Capítulo 77

—Tu tiempo ha terminado —dijo Brisa tras consultar su reloj.

Existía un tiempo para cada cosa sobre la faz de la Tierra.

Un tiempo para hablar y un tiempo para callar.

Un tiempo para vivir y un tiempo para morir.

Tiempo de sembrar y tiempo de recoger la cosecha.

Tiempo de matar y tiempo de sanar.

Tiempo de rasgar y tiempo de coser.

Tiempo que buscar y tiempo que perder.

Tiempo de amar y tiempo de odiar.

Tiempo de guerra y tiempo de paz.

A ella le tocaba el tiempo de juzgar. Mario había apostado muy fuerte. Aun estando atado y completamente a su merced, había tenido el coraje de relatar con aplomo una historia que dejaba muy malparada la imagen de su padre. Pero aquella imagen coincidía con la que ella tenía y la historia aportaba luz sobre los aspectos más oscuros de su turbulenta vida sentimental.

Brisa nunca se había sentido querida por su padre, y estaba convencida de que tampoco había sido un hombre enamorado de su esposa. El relato de Mario no solo concordaba con sus propias emociones íntimas, sino que le permitía comprender mejor aspectos capitales en la existencia de su padre. La atormentada relación con Brigitte y su sórdido final bañado en sangre explicaban perfectamente su comportamiento posterior con las mujeres. Incapaz de mantener una nueva relación sentimental, había optado por encuentros esporádicos con profesionales del sexo, como otro ingrediente del selecto surtido de lujos que le proporcionaba el dinero. Su fachada romántica de sensible caballero fiel a su esposa hasta después de su muerte nunca fue más que una mentira patética.

Brigitte le había hecho sufrir, y le había llevado a matar. Cargaba con dos muertes a sus espaldas, y con un doble fracaso mayúsculo del que habían nacido Mario y ella. El dinero, el único lenguaje que había entendido durante su vida, le permitió continuar gozando de los placeres carnales sin arriesgarse a mantener contactos reales, de corazón a corazón. La vida de su padre había sido muy triste, y esa tristeza, profunda, se había filtrado de diferentes maneras en sus dos hijos. A ella, la niña nacida por las exigencias urbanas de la buena sociedad barcelonesa, le tocaba decidir sobre la vida o la muerte de aquel hijo fruto de esa pasión desbocada.

Brisa sabía de sobra lo difícil que resultaba mentir improvisando un relato creíble durante las horas posteriores a la ingesta de ayahuasca. Lo que Mario había contado resonaba con el eco de la verdad. Con pasmosa tranquilidad, había ido desgranando hechos y detalles que encajaban como piezas del mismo puzle con otras partes de la historia que ella ya conocía.

Repasó los fragmentos de las distintas fuentes en busca de contradicciones. No las halló: todos los retazos dispersos se unían entre sí, configurando un mosaico reconocible a través del tiempo. Así, por ejemplo, Brigitte no habría visto por casualidad la cruz de esmeraldas en una tienda de Barcelona. Con toda probabilidad ya conocía la dirección del anticuario que la exhibía en sus vitrinas cuando llegó a la ciudad. Tan manipuladora como irresistible, no le habría resultado difícil averiguar en su pueblo natal el destino final de las joyas vendidas por su noble y arruinada familia.

A juzgar por el efecto que aquella hermosa bailarina producía en los hombres, la cruz de esmeraldas no habría sido el único objeto familiar recuperado por ella gracias a los regalos de sus rendidos admiradores. Sin duda, había sido una seductora peligrosa, y el infeliz Joan Puny, otro pelele al que utilizó para obtener algunos de sus caprichos: la cruz de esmeraldas y el asesinato de su madre. Todos los protagonistas de la desgraciada historia ya estaban muertos, salvo Joan Puny, condenado a seguir viviendo. Y allí, en aquella habitación, ella podía añadir otro capítulo truculento a la historia de su familia.

¿Había matado Mario a su padre?

