Capítulo 67

Joan Puny no ha vuelto a decir nada de la muerte ni del suicidio. Tampoco ha querido confesarse. Y, sin embargo, ella no se sorprende cuando escucha sus palabras, saliendo de su garganta como heridas supurantes.

—Durante estos días no he dejado de pensar en la culpa y en el castigo que implica mi enfermedad. Creo que tenías razón cuando dijiste que Dios podría haberme impuesto una penitencia en vida por mis pecados pasados.

—Yo no soy quién para juzgar —dice Brisa con fingida modestia—, pero creo que el Señor me utiliza a veces para que su voz alcance a los que son duros de oído.

Joan ladea la cabeza en un gesto de mudo asentimiento. De su boca cuelgan unas babas que Brisa limpia con un pañuelo, aparentando cariño. No hay nada más fácil que manipular a alguien con el sentimiento de culpa, porque es la víctima quien se tortura a sí misma, ahorrándole trabajo al verdugo.

—Quien a hierro mata a hierro muere —afirma Joan en tono resignado—. Yo trabajé como portero de discoteca muchos años. Era alto, fuerte, rápido y quinto dan de cinturón negro. Me sentía como Dios. Decidía quién pasaba, quién se quedaba sin entrar y, sobre todo, quién debía recibir una paliza. Gente marrullera, pringados que se tomaban demasiadas copas, tíos que se pasaban de listillos… Después del primer golpe, se olvidaban de discutir. Yo era el puto amo, ¿comprendes?

Brisa se ha acostumbrado a escuchar a Joan a través de su hablar trabado por balbuceos constantes, y ya no le molestan. Es capaz de comprender automáticamente sus defectuosas expresiones casi antes de que termine la frase. Lo que le resulta difícil es imaginar a aquel viejo inválido como un temible matón.

—Creo que sí —responde—. El poder es el mayor embriagador del Maligno. Y, sin embargo, se engaña quien sigue sus señuelos. La violencia engendra violencia, y quien la inflige la acaba sufriendo.

—No era mi caso —se pavonea Joan, tras un ataque de tos—. Nadie tenía huevos para buscarme las cosquillas. Quien se iba con el rabo entre las piernas no volvía a por más.

—¿Y nunca tuviste problemas con la justicia? —pregunta Brisa.

—El mundo está lleno de cobardes —sentencia Joan con desdén—. Solo una vez me denunciaron —añade antes de llevarse la mano a la garganta.

La enfermedad progresa muy velozmente y, en ocasiones, se atraganta hasta con su propia saliva. Brisa le lleva a la boca un vaso de agua y le ayuda a beber.

—¿Qué ocurrió para que te denunciaran? —pregunta cuando estima que Joan se ha repuesto de sus problemas.

—Aquella noche había esnifado demasiado —recuerda Joan—. Entonces aparecieron tres chavales pijillos con alguna copa de más. Les negué la entrada y uno de ellos me faltó al respeto. Sus dos amigos le rieron la gracia, y el chaval se fue animando. Ya había decidido arrearle una buena cuando le advertí de que le mataría si volvía a abrir la boca. Tuvo la mala idea de responderme que la violencia es el último recurso del incompetente.

»Mientras sus amigos le seguían jaleando, saqué de mi bolsillo un puño de hierro y, con las manos en la espalda, me lo enfundé sin que lo vieran. Me aseguré de que el puñetazo en el estómago le dejara sin respiración. Todavía estaba doblándose cuando le alcancé en la mandíbula. Supe en el acto que se la había fracturado. Su chulería no le sirvió de mucho. Se desplomó rápidamente, como si tuviera prisa por caer. Sus amigos se limitaron a mirar cuando le empecé a patear en la cabeza. Estaban paralizados, acobardados. Los únicos movimientos del chaval eran espasmos involuntarios, pero no había perdido completamente la conciencia. Sabía que era capaz de escucharme cuando le dije: «Con la siguiente patada, te mataré».

»Y lo hubiera hecho de no ser porque uno de sus compañeros le apartó lo suficiente como para que no le pudiera dar de pleno. Sentí asco. Lo alcé del suelo como a un saco de patatas y lo arrojé dentro de un contenedor de basura.

Brisa deja vagar su vista por el salón del piso. Estos días ha dedicado muchas horas a ordenarlo, adecentarlo y limpiarlo, y está satisfecha con los resultados. Sin embargo, cierto tipo de suciedades dejan marcas indelebles.

—¿Qué sucedió después?

—Según sus abogados, sufrió un hematoma cerebral que le inutilizó zonas enteras de la mente. Algunas partes de su cuerpo quedaron paralizadas; y sus antiguas capacidades intelectuales, muy mermadas. Yo perdí mi trabajo y tuve que cumplir ocho meses de condena en la cárcel Modelo de Barcelona.

Aquel suceso de su vida y el modo en que lo había relatado definían al tipo de hombre que tenía frente a sí. Brisa podía aprovecharse de su carácter para conducirle hasta donde quería.

