Capítulo 74

Su reloj marcaba las tres de la mañana cuando entró en la recepción del hotel Princesa Sofía. Tras desmaquillarse a conciencia y tirar a la basura aquella peluca violeta y las lentillas de colores, había cambiado su disfraz de gótica por un elegante traje de chaqueta. Su aspecto era tan radicalmente distinto que ninguno de los presentes en el Undead sería capaz de reconocerla, ni siquiera la chica a la que había contratado para que simulara ser su amante bisexual.

Brisa cogió el ascensor, subió hasta la planta decimosexta y llamó a la puerta de la habitación. Peter la recibió sonriente, vestido con bermudas, zapatillas y una camiseta negra sin mangas con la imagen del comandante Che Guevara.

Las ventanas abiertas ofrecían una bella vista nocturna de la ciudad iluminada, y el amplio salón disponía de escritorio, sofás, minibar y una elegante mesa de madera.

—No está mal la choza para un revolucionario —comentó Brisa con ironía.

Peter rio exhibiendo su atractiva sonrisa de niño travieso.

—Cuando la chica de recepción vio mis piercings y mi cresta naranja se asustó tanto que, en lugar de confirmar mi reserva, se negó a dejarme entrar. Monté tal escándalo que el director, temiendo que los demandara por discriminación, me ofreció esta suite sin coste extra alguno.

—En tus buenos tiempos, ni te hubieras planteado dormir en un hotel de cinco estrellas. Si mal no recuerdo, los tildabas de monolitos decadentes erigidos a mayor gloria de las desigualdades sociales.

Peter volvió a sonreír con esa encantadora mezcla de virilidad y suavidad que siempre le había caracterizado. Desde su primer encuentro en la Universidad de Berkeley, a Brisa le había atraído su carismática personalidad y sus ideas radicales. De no haber conocido a Paul, hubiera resultado inevitable vivir un apasionado romance con aquel punki genial. Sin embargo, tras la muerte de su exnovio, había necesitado dejar de verle. Los tres habían compartido demasiados momentos juntos y su mera presencia le traía a la memoria recuerdos muy dolorosos.

—Nunca te fíes de alguien lo suficientemente estúpido como para mantener inalterados sus puntos de vista a lo largo del tiempo —esgrimió Peter—. Mi trabajo como asesor de seguridad en redes informáticas me permite costearme algunos caprichos, y la verdad es que pasar penurias no reporta beneficio alguno. Lo realmente importante es que seamos capaces de transformar el sistema corrupto que nos rodea. Paul murió por intentarlo.

Paul, Peter y ella habían sido una suerte de rebeldes con causa, buscadores de enfoques alternativos a la realidad social comúnmente aceptada. A pesar de que eran muy diferentes, se habían sentido unidos por su peculiar cruzada contra las normas sin sentido que el resto del mundo acataba sin rechistar. La muerte de Paul acabó con casi todo, y ahora, cuando pensaba que su corazón yacía sepultado bajo tierra californiana, volvía a llamar a la puerta a través de su amigo.

—Cuéntame qué ocurrió —dijo Brisa, que se sentó en el sofá por miedo a que le fallaran las piernas.

—Ocurrió la masacre de la plaza Nisur, en Bagdad. Sobre el mediodía del 16 de septiembre del 2007, el convoy armado de Blackwater llegó a un concurrido cruce del distrito Mansur. Como siempre, la policía local detuvo el tráfico para que los vehículos blindados de los mercenarios norteamericanos avanzaran sin problemas. Sin embargo, los todoterrenos militares equivocaron su ruta y se dirigieron hacia una calle de sentido único en dirección contraria. El convoy de Blackwater, al ver cortado el paso a causa de su propia desorientación, no tuvo mejor ocurrencia que abrir fuego indiscriminado desde las ametralladoras de sus torretas. Aquello fue una carnicería en la que perecieron, reventados, niños, madres y pobres inocentes por encontrarse en el lugar erróneo a la hora equivocada.

—Lo recuerdo muy bien, porque Paul estaba en Irak asesorando a Blackwater sobre asuntos informáticos —dijo Brisa—. Su intención era recabar datos sobre el terreno para denunciar los abusos que cometían allí las fuerzas mercenarias. Al cabo de poco, expiró su contrato y regresó a Berkeley. Según él, no había averiguado nada diferente a lo que ya había salido en prensa.

—Te mintió por motivos de seguridad —afirmó Peter—. En realidad, había logrado convencer a un soldado norteamericano que presenció los hechos para que testificara en contra de los mercenarios de Blackwater. Hubiera sido una bomba mediática de incalculables consecuencias políticas. Como sabes, la matanza de la plaza Nisur ocupó la portada de los principales periódicos, sacando a la luz las escandalosas cifras que cobraban Blackwater y el resto de las subcontratas privadas de seguridad desplegadas en Irak. Aprovechando el revuelo, las autoridades de Bagdad, hartas de los desmanes perpetrados de un modo rutinario por las tropas mercenarias, solicitaron de un modo formal expulsar a Blackwater del país y juzgar a los implicados. Sin embargo, actualmente no hay demasiadas esperanzas de que se celebre el juicio, porque los medios de comunicación afines al Gobierno Bush orquestaron con éxito una enorme campaña para defender el buen nombre de Blackwater tergiversando los hechos y difamando a quienes habían denunciado a la compañía.