El grueso de la historia encajaba demasiado bien como para ser inventada. Los efectos de la ayahuasca dificultaban el análisis racional indispensable para elaborar mentiras creíbles e impulsaban a contar la verdad a quienes la ingerían. Sin embargo, su influencia no eliminaba la voluntad ni las facultades de quienes bebían el brebaje amazónico. ¿Y si su hermanastro hubiera optado por narrar un relato casi fiel a la realidad, en el que tan solo hubiera distorsionado el último giro? En lugar de levantarse e irse de la casa, Mario podría haber aprovechado la oscuridad y el estado etílico de su padre para diluir una dosis de LSD en el whisky. Después, solo habría tenido que esperar unos minutos para ahorcarle sin oposición, haciéndole tragar la cruz de las desgracias como colofón.

—Tu historia es brillante —dijo Brisa—, pero no completamente cierta. Cuando llegaste a la mansión de nuestro padre, ya llevabas en tus bolsillos la droga con la que vencer su resistencia y los guantes que emplearías para no dejar huellas cuando lo ahorcaras. ¿No es así? Te había llamado, desesperado, tras tener noticias de la estafa de Madoff para discutir contigo el margen de maniobra que le restaba. Y tú sabías muy bien que, dadas sus circunstancias financieras, la policía concluiría que se había suicidado a causa de su inminente ruina.

—Lo que te he contado es la pura verdad —replicó Mario.

—Lo dudo. Sin embargo, lo acabarás haciendo: conozco métodos muy lentos que me permitirán averiguar hasta el menor de los detalles —amenazó Brisa—. Es tan solo cuestión de tiempo, y yo no tengo prisa…

—Te equivocas —repuso él—. Si me torturas, en lugar de la verdad, te diré lo que quieras.

Brisa contempló a Mario con respeto. Desnudo, atado y sin estar en plena posesión de sus facultades, no perdía el arrojo ni la capacidad de influir en ella. No estaba completamente segura de si su hermanastro había cometido parricidio, ni tampoco de qué habría hecho ella de ser Mario. Lo más probable, caviló, es que nunca pudiera responder con certeza a ninguna de las dos preguntas.

—De momento, ya has confesado ser tú quien me amenazó en el hotel de Londres —le recordó Brisa, buscando comprobar sus reflejos mentales con un brusco cambio de tema.

—Solo para salvarte la vida —se defendió Mario—. De no haber renunciado a seguir indagando en las cuentas que nuestro padre poseía en la isla de Man, quienes están detrás de las operaciones no hubieran vacilado en matarte. Fui yo quien los convencí de que no sería necesario recurrir a tal cosa.

—¿Y con qué argumentos? ¿Alegando que soy la hermanita que siempre quisiste tener? —preguntó Brisa con tanta ironía como escepticismo.

—Me bastó con recurrir a un tecnicismo legal —esgrimió Mario con una débil sonrisa—. Les recordé que habías acudido a diversos notarios después de averiguar que tu padre guardaba comprometedores secretos relacionados con sus cuentas en el extranjero, secretos peligrosos que podían poner en peligro tu vida. ¿Y si para protegerte habías dictado testamento nombrando heredero a algún periodista estrella dispuesto a ventilar toda la mierda en caso de que resultaras asesinada? Los convencí de que era más seguro para ellos mantenerte viva que matarte, siempre que estuvieras lo suficientemente asustada para abandonar tus pesquisas. Los mensajes anónimos no te amedrentaron lo más mínimo, así que, cuando decidiste viajar a la isla de Man en mi compañía, me ofrecí a hacer el trabajo sucio por ellos. Aceptaron darme una oportunidad. Al fin y al cabo, yo era uno de los principales interesados en que no saliera a la luz ninguna información sobre esas cuentas, por haberlas gestionado personalmente durante los últimos años.

—Y disfrutaste con el encargo, ¿no es verdad, cabrón? —le preguntó Brisa, apretando con fuerza la pistola eléctrica contra sus testículos.

—Lo mío solo fue una elaborada puesta en escena, sin más secuelas que las psicológicas —repuso Mario con un hilo de voz—. De haber dejado que actuaran otras personas, hubieras sufrido graves lesiones. Este tipo de gente no se anda con chiquitas. Te lo aseguro…

O Mario era el mayor virtuoso de la mentira con el que se había topado, o… Resultaba imposible que tuviera respuestas tan rápidas y convincentes para todo. Brisa apartó suavemente la pistola de sus testículos.

