Capítulo 72

Un chillido de mujer.

Un hombre con barba y con una larga melena corre veloz.

Una señora ensangrentada se desploma sobre la tierra del parque.

Una niña rubita abraza llorando al cuerpo inmóvil.

Mario, asustado, prorrumpe en un llanto.

Su madre le reprende severamente.

—No más lágrimas. Los fuertes ganan. Los débiles sangran y lloran. Yo quiero que tú seas fuerte. Muy fuerte. El más fuerte.

Mario se arrastra por un túnel, largo, estrecho y repleto de sangre. Las paredes se cierran contra él, pero continúa avanzando. Poco a poco, palmo a palmo, se va abriendo paso, pero aquel corredor húmedo y oscuro no tiene fin. El fin de la oscuridad es la luz. Una luz blanca que duele. El frío también es algo nuevo: nunca antes lo ha sentido. Un ser enorme con bata verde le saca de la gruta cogiéndole de la cabeza. Mario se siente morir en el gélido espacio exterior. La cueva donde ha vivido tanto tiempo ya no le nutre ni protege. Grita su disgusto y el aire entra por primera vez en sus diminutos pulmones.

—El niño ha nacido muy bien —anuncia el médico.

—Te llamas Mario y serás fuerte, muy fuerte —le reconforta su madre, meciéndolo entre los brazos.

Su madre no está. Hace mucho que se fue. Mario tiene ocho años. También tiene miedo. Unos señores se lo han llevado de su casa y lo han traído a un edificio grande repleto de niños. Hay profesores, monjas, clases, una piscina y barracones con literas. Él ya ha estado antes en colonias de verano. Su madre, confía, vendrá a buscarlo dentro de unos días.

Los días pasan y su madre no viene. Unos niños han empezado a molestarle. Se burlan de él, y por las noches le asustan con historias de miedo cuando la monja se queda dormida. Ayer le pegaron y por la noche fueron a su litera. Querían manosearle. Se resistió, y sus gritos despertaron a la monja, pero no siempre podrá protegerle. Mario se siente amenazado. Él es más pequeño, y ellos son más. De algún modo, debe ser más fuerte.

Un grupito de niños mayores duermen en otro barracón. Ocultan cuchillos y alardean de que cuando se van con sus padres aprenden a robar bolsos y a abrir coches en la calle. Mario les pide que castiguen a quienes le molestan. Los niños de tez morena se ríen y le aseguran que lo harán si les da un buen fajo de dinero.

El dinero es fácil de conseguir. Se ha hecho amigo de un ciego que vende cupones. Cada tarde, cuando salen a pasear, entra en su caseta, le saluda y se lleva unos caramelos que aquel hombre le regala. Llevarse también unos billetes no ha sido difícil. Al fin y al cabo, los ciegos no ven.

Los niños mayores le miran con respeto, le felicitan y lo acogen bajo su protección. Esa misma noche, los niños estúpidos de su barracón le miran cabizbajos y no le vuelven a molestar. Mario ha sido el más fuerte.

—Has tenido mucha suerte —le dice una monja—. ¿Te acuerdas de aquellos señores que vinieron aquí y os hicieron tantas pruebas y preguntas?

—Sí —responde Mario.

—De entre todos los niños, te han seleccionado a ti.

—¿He sido el mejor? —pregunta Mario.

—Digamos que has sido el elegido. De ahora en adelante, una fundación extranjera se hará cargo de ti. Estudiarás en los mejores colegios, podrás aprender idiomas y tendrás muchas más oportunidades de las que aquí te podemos ofrecer. Eres un niño muy afortunado, Mario. ¿Lo sabías?

—Mi madre me dijo que los fuertes siempre ganan —responde él.