—La declaración pública de un militar norteamericano —observó Brisa lacónicamente— hubiera podido decantar la balanza en sentido contrario.

—Por eso mataron a tu novio —sentenció Peter—. Las consecuencias hubieran sido devastadoras para la Administración Bush, cuya estrategia bélica consistía en ningunear a su propio ejército y cubrir de oro a los mercenarios contratados por las sociedades amigas de Dick Cheney, Donald Rumsfeld y demás aprendices de brujo. El testimonio del soldado contactado por Paul hubiera conseguido hacer tambalear sus indecentes manejos.

»Le faltaban pocos días para licenciarse, y Paul había concertado una cita con él para grabar un vídeo en el que relatara cuanto sabía. Habían pactado colgarlo en nuestro portal de Internet, lo que hubiera supuesto un doble triunfo: dar a conocer el portal entre el gran público y desbaratar las amenazas que hubieran recaído sobre el soldado para disuadirlo de testificar en el juicio. Una vez difundidas sus declaraciones en la Red, ya no había marcha atrás, y esa misma publicidad hubiera resultado su mejor protección. El vídeo nunca llegó a grabarse. El soldado falleció en una emboscada; Paul, en la piscina de tu casa. Ambos el mismo día. Demasiada coincidencia, ¿no crees?

Brisa sintió hervir dentro de sí la ira por la sangre derramada.

—¿Por qué no me lo contaste antes? —preguntó bruscamente.

—No lo he sabido hasta hace muy poco —se justificó Peter—. El asunto era máximo secreto. Solo una o dos personas estaban al tanto de la información. Ya conoces el modo en que nuestro portal procura ocultar todo lo relativo a sus fuentes…

La mente de Brisa voló de nuevo a los últimos días que había pasado con Paul en California. Recordó la primera vez que le habló de aquel portal que pretendía difundir en la Red los documentos clasificados como secretos por bancos, multinacionales, diplomáticos, ejércitos y sectas. Peter y su novio, entusiasmados por la idea, se registraron en el chat de la página Wikileaks, entraron en contacto con sus anónimos creadores y muy pronto se encontraron trabajando a horas intempestivas por el mero hecho de creer que se les ofrecía la posibilidad de abordar los problemas mundiales desde una perspectiva radicalmente distinta. Sin embargo, no había dinero para pagarles ni a ellos ni a ninguno de los colaboradores; la organización era tan caótica como sus componentes; los éxitos brillaban por su ausencia. Nada hacía suponer que aquel ambicioso proyecto pudiera llegar a ser algo más que la loca aventura de jóvenes idealistas apasionados por la informática.

—Ahora comprendo —reflexionó Brisa— por qué Paul estaba tan alterado desde su regreso. Según él, su estado de ansiedad obedecía a la frustración por lo que había visto en Irak. En realidad, acariciaba con las manos la posibilidad de alcanzar su gran sueño: sacar a Wikileaks del anonimato, para hacer de este mundo un lugar más transparente y mejor.

—Paul murió, pero su sueño sigue muy vivo —dijo Peter, señalando con el dedo índice hacia las alturas.

—En efecto —admitió Brisa—. He de confesar que jamás tuve fe en que el proyecto que tanta ilusión le hacía a Paul llegara a tener éxito. Y, sin embargo, tras su muerte, habéis alcanzado logros increíbles, como hacer tambalear a una de las entidades bancarias más importantes de Suiza.

—Eso no es nada comparado con el proyecto que tenemos ahora entre manos —reveló Peter—. Vamos a desvelar las prácticas corruptas de los bancos islandeses que han llevado a ese país a la ruina. Sus políticos y banqueros pretenden ampararse en la ignorancia de la población para eximirse de sus responsabilidades, pero, cuando saquemos a la luz la escandalosa verdad con documentos irrebatibles, el pueblo no tragará y acabará juzgando a los auténticos culpables. Como dijo Jesucristo: «Solo la verdad os hará libres». Tenía razón, pero se adelantó un poco a su tiempo: hace siglos no existía Internet. Ahora, por primera vez en la historia, disponemos del mecanismo para que su aspiración se cumpla.

—«La nueva era de la comunicación cambiará el mundo», solía decir Paul —susurró Brisa, con la voz ligeramente quebrada y los ojos humedecidos—. Yo siempre le replicaba que sin cambio de conciencia cualquier avance tecnológico acabaría creando más sufrimientos y desigualdades. ¡Quizá Paul tuviera razón! ¡Tal vez yo fuera la equivocada!

Peter posó cariñosamente la mano, llena de tatuajes, sobre el hombro de Brisa.