Él respiró aliviado y prosiguió, con aquella voz profunda de encantador de serpientes.

—De alguna manera, estamos empatados: ambos nos hemos torturado mutuamente sin infligirnos daños graves. Te propongo un pacto de hermanos: si firmamos la paz y me desatas, te contaré algo que podría salvarte la vida.

Brisa acarició delicadamente su artefacto eléctrico y le miró con aire de superioridad.

—Me lo dirás igual, tanto si quieres como si no.

Mario le devolvió la mirada con una curiosa mezcla de inocencia y firmeza.

—Si me torturas, te diré lo que quieras oír, o quizá me inventaré una historia. Nunca sabrás si miento o no. Y tal vez no salves tu vida, por no respetar la mía.

Brisa dibujó una sonrisa muda con los labios. Eran hermanos y llevaban la mentira en la sangre. Las palabras de Mario no podían asustarla: a ella no le importaba morir, porque una parte suya ya estaba muerta. Si quieres vengarte, cava dos tumbas…

Toda su vida había querido vengarse de algo. Del asesinato de su madre, del carácter de su padre, de su falta de amor por ella y de tantas otras cosas… Pero su padre ya estaba muerto, el asesino de su madre había quedado encerrado en la peor cárcel posible y, por mucho que lo deseara, no era posible vengarse de la existencia sin ser uno mismo la primera víctima.

El silencio se apoderó de la estancia mientras ambos se miraban a los ojos tratando de comprender lo inaprensible, aquello que no puede ser nombrado, pero que determina el destino de los hombres.

Brisa guardó la pistola en su bolso y comenzó a desatar las ligaduras de Mario. En aquella disputa fraternal, había algo más en juego que la vida o la muerte.

Los efectos de la droga y la tensión producida por las cuerdas en las articulaciones de Mario había sido lo suficientemente intensos como para que no pudiera incorporarse por sí mismo. Brisa le ayudó a levantarse y le condujo hasta un mullido sillón abatible, diseñado para proporcionar reconfortantes masajes al pulsar el botón adecuado.

—En el fondo somos muy parecidos —afirmó Brisa—: capaces de hacer lo que sea por conseguir nuestros objetivos. Ahora, estamos en paz.

—Solo si me ofreces un cigarrillo —repuso Mario con una media sonrisa.

—Ya sabes que fumar perjudica seriamente la salud —observó Brisa, con malicia.

—Si los indios eran capaces de fumar la pipa de la paz para evitar una guerra, nosotros también podemos permitirnos un cigarrillo después de lo que hemos pasado —apuntó Mario.

Brisa arqueó las cejas, sacó de su bolso un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo.

—Ahora que ya somos amigos, eres libre para contarme lo que, según tú, podría salvarme la vida. No es que me importe demasiado, pero me gusta estar bien informada.

Mario exhaló una bocanada de humo con evidente satisfacción. Después mudó su rostro a una expresión más grave.

—Ten mucho cuidado —le advirtió con voz queda—. Tu teléfono y tu ordenador están intervenidos. Hiciste muy bien en cancelar las cuentas de tu padre en la isla de Man, pero si tuvieras acceso a cualquier otro tipo de documentación confidencial no se lo entregues a nadie, o te matarán. Esta gente no conoce ni la piedad ni las buenas costumbres.

—¿Incluso si hubiera dejado como heredero a algún periodista mediático con afán de protagonismo? —preguntó Brisa.

—Ya has quemado esa carta. Ellos estaban muy preocupados por las operaciones realizadas en la isla de Man, pero, al haberlas cancelado, ningún heredero tuyo tendría derecho a solicitar información sobre ellas. Si accedieras, por otra vía, a documentos peligrosos archivados por tu padre en algún lugar secreto, una vez que los recuperaran no tendrían ningún problema en asesinarte. ¿Lo entiendes?

—Perfectamente —respondió Brisa.