Capítulo 63

—Te agradezco que no te importe vernos otra vez en La Garrafa —dijo Pepe—. Últimamente paso demasiado tiempo en el despacho, y en casa las malas caras se están convirtiendo en la única costumbre inalterable. Aquí me puedo relajar tomando una cerveza, fumando un puro habano sin reproches y escuchando música en directo.

A Roberto aquel pub también le parecía un lugar agradable, pero no estaba allí para escuchar música, sino noticias frescas sobre Mario Blanchefort.

—Por lo que me has comentado, hay novedades inesperadas.

—Así es —confirmó Pepe, barriendo el local con la vista.

La banda no había comenzado a tocar y las mesas de alrededor estaban vacías. No existía riesgo de que nadie los pudiera escuchar.

—Esta mañana tu amigo Mario se ha visto con Dragan en el café Why Not, en el paseo Manuel Girona. Las fotos que nos pasaste de ese tipo son muy borrosas, pero creo no equivocarme. Si quieres confirmarlo por ti mismo, puedes verlas en mi cámara digital.

Roberto sintió como la tensión se le disparaba al contemplar la primera foto de la serie. Dragan vestía el mismo traje con el que había acudido a su casa por la mañana. Mario, muy risueño, bromeaba dándole una palmadita en el hombro. Aquella camaradería daba a entender que ya existía una previa complicidad entre ellos. Las piezas encajaban peligrosamente. El padre de Brisa había sido utilizado como testaferro de lujo por poderosos personajes pakistaníes a través de sociedades radicadas en paraísos fiscales y cuentas secretas gestionadas por Mario Blanchefort. Él, por su parte, había sido contactado por una misteriosa red mafiosa, de la que Dragan era la cabeza visible. A través de sus propios análisis ya había concluido que también eran pakistaníes los que controlaban aquella red criminal. La foto que estaba mirando confirmaba sus peores sospechas: Mario y Dragan formaban parte de la misma organización que había amenazado a su hija, que había atacado a Brisa en Londres y que, tal vez, había asesinado a su padre en su mansión de Barcelona. Una organización capaz de financiar los salvajes atentados de Bombay no vacilaría en eliminarlos de un plumazo si les causaban el más mínimo dolor de cabeza.

—¿Habéis averiguado algo de ese tal Dragan? —preguntó Roberto, procurando aparentar tranquilidad.

—Sí. Es una especie de consigliere de importantes familias mafiosas. Tras el nombre de Dragan se oculta Victor Volkov, un hombre muy bien conectado, que domina varios idiomas y es diplomado por Harvard con honores y número uno de su promoción en Economía. Todo un portento especializado en tramas financieras internacionales y estructuras de negocio. Está considerado un fuera de serie sin escrúpulos que vende su talento al mejor postor. De hecho, me extraña mucho que fuera él quien se encargara de contactar contigo, porque habitualmente solo se mueve en las altas esferas y deja ese tipo de trabajos a personas de menos nivel.

—Por las conversaciones que hemos mantenido —caviló Roberto—, apostaría a que ha leído mi tesis doctoral sobre el futuro económico tras la caída del muro de Berlín. Quizá sentía cierta curiosidad intelectual por conocerme, o quizás es de los que disfruta corrompiendo a las personas honestas que despiertan su interés. Se nota que le divierten los juegos de poder. Por cierto, ¿habéis averiguado para quién trabaja en la actualidad?

Pepe exhaló una bocanada de humo antes de contestar.

—Ni siquiera vamos a intentarlo. Somos un modesto despacho de detectives, no la CIA. Nuestros casos habituales son divorcios, seguimientos a empleados que fingen bajas laborales, enredos de variados pelajes y, ocasionalmente, espionaje empresarial. Este asunto nos viene demasiado grande. No vamos a husmear en la trastienda de las grandes mafias, y te aconsejo, como amigo, que tú tampoco lo hagas.

—¿Me vas a dejar tirado? —preguntó Roberto, indignado.

—No intentes presionarme. No quiero problemas que puedan perjudicar mi salud de forma permanente. Por si lo has olvidado, te recuerdo que tengo mujer e hijos, y, por mucho que se quejen de mí, prefieren que siga vivo. Haremos las cosas a mi manera. Me pagaste la mitad por adelantado y cumpliré lo pactado, pero en cuanto transcurra el mes abandonaré el caso. He dado órdenes de extremar las precauciones en el seguimiento de Mario Blanchefort, sin ampliarlo a Dragan ni a cualquier otra persona que huela a crimen organizado.

Roberto desvió la mirada de su amigo y observó cómo los músicos subían al escenario, colocaban las partituras sobre un atril y afinaban sus instrumentos. Tras beber un trago de cerveza, retomó la palabra, más calmado.

—Te comprendo, Pepe. Sería injusto exigirte más.

—Nunca he pretendido ser un héroe y no quiero empezar ahora. Ya soy demasiado mayor —concluyó el detective, que soltó una nueva bocanada de humo.

La banda empezó a tocar y una pareja acaramelada se sentó en una mesa cercana a la suya. La conversación tocaba a su fin.

—Lo que sí me interesaría son los datos que tu especialista en informática pueda conseguir —dijo Roberto, aludiendo al hacker que colaboraba como freelance para el despacho de Pepe.

—Te los daré en cuanto pueda. Estos días ha tenido el teléfono desconectado y no he vuelto a saber nada de él. Ya sabes como son estos jóvenes genios de la informática. Desaparecen durante semanas, y cuando menos te lo esperas se presentan en el despacho con un pen drive repleto de información confidencial y la factura en la mano. Estoy convencido de que el chaval solo dedica un puñado de horas a los encargos de mi despacho, cuando se queda sin dinero en la hucha. Para él es coser y cantar. Como te dije, en lo suyo es el mejor.

Pepe dio una nueva calada al puro. La pareja de tortolitos que se había sentado cerca de ellos le dirigió una mirada de reproche, que su amigo ignoró con olímpica indiferencia.

—Tú siempre has sido un tío legal —dijo Pepe en voz queda, justo cuando las guitarras y la batería empezaron a sonar, haciendo su voz inaudible para cualquiera que no estuviera sentado junto a él—. De esta no podrás salir bien. Los códigos que maneja esta gente no son los tuyos. Abandona la partida antes de que sea demasiado tarde. Deja de preocuparte por salvar el mundo, no te compliques innecesariamente la existencia y disfruta de las cosas buenas de la vida. Si lo intentas, verás que no es tan difícil.

Como si la banda del local quisiera respaldar las palabras de su amigo, comenzó el concierto con una de las canciones más alegres de los Beatles.

We all live in a yellow submarine,

yellow submarine, yellow submarine.

We all live in a yellow submarine,

yellow submarine, yellow submarine.

As we live a life of ease,

everyone has all we need,

sky of blue and sea green,

in our yellow submarine.

We all live in a yellow submarine,

yellow submarine, yellow submarine.

We all live in a yellow submarine…[2]

Roberto se preguntó dónde vivía él exactamente. La respuesta no era tranquilizadora. En un mundo sin reglas en las que confiar, él era su única ley, como una boya aislada en mitad del océano.