Brisa entró a las nueve y media en la sala Undead acompañada de Mario y una amiga, coincidiendo con el inicio del concierto. La noche todavía era joven, pero a medida que pasara el tiempo envejecería hasta morir. Nada ni nadie puede escapar de la muerte, ni siquiera la noche, pero algunas vidas se prolongan más allá de lo tolerable. Espoleada por las confesiones de Joan Puny, Brisa había decidido remediar antes del alba los errores de cálculo en que a veces incurre la naturaleza.
El reencuentro con Peter Nelly, un antiguo amigo de su exnovio, no la distraería de sus planes. Días atrás, había recibido un mensaje por Facebook de aquel colega norteamericano para anunciarle que iba a pasar unos días en Barcelona. Habían compartido muy buenos momentos juntos, pero desde la trágica muerte de su novio no se habían vuelto a ver, y Brisa no quería recordar el pasado enterrado en California. La ausencia de respuesta no había desanimado a Peter. Recientemente, le había vuelto a escribir anunciándole que interpretaría unas canciones en el Undead Dark Club y que esperaba verla allí. Brisa había aceptado finalmente su invitación, aun sabiendo que el encuentro reabriría las heridas sin cicatrizar de su alma gastada.
Peter no había cambiado de aspecto. Erguido sobre el escenario, su pelo en cresta seguía desafiando la gravedad, los piercings se acumulaban en su rostro pintado de blanco y los tatuajes de su cuello se extendían como serpientes por sus brazos desnudos. Un collar de pinchos, botas metalizadas, un frac sin mangas ni camisa y una cadena ajustada a la cintura completaban su atuendo antisistema.
Aunque el punto fuerte de Peter era la informática, también era el solista de un grupo punk que había obtenido cierto reconocimiento en ambientes minoritarios. Nunca había actuado fuera de California, pero, de alguna manera, su música debía de haber llegado a oídos de Lady Morte, la dueña del Undead, pues, de otro modo, difícilmente estaría actuando en la sala acompañado por la Banda de Medianoche.
Mario evaluó las diferencias respecto al último concierto. La música era más estridente y agresiva, y el público vestía de forma más provocadora. Las crestas punk se mezclaban con melenas al viento y algún sombrero de copa. A las jovencitas con trajes de estilo renacentista se les unían hombres con aspecto de santeros, calvos barbudos con gabardinas del tipo Matrix, tías de metro ochenta con cuerpos de recios chicarrones, chavalitas con corbata, individuos de luto riguroso que parecían mormones, colegialas de faldas cortas y trenzas de colores, ochenteros desfasados embutidos en cuero… Tampoco faltaban las oscuras maduritas, los chavales de camiseta negra moviendo el esqueleto, las mujeres mustias de rostro fúnebre y las morenazas marmóreas capaces de resucitar a los muertos.
Ninguna le llamó tanto la atención como Carla, la acompañante de Brisa. De piel pálida y pelo azabache, sus ojos verdes brillaban como gemas y las curvas que exhibía con descaro hipnotizaban a cuantos posaban sus ojos en ella, incluidas no pocas chicas. De hecho, su orientación sexual parecía inclinarse hacia el lado femenino, a juzgar por el sensual baile con el que Carla y Brisa habían deleitado al personal durante la última canción. Un cálido beso entre las dos le reafirmó en su primera opinión, aunque, dada la ambigüedad de sus expresiones y el modo en que lo miraba, no descartó que sus tendencias abarcaran un espectro más amplio.
El solista punk anunció el fin de su actuación entre aplausos y peticiones de bises, y cedió el micrófono a un chaval delgadito, de voz profunda y larga melena negra, que provocó el delirio entre la concurrencia femenina con su primera intervención.
Peter Nelly bajó del escenario y se dirigió directamente hacia Brisa, saludándola efusivamente. Tras las presentaciones de rigor, Olga se ofreció a ir a buscar bebidas a la barra. Mario aprovechó para acompañarla, y dejó solos a Brisa y a su estrafalario amigo.
—A juzgar por la reacción del público, parece que las chavalas prefieren a tíos más guapos y delicados que yo —bromeó Peter con su inequívoco y perezoso acento californiano.
—Jordi, el solista de Medianoche, es el capricho de las chicas. Es imposible competir con él, pero no has estado nada mal.
—Como se suele decir, los viejos roqueros nunca mueren. Sin embargo, a veces son asesinados —añadió Peter crípticamente.
Brisa sintió como si le hubieran disparado en el estómago, a bocajarro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, a sabiendas de que la respuesta no le iba a resultar agradable.
—Te evitaré los rodeos. No tenía tu teléfono de Barcelona, y tampoco te quise dar ninguna pista por Internet. Como sabes, el ciberespacio está demasiado controlado. Si he insistido en verte es porque he averiguado que Paul no murió en tu piscina por accidente. Fue asesinado.
La imagen de su exnovio flotando boca abajo en la piscina se le apareció tan claramente como si volviera a estar de nuevo en su casa de San Rafael. Nunca sería capaz de superar aquello.
—Siento generarte mal rollo —se disculpó Peter—, pero, en cuanto contrasté la información, supe que debía decírtelo.
Brisa respiró hondo y trató de no dejarse arrastrar por las emociones. No debería ser tan difícil, pensó. De alguna manera, ella también estaba muerta. Sin embargo, la vida le seguía doliendo demasiado.
—Has hecho bien, Peter, pero este no es lugar para hablar de algo así. Dime, ¿dónde te alojas?
—En el hotel Princesa Sofía.
—¡Vaya! ¡No está mal para un antisistema! —exclamó Brisa, en un esfuerzo por tratar de engañar a su mente, bromeando como de costumbre. Debía mantenerse fría y proseguir su actuación sin salirse del guion.
—Las cosas me han ido mejor últimamente y tenían una buena oferta —se justificó Peter, esgrimiendo una media sonrisa en los labios, pintados de color negro.
—Pues aprovechemos la oferta. ¿Qué te parece vernos en tu habitación sobre las tres de la madrugada?