Capítulo 71

Pepe se alarmó cuando vio el número de Álvaro en la pantalla de su móvil. Le había encargado seguir a Mario y que lo llamara únicamente podía implicar malas noticias.

—He perdido al canario —anunció Álvaro.

—¡Joder! —exclamó Pepe, intuyendo que aquello podía conllevar graves problemas—. Si a ti nunca se te escapa ni un pájaro de mal agüero.

—No ha sido culpa mía. Se me ha reventado la rueda de la scooter en el peor momento y ha comenzado a balancearse de un lado a otro. Si hubiera intentado seguirle, habría llamado demasiado la atención, y no quería que me cogiera el número de la matrícula.

Dadas las circunstancias, Álvaro había actuado correctamente. Desde la atolondrada irrupción de Roberto en la discoteca Undead, él mismo había ordenado extremar las precauciones para evitar que los descubrieran. Y un pinchazo en la rueda era algo inusual. Quizás, un simple caso de mala suerte, o tal vez un sabotaje intencionado.

—Has hecho bien —concluyó Pepe—. ¿Sabes adónde iba? Contesta solo con un «sí» o con un «no».

—No.

—En ese caso, ven aquí enseguida. Analizaremos lo sucedido y veremos si todavía nos queda margen de acción —dijo Pepe antes de colgar.

A continuación, centró su atención en los datos del portátil de Mario sustraídos por el hacker. Como de costumbre, había logrado introducirse en el ordenador personal de su víctima y robarle toda la información sin dejar rastro. El correo personal, los movimientos bancarios, los cargos de la tarjeta de crédito, las páginas web visitadas, las fotos y los documentos guardados podían decir mucho sobre una persona.

Tanto que Pepe había preferido no mostrarle aquel involuntario striptease a Roberto. Su incontrolada pasión por Brisa, repleta de oscuros misterios, y su odio visceral hacia Mario formaban un cóctel explosivo repleto de peligros si se agitaba demasiado. Considerando las conexiones de Mario con un poderoso cártel mafioso, Pepe había adoptado la única decisión lógica: comunicar a su amigo que abandonaba el caso.

Pese a ello, había mantenido el seguimiento porque le inquietaba un aspecto de su personalidad. Mario era un sádico, o, al menos, tenía predilección por las fantasías eróticas de dominación, tal como había comprobado al examinar su ordenador. No le había querido decir nada a Roberto, porque, a su juicio, estaba demasiado alterado como para actuar racionalmente. Al fin y al cabo, Mario y Brisa solo se veían de forma ocasional y cada cual era muy libre de poner en práctica cualquier tipo de fantasías sexuales si le venía en gana. De hecho, aquel tipo había tenido infinitud de romances esporádicos, incluido uno con la mujer de Roberto, y no existía ninguna denuncia ni quejas por el trato recibido, sino todo lo contrario, tal como dejaban claro los correos electrónicos a los que había accedido. Aquel era otro punto que había sopesado a la hora de no facilitar a Roberto la información del hacker.

Sin embargo, el episodio en el hotel de Londres le pesaba en la conciencia. Roberto se lo había contado con todo lujo de detalles para dejar claro lo peligroso que podía llegar a ser aquel tipo. Lo cierto es que Brisa no había sufrido ningún daño y tampoco existían pruebas de que Mario hubiera participado en aquella agresión, pero resultaba innegable que las amenazas habían estado teñidas de una latente y retorcida sensualidad.

No creía que a Brisa le fuera a pasar nada malo, si ella misma evitaba meterse en más líos. De lo contrario, podía sucederle cualquier cosa, y Roberto nunca se lo perdonaría.

Pero aquel pinchazo… ¿Realmente había sido un accidente? Ya no podía hacer nada, salvo rezar.