Mario volvió a tragar saliva antes de reanudar su relato. Si quería sobrevivir, sus palabras debían sonar tan sinceras como convincentes. Disponía de quince minutos para salvar el pellejo o firmar su certificado de defunción. Un tiempo breve que debía aprovechar con la intensidad y determinación propia de los más fuertes.
—Estuve en casa de Arturo, nuestro padre, poco antes de que muriese —reveló—. Hubiera podido interrogarle sobre la verdad de nuestra relación cuando vio la cruz en mi despacho, pero no era el lugar adecuado. La oficina estaba repleta de gente, y los clientes con quienes había concertado cita aguardaban impacientes su turno. Así que simulé una avería del sistema informático y prometí llevarle a su domicilio la documentación que él había venido a buscar. Me citó a las ocho de la tarde, y acudí allí como tantas otras veces. Solíamos repasar diversos temas financieros y después aprovechábamos para charlar de la vida en general y de nada en particular, saboreando una copa de vino.
»Aquella tarde, la última que pasamos juntos, no la podré olvidar jamás. Al entrar en su casa lo encontré solo, cariacontecido y con la mirada perdida. Había despachado al servicio, tal como solía hacer los fines de semana, pero algo raro flotaba en el ambiente. Su semblante mostraba un aspecto mucho peor que por la mañana, y parecía, literalmente, un hombre hundido. A la sensación de naufragio se unió la oscuridad. Un corte eléctrico en un tramo entero de la calle quiso que nuestro último encuentro tuviera como único testigo la tenue luz de una vela. Desde la perspectiva del tiempo, resulta inevitable suponer que antes de mi llegada recibió noticias de la colosal estafa perpetrada por Madoff. El castillo de naipes construido durante treinta años de engaños estaba a punto de derrumbarse arrastrando en su caída a victimas tan ilustres como mi apesadumbrado anfitrión. Yo no tenía forma de saberlo en aquellos momentos, por lo que atribuí su estado a la cruz de esmeraldas que había visto en mi oficina. No descarto que la joya influyera en hacer más grande su desolación, pues hay culpas que no se lavan ni con el transcurso del tiempo. Sea como fuere, aquello me brindaba la oportunidad de forzarle a revelar las escabrosas circunstancias que envolvían mi vida y su pasado.
»Así pues, como quien descarga una metralla de perdigones sobre un animal enjaulado, le pregunté: “Tú eres mi padre, ¿verdad?”. Arturo, así le solía llamar yo, inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos. Después, volvió a mostrar su rostro a la luz de la única vela que iluminaba el salón de su mansión y me miró un largo rato antes de confesar que sí, que yo era su hijo.
Brisa repasó los rasgos que la unían a Mario. Ambos tenían el pelo rubio y la frente despejada, como su padre. Sin embargo, los ojos eran muy distintos. Los de Mario, grandes y azules, como los que exhibía Brigitte en la foto que había visto en casa de Joan Puny. Los suyos, en cambio, eran verdes y achinados. Resultaba innegable que Mario, al igual que ella, tenía unos labios carnales, sensuales, pero el dato no le pareció concluyente, pues la curva que dibujaban era distinta. También diferían sus narices, en forma y tamaño, pero no era menos cierto que ambos compartían un rostro anguloso de estructura felina, similar al de su padre. Los registros del trust en Gozo hubieran podido ayudarla a determinar si el hombre al que estaba interrogando era su hermano, pero Malta quedaba muy lejos. Brisa decidió supeditar su juicio al relato de Mario.
—Arturo, nuestro padre, se levantó, se dirigió al mueble bar, encendió una cerilla para ver en aquella oscuridad y se sirvió un generoso vaso de whisky sin hielo. Me preguntó si quería uno y le respondí que no. «Necesito entrar en calor», se justificó. Con paso vacilante, alcanzó el sillón que estaba frente a mí, dejó su copa en una mesita de cristal y, una vez acomodado, retomó la palabra: «Durante toda mi vida he sido un esclavo de las apariencias. Ya no tiene sentido seguir fingiendo, pues parece que este sea el día elegido por el destino para que rinda cuentas de todos mis actos. Quizá no te guste lo que vas a escuchar, pero tienes derecho a saber la verdad sobre por qué mantuve oculta mi paternidad». Le respondí, cortante, que suponía que el hijo ilegítimo de una cabaretera no estaba a la altura de su apellido.
