Capítulo 75

Los nítidos recuerdos de su infancia quedan atrás. También las visiones repletas de brillantes colores. Los efectos del brebaje alucinógeno han remitido considerablemente, pero aún no se encuentra bien. Mario está confuso y desorientado, como si hubiera dejado de volar por encima de las nubes y estuviera planeando a ras del suelo sin encontrar ningún pedazo de tierra sobre el que aterrizar. Cuando uno amanece con resaca, el alcohol todavía embota parcialmente los sentidos, mengua los reflejos y disminuye la capacidad de concentración. De forma análoga, la droga que ha ingerido continúa influyendo en su organismo, pero de un modo radicalmente diferente. Su estado mental, a caballo entre el sueño y la vigilia, le impide razonar de forma objetiva. En su situación, eso es algo peligrosísimo.

Brisa ha regresado y le sonríe desde arriba. Él permanece tumbado sobre la cama, desnudo, amordazado y atado por gruesas cuerdas. Con todo en contra, intenta desesperadamente recobrar su lucidez. Necesita recuperar el control total sobre sus pensamientos si quiere aprovechar el primer error que cometa ella.

Brisa evalúa la situación con una frialdad que quema como el hierro incandescente. Debido a sus múltiples experiencias con pacientes y amigos, sabe con certeza que los delirios alucinógenos de Mario han cesado. Por el tiempo transcurrido desde que le forzara a ingerir la ayahuasca, su conciencia debe haber regresado de su viaje al otro plano de la realidad, aunque todavía permanezca alterada. Durante las próximas horas dispondrá de una menor capacidad de análisis racional, su sensibilidad se mantendrá exacerbada al máximo y sus reacciones físicas serán lentas. Y lo más importante: no podrá recordar todo lo que su mente ha experimentado e imaginado, ni lo que su boca ha dicho, confesado o callado. Eso le permitirá a ella jugar con ventaja, utilizando su arma favorita: el engaño.

Brisa está convencida de que fue él quien la desnudó, vejó y amenazó en el hotel de Londres. También debió de ser él quien asesinó a su padre, pues poco antes de su muerte recibió de Joan Puny la cruz que apareció clavada en su garganta. Mario sufrirá atrozmente por ello antes de exhalar el último aliento.

—Ahora vamos a charlar un ratito —dice Brisa, sentándose en una silla a la vera de la cama—. Te advierto de que chillar no te servirá de nada: la habitación está completamente insonorizada.

Mario evalúa la situación mientras Brisa le quita la mordaza. Podría estar mintiéndole. ¿Cómo saber si de verdad la habitación está insonorizada? Decide no gritar. Comunicarse con ella le brindará la oportunidad de revertir la situación a su favor. Tiene un as escondido en la manga, y jugar bien sus cartas siempre ha sido su especialidad.

Por sorpresa, dos fuertes bofetones le cruzan la cara. El impacto es tan fuerte que el sonido zumbón continúa reverberando dentro de su cabeza cuando la mano de Brisa se ha retirado.

—¡Eres un cabrón! —grita Brisa—. Inducido por la droga, confesaste haber sido tú quien me amenazó en el hotel de Londres.

La mirada de Mario es transparente y su tono pausado cuando responde a la acusación.

—Sí, fui yo. Lo hice para evitarte una suerte peor. No quería que te matasen. Al fin y al cabo, somos hermanos, hijos del mismo padre.

Cuatro bofetadas salvajes golpean nuevamente a Mario.

—¡Mientes, hijo de puta; mientes! —chilla Brisa, con un brillo animal bailando en los ojos.

Se siente mareado. Su sentido espacial está trastocado y un agudo sonido sacude su cerebro como un martillo pilón.

—Tú eres el asesino de mi padre —susurra Brisa a su oído, con un tono tan bajo como amenazador—. La cruz que le clavaste en la garganta es tuya. Lo sé todo. Me lo has revelado esta noche, junto con el resto de tus recuerdos pasados.

Las palabras de su madre resuenan en la mente de Mario.

«Los fuertes ganan. Los débiles sangran y lloran. Yo quiero que tú seas fuerte. Muy fuerte. El más fuerte».

—Si dije tal cosa, no fue una verdad, sino un delirio —replica Mario—. Si quieres conocer la verdad sobre nuestro padre, escúchame bien —le dice, con voz grave, casi paternal.

Brisa extrae de su bolso la táser y la aprieta contra sus testículos.

