso, como si buscara aproximarse a la fuerza con que el árbol sostiene su vasta copa repleta de hojas.
—Su imagen me persigue como una sombra. Lo quería con la apasionada locura del primer amor. Fue un flechazo a primera vista con el que atravesé nuevos cielos y algunos infiernos. Paul era sensible, idealista y brillante, pero también inseguro e inestable. En su adolescencia flirteó con drogas tan nocivas como la cocaína, y tuvo serios problemas con el alcohol. Cuando nos conocimos, en la universidad, ya había dejado esos hábitos destructivos, pero hay adicciones que siempre permanecen latentes. Agazapadas en los pliegues del alma, aguardan pacientes su momento y aprovechan cualquier flaqueza para adueñarse nuevamente de quien vuelve a reclamar su dosis de veneno. Es una enfermedad como otra cualquiera, pero yo, que soy psicóloga, no lo supe entender. Las últimas palabras que le dirigí fueron terribles. Siempre tendré que cargar con ese peso.
—Sé muy bien lo que quieres decir —sostiene Roberto—. Yo también soy capaz de comportarme de un modo hiriente con personas con las que me unen lazos muy íntimos.
—Yo fui mucho más que hiriente —asegura Brisa—. Recuerdo perfectamente cada detalle de aquella terrible noche. Paul había quedado con unos viejos amigos para tomar unas cervezas y bailar en una conocida discoteca. Yo tenía una cena de compromiso y me incorporé más tarde. Cuando llegué, estaba borracho y había esnifado un par de rayas. Perdí los nervios y, hecha una furia, me puse a chillarle en público cosas tremendamente humillantes, cosas muy difíciles de soportar por ningún hombre. Nadie conoce mejor que una novia los puntos débiles de su pareja, y yo no dejé ningún botón sin pulsar. Sus amigos trataron de calmarme. Solo sirvió para que me enzarzara con ellos en una discusión tan escandalosa que los guardias de seguridad acudieron a imponer orden. Avergonzado, Paul optó por desaparecer de la escena. Perdí un tiempo precioso buscándole por las dos plantas de la discoteca. Su motocicleta ya no estaba cuando llegué al aparcamiento. Su móvil no respondía a mis llamadas y supuse que buscaría refugio en su bar musical favorito. Me equivoqué. Cuando llegué a casa, lo encontré flotando boca abajo en la piscina…
Roberto comparte el afligido silencio de Brisa sumido en sus propias reflexiones. La versión de su amiga coincide con la información de la agencia de detectives americana…
—Fue el inicio de mi particular descenso a los infiernos —prosigue ella, con una mueca de dolor dibujada en su hermoso rostro—. Como un fantasma, me perseguía la idea de que Paul se había suicidado por cuanto le había dicho…
—Nadie en su sano juicio se mata por una bronca de su novia —interrumpe Roberto, tratando de detener las tortuosas elucubraciones mentales de Brisa.
—Ya lo sé, pero no dejaba de recordarme a mí misma que el alcohol y la cocaína actúan como amplificadores de las emociones más negativas cuando quien ha abusado de ellas entra en una fase depresiva.
—Sinceramente, me parece más lógico pensar que cayera a la piscina y se ahogara a causa de su mal estado.
—Sí —concede Brisa—, pero yo me repetía sin cesar que, de haber sido más comprensiva, en lugar de haber reaccionado como una fiera, no habría ocurrido ningún accidente… El caso es que me consideré la única y exclusiva responsable de su muerte. Hubo quien llegó todavía más lejos, y me convirtió en la principal sospechosa de un homicidio voluntario.
—¿Cómo pudo imaginar nadie algo tan descabellado? —pregunta Roberto, pese a conocer de antemano la respuesta.
—Una muerte tan extraña levantó suspicacias e investigaciones. No tardó demasiado en descubrirse que había practicado con mis pacientes terapias alternativas utilizando LSD y ayahuasca, algo rigurosamente prohibido por el código deontológico de la universidad. No hizo falta demasiada imaginación para que alguien relacionara la cocaína consumida por Paul con mis experimentos.