—Debieron de ser tiempos muy difíciles. Supongo que a tu novia francesa también le afectaría enormemente la situación.

Joan guarda un prolongado silencio. Por el rictus de su rostro, se adivina que el recuerdo de su amante todavía le atormenta.

—Brigitte nunca fue mi novia, aunque yo siempre la quise —dice al fin, pronunciando muy trabajosamente cada palabra—. Cuando ya no me pueda mover, estoy seguro de que la seguiré contemplando tal como la vi por primera vez en El Molino: bailando llena de gracia y sensualidad, con un vestido de plata que resaltaba su melena de oro y dejaba entrever los tentadores racimos de su cuerpo. Poseía una belleza natural y magnética que me atraía inevitablemente, igual que la luz a las luciérnagas. Caí rendido a sus pies de inmediato. Ella no me empezó a tomar en serio hasta mucho tiempo después. Nos convertimos en amantes y yo caí presa de la mayor de las locuras, hechizado por una pasión desbocada. Hubiera hecho cualquier cosa por ella, y, de hecho, perpetré un crimen terrible. No sé si Dios podrá perdonarme.

—Los pecados cegados por el amor encuentran antes su pronta redención —se apresura a decir Brisa—. No te dejes engañar por mis hábitos. He escuchado historias truculentas que poca gente se atrevería siquiera a imaginar. Y si yo las perdono de buen grado, ¿qué no hará Dios, que todo lo puede?

Los ojos de Joan brillan con una intensidad especial, como si toda la vida que se le escapa del cuerpo se concentrara en sus recuerdos.

—Brigitte me hablaba siempre de una cruz que había pertenecido a su familia durante generaciones. Una cruz de colgante, pequeña, pero jalonada de esmeraldas con un grado inigualable de pureza. Los padres de Brigitte, con problemas económicos, se habían visto obligados a malvenderla; por esas cosas del destino, la acabó adquiriendo una mujer acaudalada y ramplona de la burguesía catalana. Yo siempre he odiado a los que nacen ricos, y hubiera hecho cualquier cosa por complacerla. Nada parecía más fácil que robársela. Todos los sábados por la mañana iba con su hija al Turó Park, y casi siempre llevaba colgada del cuello aquella valiosa cruz, como si fuera lo más natural del mundo. En fin, cosas de ricos que tú y yo nunca entenderemos.

A Brisa se le congela la respiración. Todavía no ha acabado la historia, pero ya sabe que se encuentra frente al asesino de su madre.

—Me disfracé para la ocasión —prosigue Joan—, con barba postiza, peluca y ropa muy holgada. Brigitte estaba allí aquella mañana. La avisé para que viera quién era yo y cómo me las gastaba. La noche anterior habíamos hecho el amor como posesos y por la mañana nos metimos demasiada mierda en el cuerpo. La cárcel había hecho que mi afición por la droga creciera, y Brigitte también había caído en el vicio. El caso es que lucía un sol espléndido y yo me volvía a sentir como Dios. Me acerqué a la ricachona, le puse la navaja en la garganta y le pedí que me entregara el colgante. Todo era muy sencillo, pero la muy idiota reaccionó mal. Forcejeó, se puso a gritar como una histérica y yo perdí la paciencia. Le asesté una puñalada en el cuello y le arranque la cruz de un tirón. Mientras la gente corría a atenderla, escapé en sentido contrario. En la puerta del parque, tenía preparada una moto robada. Me monté en ella, salí disparado y la aparqué cerca del bar Velódromo. Extraje del sillín una bolsa de deporte y fui a los baños del bar. En la bolsa guardaba unas mudas de recambio, y en ella guardé mi peluca, la barba postiza, las gafas de sol y la ropa que vestía en el Turó Park. El Velódromo, con sus dos plantas enormes, siempre estaba repleto de gente. Nadie se percató de que quien salía de uno de los baños no se parecía a quien había entrado. Fue un crimen perfecto. Lo celebramos a lo grande con Brigitte, y pensé que ya no tendría que rendir cuentas a nadie. Hasta que te conocí.

A Brisa se le revuelve el estómago al recordar la imagen de su madre ensangrentada, tendida sobre la tierra del parque. Imagina a aquel hombre embrutecido revolcándose con su compañera en una orgía de sexo y drogas. Siente arcadas, pero consigue dominarlas.

—Ninguna cuenta se queda sin pagar eternamente —sentencia Brisa.

Le cuesta aceptar que aquel despojo humano haya sido el causante de tantísimo dolor en su vida. Es aquel inválido, con menos cerebro que un primate, quien ha marcado su vida del color rojo de la sangre. A él le debe su infancia de lágrimas y las heridas de su alma. Años clamando venganza contra un fantasma se resuelven en un mano a mano contra un viejo impedido en su silla de ruedas. Podría sacarle los ojos, clavarle palillos en las uñas, desollarle la piel y dejarlo morir muy lentamente. Y, sin embargo, el destino ha querido hurtarle la ansiada venganza. No existe tortura más dolorosa que la decretada por la naturaleza contra su enemigo del alma. Durante los próximos meses, tal vez años, su cuerpo continuará degradándose mientras su mente mantiene inalterada su lucidez hasta el final. Encerrarle con vida dentro de un ataúd y enterrarle bajo tierra le causaría menos sufrimiento que soportar su enfermedad hasta el final.