—Cuéntame únicamente cómo llegó esta cruz a tus manos —exige, mostrándole el crucifijo de esmeraldas que Mario recuerda muy bien—. Si vacilas o detecto que mientes, tus pelotas recibirán un impacto de diez mil voltios.

El dedo índice de Brisa acaricia el gatillo de la pistola. Por la expresión de su rostro, parece muy predispuesta a apretarlo.

—El pasado 12 de diciembre vi esta cruz por primera vez —responde Mario apresuradamente—. Me la dio Joan Puny, un hombre afectado por una enfermedad degenerativa incurable. Según me dijo, la joya perteneció a mi madre, y él la conservó como su recuerdo más preciado durante un cuarto de siglo. Sin embargo, sintiendo la proximidad de su muerte, decidió entregármela a mí como último servicio a su amada. La cruz había pertenecido a los antepasados de mi madre durante generaciones, y Joan estaba convencido de que ella se lo agradecería desde el Cielo.

—Respuesta correcta —afirma Brisa, reforzando la presión de la pistola—. Siguiente pregunta: ¿de qué conocías a ese hombre? Contesta inmediatamente o… ¡buum!

Su táctica consiste en lanzar una batería continua de preguntas sin darle tiempo a reflexionar. Mario intenta mantener los nervios templados y olvidarse de lo que sucederá si vacila en sus respuestas. Algo nada fácil, considerando el frío metal que oprime sus partes más íntimas.

—Al poco de cumplir ocho años, mi madre desapareció. Joan Puny era su amante y nunca se olvidó de ella. Durante mucho tiempo, mantuvo contactos esporádicos conmigo para saber si había tenido noticias de su gran amor. El pobre hombre conservó la esperanza de volver a verla mucho después de que yo la hubiera perdido. Lo cierto es que su juicio anduvo siempre un poco trastornado. Yo lo toleraba porque nuestros breves encuentros eran muy espaciados y porque, de algún modo, era el único nexo con la memoria de mi madre.

—Hasta aquí tu relato coincide con lo que ya me contaste antes —miente Brisa—, salvo en un detalle: Joan Puny, el amante de tu madre, es también tu padre biológico. ¿No es cierto? —pregunta Brisa, estudiando sus pupilas y las inflexiones de sus facciones, como solía hacer con sus pacientes tras formular una cuestión embarazosa para ellos.

—¡Es imposible! —exclama Mario, asustado, temiendo que esas sean sus últimas palabras—. Yo también contemplé la misma posibilidad —prosigue con voz entrecortada—, pero la descarté al examinar con detenimiento los álbumes de fotos que Joan conserva en su casa. No existe ni un solo rasgo común en nuestros rostros, ni siquiera cuando él era joven. Además, según me aseguró, no mantuvo relaciones con mi madre hasta mucho después de que yo naciera.

Brisa también ha visto fotos de Joan cuando tenía la edad de Mario. Sin duda, no se parecen en nada.

—Tienes respuestas para todo —afirma Brisa cáusticamente—. Veamos si explicas igual de bien esa gilipollez de que somos hijos del mismo padre. Si pensabas que con ese cuento me ablandarías, no has estado muy listo. Empieza a largar, porque estoy deseando que cometas el primer error para freír un par de huevos.

—La cruz de esmeraldas fue la clave de todo —comienza Mario, captando inmediatamente la atención de Brisa—. La mañana del 12 de diciembre, Joan Puny me llamó para concertar una cita. Yo tenía la agenda repleta, así que le propuse posponer nuestro encuentro hasta pasadas las fiestas navideñas. Joan se negó en redondo y me dijo que esa misma mañana acudiría sin falta a mi despacho a entregarme algo. Me sorprendió verle entrar en silla de ruedas, transformado en una ruina. Me habló de su enfermedad y de lo difícil que le resultaba seguir viviendo. Aquella mañana era viernes, el último día laborable, y tenía reuniones con clientes importantes, y por momentos temí que el único propósito de su visita fuera desahogar conmigo sus penas, pues apenas disponía de tiempo, y no podía dedicarle más que unos pocos minutos. Supongo que mi impaciencia resultaría evidente, porque sin demorarse en más preámbulos me entregó la joya que sujetas y…

—Soy yo la que está perdiendo la paciencia —le interrumpe Brisa—. Ve directamente al grano o atente a las consecuencias.

Mario traga saliva y opta por cambiar el ritmo de su relato, buscando una primera frase que capté el interés de Brisa.