»Entonces, con voz grave, me dijo: “Resulta fácil juzgar a los demás y, en mi caso, no te faltan motivos. Mi vida ha sido una mentira, una loca carrera guiada por el dios del dinero y de la falsa honorabilidad. Ahora lo único que te puedo ofrecer es mi verdad desnuda. Una verdad sucia, oscura y patética. En suma, una verdad de hombre a hombre”.
»Acarició su copa y bebió un trago largo, como si quisiera coger fuerzas para continuar hablando: “Cuando conocí a Brigitte, tu madre, ya estaba comprometido y las invitaciones de boda cursadas. De no haber acudido a El Molino a celebrar mi despedida de soltero, todo habría sido muy diferente. No albergaba dudas sobre mi futuro matrimonio. Lorena era joven, guapa, inteligente, de buena familia y compartíamos amistades desde la adolescencia. No podía soñar con nada mejor. Hasta que Brigitte salió al escenario. En cuanto la vi, quise hacerla mía para siempre. Un temblor me recorrió de pies a cabeza, impidiéndome pensar. Bailaba con el cuerpo flexible de una gata y rezumaba sensualidad en cada palmo de sus curvas, pero no fue la bruta lujuria la única emoción que me cegó. Era hermosísima, elegante y seductora, sí, pero había algo más. El mismo cuerpo, con diferente alma, solo habría sido para mí otra chica bonita incapaz de hacerme sentir emociones que ni siquiera sospechaba que pudiera albergar… La primera vez que toqué su piel, en el baile que se organizó después de la función, no era dueño de mis actos. Quizás hubiera debido romper todas las invitaciones de boda esa misma noche, pero no lo hice.
”Brigitte era la pasión abrasadora, tan pura que me dolía cada roce y cada ausencia; un mundo desconocido, ignoto y salvaje. Lorena era la tierra firme, segura y tranquilizadora. Dejarla plantada ante el altar equivalía a un suicidio social. Las amistades me hubieran dado la espalda; la mayoría de mis clientes (viejos conocidos de nuestras familias) hubieran confiado sus inversiones a otro corredor y, de haber pretendido desposar a Brigitte, hasta mi propia familia me hubiera retirado la palabra. Creerás que exagero, pero treinta y tantos años atrás Barcelona era una ciudad mucho menos abierta que en la actualidad, y los círculos en los que me movía hubieran exigido cerrar filas contra un traidor a su propia clase.
”No pude dejar ninguno de los dos mundos. Me produjo vértigo dar un salto mortal sin red y también me resultó imposible renunciar a Brigitte. Dirás entonces que fui un cobarde —prosiguió Arturo, sin dejar de beber con ritmo fluido de la copa que sujetaba su mano—. Quizá sí, pero una noche le propuse a Brigitte hacer las maletas, abandonar Barcelona y empezar desde cero en otro país. Ella se rio. Me aseguró que era imposible, que no saldría bien. Brigitte era tan joven e inconsciente…, o demasiado consciente. Según me decía, lo nuestro era una pasión destinada a brillar como una estrella fugaz antes de explotar. Nos prometimos que dejaríamos de vernos en cuanto me casara con Lorena. Por supuesto, fuimos incapaces de cumplir nuestra promesa, y un buen día me anunció que se había quedado embarazada. Mi esposa también esperaba un bebé. ¿Qué podía hacer?
”Me vi abocado a llevar una doble vida —me dijo, apurando el whisky de un solo trago—. No te puedes imaginar la angustia que eso provoca. Mi vida se convirtió en un sobresalto continuo, una especie de bomba de relojería que podía explotar en cualquier momento. El dinero me permitió ganar tiempo, pero no paz. Al principio, las cosas fueron mejor de lo que me esperaba. Brigitte se trasladó a un lujoso piso, propiedad de una de mis sociedades, y le asigné una mensualidad generosa, extremadamente generosa. La antigua bailarina empezó a vivir como una gran señora, con servicio las veinticuatro horas y tiempo libre para hacer lo que le venía en gana. Nos seguíamos viendo, por descontado, pero mis negocios, la vida social y mi familia oficial exigían dedicación.