—Gracias a ti comprendí que Dios me envió la enfermedad para purgar mis pecados. Ahora me gustaría recibir el sacramento de la confesión y que mis faltas me fueran perdonadas.

La candidez de Joan le hace sonreír. No tiene ninguna intención de facilitarle consuelo.

—Solo estoy autorizada a administrar confesión a enfermos que están en inminente peligro de muerte y, por suerte, ese no es tu caso. Tu enfermedad progresa inexorablemente, pero está lejos de haber alcanzado su punto culminante.

—Me dijiste que podías hacerlo —balbucea Joan—. Incluso insinuaste estar dispuesta a practicar la eutanasia a alguien que se hubiera confesado, para evitarle sufrimientos y asegurar que su alma fuera al Cielo.

—Sí, pero solo en casos muy especiales que deben ser objeto de estudio y dispensa por parte de la madre superiora —miente Brisa.

—¿Podrías interceder por mí, explicándoles la situación desesperada en que me hallo? No tengo a nadie en la vida, excepto a ti, y cada día que pasa me encuentro peor. No quiero condenarme eternamente, pero ya vivo en un infierno. ¿Para qué prolongar la agonía?

—Te comprendo muy bien —dice Brisa acariciándole delicadamente la mejilla—. Haré cuanto pueda ante la madre superiora.

Brisa ya conoce la respuesta de la madre superiora: «Los pecados de Joan Puny son demasiado graves. La única penitencia posible es mortificarse con la enfermedad hasta que Dios decida llamarle…». Sin embargo, le conviene que tenga esperanzas. Todavía debe contarle más cosas.

—La madre superiora —explica— administra nuestra congregación como si fuera una caja sin fondos. Es tan generosa que siempre gasta más de lo que ingresa y, aunque Dios siempre provee por los necesitados, te ruego que consideres legar tus bienes a las siervas de María. Así redimirías parte de tus culpas, pues podríamos vender la joya que robaste para ayudar a los enfermos, convirtiendo el mal en bien.

Joan prorrumpe en un fatigoso ataque de tos antes de contestar.

—He guardado esa cruz de esmeraldas durante años, pero hace poco se la entregué a otra persona —se lamenta.

El corazón de Brisa, bien escondido tras sus hábitos monacales, apenas puede contener su impaciencia al percatarse de que quien mató a su madre está a punto de ofrecerle el hilo que conduce hasta el asesino de su padre.

—¿Cómo fue eso? —pregunta con suavidad, adoptando un tono casi maternal.

—Un día, Brigitte, mi gran amor, desapareció sin avisar. Su hijo tenía ocho años recién cumplidos. La primera semana me ocupé del niño personalmente, pero al final comprendí que la mejor solución era que los servicios sociales se hicieran cargo de él. Los hogares Mundet, gratuitos y bien preparados, eran una opción excelente. En cuanto a la cruz, decidí que conmigo estaría mejor protegida que en ningún otro lugar. La guardé durante años como una reliquia, incluso después de aceptar que Brigitte nunca volvería. Cuando mi enfermedad progresó a la misma velocidad que menguaban mis fondos, pensé en venderla, para poderme pagar una asistenta. Hubiera sido como matarme dos veces. Preferí honrar la memoria de mi amada y devolvérsela a su hijo. Al fin y al cabo, ella siempre quiso que la cruz permaneciera en su familia, y yo conocía a Mario, su único hijo, con el que había ido manteniendo un contacto esporádico a lo largo de los años.

Brisa también conocía a Mario Blanchefort. Pronto averiguaría sus más recónditos secretos.

—¿Le contaste a él también la historia del asesinato en el Turó Park? —pregunta Brisa. La información exacta podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.

—Le ahorré cualquier detalle relacionado con su pasado —explica Joan—. No hubiera tenido sentido. Él ha rehecho completamente su vida; en la actualidad es un banquero de éxito. Me limité a contarle que había guardado toda mi vida la cruz de su madre como mi recuerdo más preciado y que, ante la inminencia de mi muerte, prefería que retornara a su familia. Me disculpé por haberle ocultado la existencia de la joya y, pese a su insistencia, me negué a aceptar cualquier ayuda económica. En mi nueva etapa no iba a necesitar demasiado dinero, pues había decidido suicidarme aquella misma noche. Pero no me atreví, y fui posponiendo mi ejecución de un día para otro hasta que apareciste en mi puerta como enviada por el Cielo, justo cuando se cumplían cinco semanas de mi encuentro con Mario.

Era fácil hacer las cuentas. Su padre había muerto poco después de que Mario hubiera recuperado la cruz. Eso bastaba para señalarle como principal sospechoso. Y Mario iba a confesarle todo lo que había hecho. De eso estaba segura. Esa misma noche consumaría su venganza.