—El destino o la fatalidad quiso que Arturo Gold, nuestro padre, fuera el siguiente en entrar a mi despacho —dijo, concentrando su mirada en los ojos de Brisa—. Cuando vio la cruz de esmeraldas sobre mi mesa, se puso lívido y apenas pudo articular palabra. Aunque nunca me había revelado que yo era su hijo, su reacción hizo que todas los pedazos de mi vida encajaran como un crisol fundido en una sola pieza. En aquel preciso instante supe con absoluta certeza que estaba frente a mi padre.

»Solo para ver si era capaz de recomponer su rostro desencajado le pregunté: «¿Te gusta esta joya?». Él acertó a decir que era muy especial, y quiso saber si era una joya única o si existían varias copias. Le mentí con cierta naturalidad: «Se la he comprado esta mañana a un anticuario y no me ha sabido dar explicaciones sobre su origen. Así que lo desconozco». La expresión de su faz se relajó un tanto, pero seguía observando la cruz como si fuera una aparición fantasmal.

—Podrías ser un buen narrador de historias si llegaras a vivir lo suficiente —apunta Brisa—. De momento, limítate a explicar por qué supusiste que él era tu padre.

—Tendría que haber estado ciego para no darme cuenta —aduce Mario—. El estado de shock que sufrió al ver la cruz en mi despacho delataba la enorme carga emocional que representaba para él. ¿Dónde podría haberla visto antes si Joan Puny la custodió en su casa durante el último cuarto de siglo? Con toda probabilidad, colgada del cuello de mi madre. A partir de aquel punto, me resultó muy sencillo unir los retales perdidos de mi vida. A los ocho años me quedé sin familiares. Nadie se hizo cargo de mí y los servicios sociales me destinaron a un centro educacional para niños problemáticos. Ya te puedes imaginar: hijos de presidiarios, prostitutas, drogadictos, enfermos terminales y demás causas perdidas. Para las monjas que nos cuidaban debía resultar desesperanzador constatar lo difícil que resulta no repetir el ciclo familiar. En mi caso, tuve «suerte». Una fundación extranjera me seleccionó entre todos los niños del centro para ofrecerme una oportunidad de oro: pagarme la mejor educación en los colegios más exclusivos, incluidas estancias en el extranjero durante los meses de verano, para aprender idiomas. Tras acabar la carrera y el máster en Londres, comencé a trabajar como gestor de cuentas en una oficina del Royal Shadow Bank en la isla de Man. Una vez más, me sonrió la «fortuna». Una mañana lluviosa apareció Arturo Gold por la puerta de la oficina y se convirtió en mi mejor cliente, al abrir conmigo una cuenta muy importante. Congeniamos muy bien, y, al poco tiempo, yo era el gestor de todo su patrimonio en el extranjero. Como te dije, había que estar muy ciego para no ver a mi padre tras aquellas inusuales coincidencias. Nunca me reconoció como hijo legítimo, pero tampoco me abandonó, sino que me tendió la mano desde el anonimato.

Brisa inhala una calada y expira el humo de su cigarrillo. No suele fumar, excepto en situaciones muy especiales. Esta lo es.

—Te voy a hacer una pregunta más. Quiero que la contestes con una sola palabra. ¿Lo has entendido?

Mario asiente en silencio. Sabe que su relato ha sorprendido a Brisa. Quizás haya abierto la primera brecha en su determinación, pero la situación sigue siendo extremadamente incierta y peligrosa.

—¿Cuál es el nombre de la fundación extranjera que patrocinó tus estudios? —inquiere Brisa.

—Gozo. Fundación Gozo —responde Mario.

Brisa apaga su cigarrillo contra un cenicero, se levanta de la silla y camina unos pasos por su habitación antes de dirigirse nuevamente hacia Mario.

—Es posible que tú y yo compartamos la sangre del mismo padre, pero eso no cambia las cosas. De hecho, las empeora. Por lo que a mí respecta, eres el principal sospechoso de la muerte de mi padre, y quizás el tuyo. La pena por tal crimen es una muerte lenta, muy lenta. No obstante, voy a concederte un juicio justo. Tendrás derecho a hablar exponiendo tu defensa. Yo seré la víctima, el jurado y la jueza. Quizás el sistema judicial tradicional sea más garantista de los derechos humanos, pero te aseguro que el mío es mucho más efectivo para averiguar la verdad. Te concedo quince minutos para que expongas tu defensa y expliques cómo llego esta cruz desde tus manos a la garganta de mi padre.