”Aquello no podía durar ni salir bien, de ninguna manera. Con el tiempo, Brigitte me empezó a ignorar. Salía con quien quería cuando se le antojaba y no se ponía ningún tipo de freno. Mi papel de amante fue sustituido progresivamente por el de cajero automático. Lo cierto es que me sobraba el dinero, y, de haber tenido la cabeza más fría, hubiera evitado tragedias posteriores. Por desgracia, estaba loco por Brigitte y ella lo sabía. Jugaba a un juego muy peligroso, demasiado al límite como para no quemarnos. Un día, ella me provocó, se burló de mí y me dijo cosas terribles, cosas que ninguna mujer debería decir jamás a un hombre. Perdí el control y llegamos a las manos, pero ella siguió riéndose como una loca. Había empezado a consumir coca, y probablemente se había pasado de la raya. Le juré que no le daría ni un duro más. Brigitte sonrió y replicó que le seguiría pagando todos sus caprichos tanto si quería como si no. Después, me dio la espalda y se encerró con llave en su habitación.
”Ofuscado y rabioso, lo único que hallé a mano para herirla fue una cajita de terciopelo que contenía una pequeña joya de la que estaba enamorada: la cruz de esmeraldas que vi sobre tu escritorio esta mañana. En un arrebato que tenía más de impotencia que de bravura, me la llevé a casa”.
»Arturo hizo una pausa, como si de repente comprendiera que había hablado más de la cuenta, y me miró con los ojos turbios de alcohol. Entonces caí en la cuenta de que la copa de whisky que se había acabado como si fuera zumo natural no era la primera que se bebía aquella tarde.
»En voz baja, casi hablando para sí, me dijo que era muy sorprendente que aquella cruz hubiera ido a parar precisamente a mis manos. Tuve que mentirle, para reafirmarme en mi versión inicial: “La compré en una tienda de antigüedades del casco viejo. Fue algo así como un flechazo extraño, pues no soy aficionado a coleccionar este tipo de joyas. De hecho, andaba buscando un regalo para una mujer con la que mantengo una relación muy especial, pero me quedé tan misteriosamente atraído por la cruz de esmeraldas que decidí quedármela para mí. Sabiendo ahora que se trataba de una de las joyas favoritas de mi madre, puedo comprender mejor el porqué. Debí de haberla visto muchas veces y, de alguna manera, mi inconsciente fue capaz de relacionar la cruz con los recuerdos perdidos de mi infancia. Como dijo Pascal hace ya más de trescientos años: el corazón tiene razones que la razón desconoce…”.
»Arturo se levantó sin decir nada, avanzó a tientas hasta el mueble bar del salón, se trajo consigo una botella de Lagavulin medio vacía y, tras escanciarse otra copa, siguió hablando: “La historia de esta cruz es tan rocambolesca como nefasta. Brigitte ya me habló de ella en nuestra primera cita. Al igual que tú, la vio en una tienda de antigüedades y se quedó prendada de ella. Naturalmente, se la compré sin reparar en el precio. Para ella siempre fue algo más que una joya. Nunca entendí por qué, pero la adoptó como una suerte de talismán mágico. Si no se la hubiera comprado, o no me la hubiera llevado a mi casa, ofuscado por nuestra acalorada discusión… A veces, hijo mío, la belleza está maldita”.
»Tras pronunciar aquella frase, miró su vaso de whisky maltés como quien consulta un oráculo, lo dejó pesadamente sobre la mesa y guardó un obstinado silencio. Aunque parecía tan absorto en sus pensamientos que casi ni se daba cuenta de que yo seguía allí le dije que no entendía lo que quería decir para invitarle a seguir hablando. “Porque el gozo encierra sufrimiento, y la belleza, desgracias. Al menos, esa ha sido mi experiencia de la vida —sentenció, como si ya estuviera despidiéndose de la suya—. De no haber sido tan bella la cruz de esmeraldas, mi esposa no se hubiera encaprichado de ella cuando la encontró en el bolsillo de mi americana. Ya sabes lo descuidados que llegamos a ser los hombres y cómo les gusta a las mujeres registrarlo todo. Naturalmente, tuve que improvisar una mentira: le aseguré que era un regalo sorpresa que le quería ocultar hasta el día de su santo. A mi esposa le fascinó la joya no solo por su belleza, sino porque esa cruz de doble travesaño se conoce en Francia como cruz de Lorena, que era precisamente su nombre de pila. Entusiasmada por lo que creyó que era un hermosísimo regalo preñado de simbolismo, mandó labrar una fina cadena de oro para utilizar la cruz como colgante. Esa fue su perdición. Una soleada mañana, un rufián se fijó en ella y se la quiso robar amenazándola con un cuchillo. Lorena se resistió y el desgraciado le acuchilló en la garganta. Resulta tan absurdo morir por culpa de una joya tan diminuta…”.