—Si también empleabas cocaína en tus terapias…
—¡Por supuesto que no! —exclama Brisa, indignada—. La cocaína es una droga adictiva manipulada químicamente por mercaderes de la muerte y su consumo siempre resulta perjudicial. En cambio, la ayahuasca y el LSD, utilizados dentro de un contexto terapéutico, son capaces de producir cambios enormemente positivos en las personas. Y, sin embargo, me convertí en sospechosa de asesinar a mi novio por el mero hecho de haber ayudado a la gente utilizando métodos poco convencionales.
—¿Qué te llevó a explorar métodos tan inusuales? —pregunta Roberto, deseoso por saber más sobre los misterios que rodean el pasado y la personalidad de su amiga.
—Yo siempre he sido inusual. Por eso me interesé en un innovador programa psiquiátrico desarrollado en Canadá a principios de los años cincuenta en el que se administró LSD a pacientes alcohólicos. Los resultados fueron inesperadamente positivos y establecieron los fundamentos del tratamiento en el que me basé para tratar a mucha gente.
—Lo cierto es que yo siempre he asociado droga con descontrol, y me parece increíble que, en lugar de añadir fuego al incendio, pueda ayudar a curar enfermedades psicológicas.
—Comprendo tu escepticismo, pero querer tenerlo todo bajo control no siempre es la mejor manera de fluir con la existencia. Muchos pacientes se aferran a sus rígidas pautas mentales porque eso les proporciona la falsa seguridad de lo conocido. Paradójicamente, su afán por no perder el control les impide solucionar sus conflictos. La mayoría mantiene bloqueados recuerdos traumáticos de la infancia, pero para sanar deben revivir esas experiencias y descargar la energía que les continúa estrangulando desde su pasado irresuelto. En palabras llanas: deben llorar su dolor.
—Algo así como la catarsis que propugnaban los antiguos autores griegos —señala Roberto.
—Exactamente. Los filósofos griegos eran tan sabios que el propio Freud tomó prestados algunos de sus conceptos milenarios para formular sus teorías revolucionarias. El problema es que la práctica no siempre comparte camino con la teoría, y la mayoría de las personas psicoanalizadas no logran revivir sus emociones secuestradas. En cambio, una dosis adecuada de LSD es capaz de obrar el milagro de que los pacientes rememoren los sucesos pasados tal cual los vivieron cuando todavía eran niños, bebés o recién nacidos.
—Tal como lo explicas —dice Roberto, esbozando una sonrisa—, bastaría recetar una dosis de LSD para acabar con los problemas mentales de media humanidad.
—Si fuera tan fácil —reconoce Brisa—, los psicólogos nos quedaríamos sin trabajo. Algo que de momento no ocurrirá, porque, si bien el LSD puede provocar avances extraordinarios, hay personas a las que jamás debería recomendarse este tipo de sustancias, bajo ningún concepto. Lo cierto es que sus efectos suelen ser más perturbadores que terapéuticos, a no ser que la sesión transcurra con el apoyo psicológico constante por parte de un especialista. Pero, incluso así, los resultados son imprevisibles. Por eso no es de extrañar que la mayoría de los casos en los que se experimentó con LSD acabaran en sonados fracasos. Yo coseché algunos éxitos espectaculares, pero también acumulé decepciones, y, finalmente, dejé de trabajar con ella, al igual que el resto de mis compañeros de profesión.
—Así que, por una vez en tu vida, decidiste alinearte con el establishment —ironiza Roberto.
