Roberto continuaba furioso con Brisa. Quizá nunca la había conocido realmente. Puede que tras todos sus disfraces no existiera más que el humo tóxico que permanece en el aire cuando se desvanecen los brillantes colores de los fuegos artificiales. Un olor insidioso, desagradable y corrosivo.
Pepe también estaba enfadado. Según él, su inexplicable presencia en el Undead Dark Club dificultaría los futuros seguimientos a Mario, lo cual pondría en peligro a los miembros de su equipo. Por dicho motivo, le había comunicado que se iba a pensar si seguir con el caso. Por él se podían ir todos al diablo. Le importaba todo un pimiento, y menos que nada lo que aquella mañana le estaba contando Javier Castillo.
—Parece que las autoridades marroquíes están dispuestas a extraditar a los dos hermanos Boutha que permanecen todavía en su país —informó Javier—. Aunque finalmente no se ha encontrado ni rastro de financiación a organizaciones terroristas, el resto de las pruebas que tenemos son tan claras que no les quedará otro remedio.
A estas alturas, Roberto estaba convencido de que las falsas informaciones sobre financiación terrorista habían sido el cebo utilizado por Dragan para que los Mossos picaran el anzuelo y se implicaran a fondo en investigar la trama dirigida por los hermanos Boutha.
—Me alegro —se limitó a decir, tratando de parecer entusiasta—. Los cabrones que no vacilan en explotar a sus propios compatriotas y saquear las arcas del país que los acoge merecen acabar en la cárcel. Y, en este caso, llevábamos las de ganar. Los hermanos Boutha no son tan importantes como para forzar un conflicto diplomático con España.
—Pero sí lo suficiente como para amedrentar a distancia a los trabajadores de sus empresas piratas. Muchos de ellos están recibiendo amenazas y retractándose de sus declaraciones iniciales, en las que denunciaban el dinero que habían pagado a cambio de regularizar sus papeles y las infames condiciones en las que se veían obligados a trabajar para devolver sus deudas.
Dragan tenía razón cuando hablaba de la chusma. Siempre habían existido esclavos, y el siglo XXI los proveía en cantidades industriales. Tras la caída del muro de Berlín, el capitalismo se había quitado la careta y había dejado paso libre al esclavismo de última generación. Ya no hacía falta desplazar la producción a China para que alguien trabajara catorce horas todos los días por un sueldo de miseria. Bastaba con contratar a chinos hacinados en un almacén de Badalona, o a marroquíes dados de alta en alguna empresa pirata sin bienes tangibles ni domicilios conocidos. La tendencia, alentada por políticos de manos blancas y billetera oscura, ya había dado sus frutos. Los nuevos esclavos modernos resultaban mucho más baratos que en la época del Imperio romano, y la escandalosa concentración de la riqueza en cada vez menos manos iba camino de alcanzar los vergonzosos niveles existentes en la Europa feudal. Los contratos basura, el empleo precario y los sueldos miserables eran el legado que la clase política ofrecería a los nuevos dioses del mercado, que también exigirían el desmantelamiento del Estado social.
—Aunque no todos se atrevan a cantar, nadie librará a los hermanos Boutha y a los principales cabecillas de pasar una buena temporada a la sombra —dijo Roberto, retomando el hilo de la conversación.
—La verdad es que hemos prestado un gran servicio a la sociedad desarticulando a esa banda —se congratuló Javier.
Roberto sabía que era una verdad a medias. Los mercados de trabajo en los que se aportaba mano de obra intensiva y no cualificada estaban dominados por diversas mafias, fundamentalmente chinas, marroquíes y pakistaníes. Mientras el poder político prefiriera mirar para otro lado y ocultar la mierda debajo de alfombras demagógicas, quitar de en medio a los hermanos Boutha solo provocaría que otros se repartieran su parte del pastel.
Sintió una punzada de culpabilidad, como un mordisco en el interior de su estómago. Sin embargo, optó por ignorar su conciencia crítica y aplicarse a sí mismo aquel precepto del Eclesiastés que decía: «¿Para qué querrías destruirte?».
«No seas demasiado justo ni demasiado sabio». El autor del Eclesiastés, hijo del rey David de Jerusalén, incomparable poeta y uno de los mayores sabios de la historia ya dejó por escrito su opinión del mundo antes de la venida de Cristo: «Lo que fue eso será. Lo que se hizo eso mismo se hará. Nada hay nuevo bajo el sol».
Nada había cambiado demasiado desde entonces. ¿Para qué iba Roberto a preocuparse por las irresolubles injusticias planetarias si él mismo no era capaz de sostener su minúsculo mundo personal? ¿Para qué desengañar al bueno de Javier sobre el alcance de sus logros?
—Tienes razón, Javier —afirmó, dándole una palmadita en el hombro—. Hemos hecho un grandísimo trabajo. Nadie nos podría exigir más.