»Arturo volvió a quedarse callado, y yo compartí su silencio mientras ataba los cabos de aquella historia turbia y sangrienta que había marcado mi infancia. Dejé que apurara otra copa antes de preguntar lo que deseaba saber: qué había pasado con mi madre después de su discusión. Con la mirada perdida me dijo: “Casi no nos volvimos a ver. Me amenazó con montar un escándalo si no le pagaba lo que exigía, y llegamos a un acuerdo económico mensual con el que se mostró satisfecha”.
»Me resultó obvio que Arturo no deseaba remover esa parte de su pasado, pero yo no estaba dispuesto a concederle la paz del olvido, sino todo lo contrario. Le pregunté, fingiendo una espontánea curiosidad, si no quiso recuperar también la cruz de Lorena. “Sí, pero tuvo que conformarse con la jugosa paga mensual”, me respondió Arturo, sin añadir más explicaciones. “Hasta que desapareció para siempre”, apunté yo, mirándole fijamente, con dureza.
»Arturo se revolvió incómodo en el sillón, y sus ojos, embotados de alcohol, recuperaron por un momento el brillo perspicaz tan característico de nuestro padre: “Lamentablemente, Brigitte se adentró por caminos de los que pocos regresan. La cocaína y las malas compañías fueron su perdición. Nunca sabremos lo que le ocurrió”. Al contrario —repliqué yo—. Resulta obvio que la mataste —añadí.
»Arturo se enfadó conmigo y me acusó de haber perdido el juicio. “En absoluto —respondí con calculada frialdad—. Solo hace falta unir los cabos para darse cuenta de que no queda ninguno suelto. Si Brigitte hubiera revelado al mundo tu doble vida, el escándalo hubiera sido mayúsculo y hasta podrías haberte visto implicado en el asesinato de tu esposa. Más de uno hubiera podido sospechar que contrataste a un sicario para sacártela de encima. Sin llegar a eso, tú mismo has confesado que mi madre te chantajeaba y que vuestra relación había llegado a su fin. Más aún. Has afirmado que se drogaba y que su comportamiento era imprevisible. No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir que el principal beneficiado de su desaparición fuiste tú”.
»Él rompió a sudar copiosamente y se llevó las manos a la cabeza, como si quisiera despejar las vaporosas brumas etílicas del malta escocés. Trató de defenderse: “Te dejas llevar por el rencor… Es verdad que no me ocupé de ti durante la infancia, pero le daba a tu madre dinero suficiente para que lo hiciera por mí. Podrás acusarme de haberte abandonado durante un año en aquel orfanato, pero me redimí ofreciéndote, a través de mi fundación, la mejor educación que un muchacho podía recibir. Te acostumbraste a los colegios más exclusivos y a las estancias pagadas en el extranjero todos los veranos. En cuanto conseguiste tu primer trabajo me convertí en tu mejor cliente, y te abrí las puertas de tu presente profesional. Tal vez no haya sido un padre ejemplar, pero creo que he hecho más que la mayoría. Debes creerme: yo no mandé asesinar a tu madre”.
»No le creí. Sus propias palabras le habían delatado. Su expresión corporal y su nerviosismo también le acusaban. Asqueado, extraje la cruz de esmeraldas del bolsillo de mi chaqueta y se la arrojé a la cara. “¿Acaso crees que todo se puede comprar con dinero? —le grité con furia—. ¡Eres tan cobarde que ni siquiera te atreviste a matar a mi madre! Encargaste su asesinato. ¿No es eso? Quédate con la cruz de tu vergüenza y llévatela a la tumba contigo. No quiero nada que provenga de tu sucio dinero. Eres una especie de moderno rey Midas, que mata con su tacto cuanto roza…”.
»Podría haberle dicho muchas más cosas. Podría haberle matado. Pero no lo hice. Me levanté, le di la espalda y me fui».