—No exactamente. En realidad, solo cambié el LSD por otra sustancia mejor: la ayahuasca, una planta sagrada elaborada por chamanes desde los albores de los tiempos. Conocí a uno que cambió mi forma de ver el mundo. —Brisa acaricia la corteza del roble, como si se estuviera despidiendo de él, y reanuda el paseo con paso tranquilo—. Sucedió durante una de las vacaciones más memorables de mi vida. Había viajado a Perú para practicar el surf en sus playas, sin más ambición que relajarme y disfrutar de su naturaleza desbordante. Sin embargo, allí me esperaba el destino en forma de un médico francés con el que trabé amistad. Había llegado al país andino quince años antes para dirigir un pequeño hospital, y durante el curso de su trabajo observó que algunos curanderos locales obtenían éxitos notables con enfermos sin necesidad de recurrir a medicinas occidentales. Intrigado, se interesó por sus métodos, y aquellos le explicaron que extraían sus conocimientos de una planta sabia: la ayahuasca. Pese a su escepticismo cartesiano, decidió probarla. El mundo que se abrió ante sus ojos fue tan revelador que acabó renunciando a su puesto de director de hospital para abrir su propio centro alternativo en el que fusionó las técnicas occidentales con los conocimientos chamánicos para curar adicciones.
—¿Y no sería el francés uno de esos charlatanes del new age que buscan el dinero de los incautos? —pregunta Roberto, con cautela.
—A mí también me asaltó la misma duda —coincide Brisa—, y, para despejarla, decidí someterme en persona a sus prácticas innovadoras. Viajé con él a su centro en Tarapoto, donde comprobé que la mayoría de sus pacientes no eran acaudalados turistas, sino oriundos de la zona y algunos extranjeros de escasos recursos. Sus métodos eran muy profesionales; combinaban análisis de sueños, psicoterapia clásica, dieta y trabajo corporal en grupo. La diferencia esencial con otras terapias residía en que, cuando el equipo médico consideraba que alguien estaba preparado, le recomendaban un retiro en plena selva amazónica, donde, rodeado de naturaleza, se le permitía experimentar con la ayahuasca bajo la supervisión de un guía. Yo tuve la suerte de ser iniciada por uno de los mejores chamanes de la zona.
Un rayo de luz se filtra entre las copas de los árboles. Roberto observa detenidamente a Brisa, que anda por el bosque como si fuera una pequeña hada. Si algo tiene esa mujer, piensa, es que nunca deja de sorprenderle.
—Pasé una semana viviendo en la selva y durmiendo en la cabaña del chamán. Allí, en medio de la naturaleza, accedí a una sabiduría ajena a las estructuras de poder que soñé con poder trasladar a nuestra sociedad, tan ciega y tecnificada como un robot sin alma. La muerte de Paul destruyó mis sueños. Perdí a mi amor, fui expulsada de la universidad, me revocaron mi licencia de psicóloga y, tratada como una criminal, tuve que pelear muy duro para no acabar en prisión.
La imagen de Brisa cambia como un prisma. Roberto tiene ante sí a una aventurera del espíritu, una pionera maltratada por una sociedad con la que no se identifica. Sin embargo, las piezas siguen sin encajar completamente. Ella no es ninguna mosquita muerta, sino una mujer de rompe y rasga, a quien le gustan los oscuros ambientes góticos, que asistió en su juventud a clubes sadomasoquistas de San Francisco y que hasta pudo participar en fiestas satánicas, según la agencia de detectives.
—Si experimentar con drogas estaba prohibido, es lógico que perdieras la plaza de profesora universitaria y que te obligaran a cerrar tu consulta, pero no comprendo por qué te acusaron de asesinato. Por mucho que emplearas una sustancia prohibida como la ayahuasca, si era con fines terapéuticos y de manera muy controlada, tu perfil no respondía al de una desequilibrada capaz de matar a su novio.
Brisa continúa caminando y se ajusta sus gafas de lentes ahumados antes de hablar:
—Cuando salieron a la luz más cosas de mi pasado, muchos me tomaron por una especie de bruja moderna que adoraba a Satanás. Algo así como una versión actualizada de las legendarias hechiceras diabólicas…