—Paul estaría orgulloso de saber que estamos recorriendo el camino que iniciamos juntos. El proyecto sobre los bancos islandeses en el que estoy involucrado hubiera colmado sus expectativas y, de alguna manera, me ha permitido dignificar su memoria, averiguando la verdad sobre su muerte. Como sabes, los miembros de la organización no solemos conocernos personalmente, pero el enorme volumen de documentos sobre la corrupción islandesa me llevó a trabajar en equipo con otro voluntario de la organización. Pasamos muchas horas juntos y, al enterarse de que yo había sido amigo íntimo de Paul, me reveló toda la historia.

Brisa se levantó del sillón y comenzó a dar vueltas alrededor del salón, como si fuera un animal enjaulado.

—¿Quiénes intervinieron en la muerte de Paul? —preguntó al fin, sin dejar de andar.

—¿Qué más da quiénes fueron? —replicó Peter—. No es posible vengarse como en un drama shakesperiano. Pudo ser un comando de Blackwater, un equipo de la CIA o un organismo secreto del Pentágono. Todos ellos disponen de hombres entrenados para matar sin dejar rastro, capaces de hacer que parezca un accidente. ¿A quién querrías eliminar? ¿Al sicario que ejecutó las órdenes, al dueño de Blackwater, al jefe de Defensa del Pentágono, al vicepresidente del Gobierno o al presidente de los Estados Unidos? Hemos de ser realistas y apuntar más alto. Nuestra bala de plata tiene que ir contra el corazón de la bestia: el sistema financiero, que, oculto tras los paraísos fiscales, compra voluntades, soborna a políticos, organiza guerras, vende armas, lava el dinero ensangrentado por el crimen, trafica con droga, ampara a dictadores y mafiosos, especula en los mercados y esclaviza a los pueblos. Si quieres disparar, no te equivoques de diana.

Brisa dejó de caminar, volvió a sentarse en el sofá y miró fijamente a Peter.

—¿Qué me estás tratando de decir?

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Eres una luchadora, pero no es posible vengarse de lo que nos hace la vida. Como dijo Confucio: «Si lo que buscas es venganza, cava dos tumbas». Tu novio murió por una causa noble. Si tenemos que luchar y, tal vez, caer, que no sea contra los peones, sino contra el corazón de sombra que los mueve. Que sea por la memoria de Paul. Algún día su sueño será realidad y las transacciones financieras no serán oscuras, sino públicas y transparentes. Ese día los poderosos dejarán de ser invisibles y no podrán seguir esclavizando a los hombres amparados en la mentira, como han hecho siempre. Nuestro portal, por el que Paul dio su vida, no es una simple dirección en la Red. Es la puerta hacia la liberación. Una revolución en la que tú también podrías participar.

Brisa, juntó las manos suavemente, como en un gesto de oración, y apoyó los dedos pulgares en el mentón:

—Ya sabes que nunca he colaborado con vosotros, ni podría hacerlo aunque quisiera. Mis conocimientos informáticos son muy limitados.

—Lo sé, pero quizá puedas honrar la muerte de Paul aportando información valiosa. Por lo que he leído en la prensa, la agencia de valores de tu padre invirtió una fortuna en el fondo manejado por Bernard Madoff. Es probable que, como heredera, tengas acceso a documentos ilustrativos de que «el rey estaba desnudo». El escándalo Madoff es el enésimo ejemplo de que sin una política transparente, como la propugnada por Wikileaks, estamos condenados a que unos pocos corruptos manejen nuestro dinero en su propio provecho, tal como hizo también el Gobierno Bush inyectando toneladas de millones en las empresas bélicas privadas de su corte luciferina. Es todo parte del mismo juego, y la única manera en la que podemos ganar es alterando la reglas de este casino trucado en el que se juega la partida. Si somos capaces de mostrar al mundo sus cartas marcadas, la banca sombra no podrá seguir ganando.

Los ojos de Brisa brillaron, como si súbitamente hubieran alcanzado una nueva perspectiva.

—Eso es lo que Paul siempre me repetía —aseguró Brisa—. No le hice caso en vida; tal vez logre hacerlo tras su muerte. Es posible que dentro de unos días pueda entregaros algo mejor que los anodinos contratos firmados entre la sociedad de mi padre y Bernard Madoff. —Brisa guardó silencio, como meditando sus próximas palabras. Peter permanecía expectante—. Mi padre estaba involucrado en asuntos muy turbios que se ventilaban a través de bancos opacos con sede en paraísos fiscales —reveló al fin—. He cancelado, bajo fuertes amenazas, las cuentas secretas que poseía en la isla de Man, pero recientemente me he enterado de que también operaba desde Gozo, una pequeña isla de la República de Malta. Estoy convencida de que allí encontraré buen material.

—¿Por qué estás tan segura?

—Porque dejó escrita una frase en clave, «Gozo encierra sufrimiento», y en la isla del mismo nombre existe un banco que gestiona un misterioso trust fundado por mi padre, del que nunca me había hablado. Es una larga historia que te contaré en otra ocasión. He dejado un asunto pendiente, sin resolver, y ahora debo volver a mi casa. Mañana, cuando haya acabado con él, seguiremos hablando.