En cuanto Pepe le reveló el contenido de la llamada, Roberto salió apresuradamente del pub, se puso el casco de la moto y, desoyendo las advertencias de su amigo, se dirigió al extraño local conocido como Undead Dark Club.
Nadie hubiera podido impedírselo tras enterarse de que Mario acababa de entrar en aquel lugar acompañado de una chica con melena violeta vestida de gótica. Pese a la inusual tonalidad del pelo, conocía suficientemente bien a Brisa como para sospechar que se trataba de ella. Desde que habían vuelto de Andorra, no se habían vuelto a ver. Aquel mismo día, le había dado largas porque le dolía el estómago, o eso le había asegurado. Ahora estaba a punto de descubrir la verdad.
El color rojo chillón de la entrada le pareció más propio de un club de alterne o de intercambio de parejas que de un local de música, pero era una discoteca de ambiente gótico. Al menos, pensó, su atuendo no desentonaría del todo. Vestía una cazadora de cuero, una camisa negra, botas de moto con hebillas de metal y vaqueros gastados. El encargado de la puerta debió compartir su opinión, pues se limitó a preguntarle si tenía entrada para el concierto, antes de venderle una por diez euros. El nombre del grupo que actuaba aquella noche no le pasó inadvertido: Trobar de Morte. Un nombre que parecía premonitorio.
El interior estaba débilmente iluminado por velas rojas prendidas del muro de piedra que conducía a la sala principal a través de un largo pasillo flanqueado por gárgolas y ánforas. Las estatuas desnudas de una musa griega y de un joven efebo le dieron su silenciosa bienvenida. Una niebla artificial se filtraba por la estancia confundiendo sus formas y ofreciendo perspectivas diferentes con cada nueva mirada. La mujer era ora una virgen pura, ora una experimentada vestal. El joven podía ser tanto un ángel como un impúdico sátiro.
Sobre las paredes, Roberto distinguió dos imágenes que parecían emular a un diablo con forma de cabra y a una diosa pagana, ambos desnudos y separados por espejos tallados como ventanas de una catedral. Diminutas luces rojas y verdes contribuían a crear desde el techo una atmósfera espectral.
Y, sin embargo, el grupo que cantaba en el fondo de la sala no respondía a nada de lo que hubiera supuesto previamente. Una mujer delgada, de cara pálida y lacia melena negra, vestía un traje blanco, como si fuera la novia de aquella fiesta. Tocada con una diadema en la cabeza y con pulseras plateadas adornando sus brazos, le recordó a una elfa delicada y poderosa, capaz de embrujar al auditorio con las ondulaciones de su voz. La música, de tonos celtas y acento medieval, fluía mágicamente acompañada de flautas, violines, gaitas y guitarras.
El público disfrutaba intensamente del espectáculo. Roberto no había acudido al concierto por placer. La sala estaba abarrotada y todos los asistentes seguían de pie la música, ataviados con su peculiar indumentaria. Las chicas lucían oscuros vestidos muy elaborados, llamativos, elegantes, estrafalarios o extremadamente provocativos, según los gustos de cada cual. En los chicos predominaban las sencillas camisetas negras estampadas con dibujos y símbolos indicativos de su atracción por lo siniestro.
Trobar de Morte elevó el ritmo de su música, los espectadores empezaron a aplaudir, entregados, y Roberto encontró lo que había venido a buscar. Mario Blanchefort, con las manos en los bolsillos, contemplaba el concierto con una nota de soberbio desdén reflejada en las labios. Vestía una elegante camisa negra de lino sin botones y pantalones de cuero ceñidos. La chica que estaba a su lado, menuda y muy bien proporcionada, exhibía un ajustado corpiño que realzaba sus generosas curvas. Una falda corta dejaba ver sus esbeltas piernas cubiertas por medias de araña. Unos zapatos altos de tacón y unos guantes deliberadamente rotos en las puntas de los dedos completaban su atuendo de mujer fatal. El maquillaje blanco que cubría su rostro contrastaba con su cabellera violeta, la pintura negra dibujada en sus párpados y los labios intensamente morados. Roberto la miró fijamente a los ojos. Eran violetas, como su pelo.
Una peluca y un par de lentillas de colores no bastaban para engañarle. Brisa se aproximó hacia él con paso rápido y decidido, le agarró del codo y casi a trompicones le condujo a la barra de la discoteca, vacía de gente y alejada del concierto.
—¿Quieres que te invite a una copa para recuperarte del dolor de estómago? —preguntó Roberto con acidez.
—¿Se puede saber qué coño haces aquí? —replicó Brisa, visiblemente enfadada.
—Ya eres mayorcita para vestirte como te plazca, pero te advertí de que determinadas compañías son extremadamente peligrosas. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
—Me has estado siguiendo —afirmó Brisa con un tono de voz que cortaba como el cristal—. ¿Cómo, si no, sabías que estaba aquí?
—No eres la única admiradora de Trobar de Morte en Barcelona.
—¡No me mientas! —gritó ella—. ¿Acaso me crees tan idiota como para creer que sueles frecuentar este tipo de locales? Ya te dije que el sexo no implicaba ningún tipo de compromiso ni de obligaciones. Ambos estuvimos de acuerdo. Y ahora resulta que actúas como un enfermo obsesivo. Te considero un buen amigo, y siempre me has ayudado, pero no soporto que nadie me robe mi intimidad. Lo mejor será que nos dejemos de ver durante una buena temporada. Al menos hasta que se te pase la tontería —concluyó con frialdad.
—No se lo que te traes entre manos, pero si lo que pretendes es ganarte la confianza de Mario para sonsacarle información, el juego se te puede ir de las manos. Es demasiado peligroso.
—¿Y quién eres tú para decirme lo que debo hacer? Quizás a ti te guste ser Pepito Grillo o la voz de mi conciencia, pero yo no tengo que darte explicaciones de mis actos. Tal vez quiera extraerle información, o puede que tan solo quiera pasar un buen rato. Tal vez desee las dos cosas. Mario es un hombre muy atractivo y a mí siempre me han gustado los juegos peligrosos.
Al escuchar aquellas palabras, Roberto sintió que algo le explotaba por dentro.
—De ahora en adelante, no cuentes conmigo para participar en ellos —le respondió, rabioso.
—Lo único que quiero de ti es que dejes de seguirme —dijo Brisa, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia la pista.
En la esquina, a la altura de las estatuas desnudas, la aguardaba Mario, apoyado en la pared. Tras cogerla por la cintura, giró la cabeza, miró a Roberto y le dedicó una sonrisa burlona.