Capítulo 62

—Esta ha sido mi última comida —anunció Joan Puny—. Cuando te vayas, me suicidaré.

Brisa retiró de la mesa la crema de verdura que le había preparado y optó por desdramatizar la situación.

—No eres la primera persona a quien no le gusta mi forma de cocinar, pero nadie había tenido una reacción tan exagerada como la tuya.

Joan esbozó una mueca que Brisa interpretó como una sonrisa teñida de amargura.

—Hablo en serio —respondió, lapidario.

Su convicción y serenidad convenció a Brisa de que estaba hablando en serio. Aquella broma había estado fuera de lugar. Una frivolidad que convenía reparar, adoptando nuevamente su papel de monja beata.

—Suicidarse va contra las enseñanzas de nuestro señor Jesucristo, quien aceptó de buen grado su martirio para salvar a todos los hombres.

Joan inspiró varias veces antes de replicar, como si estuviera reuniendo energía antes de un gran esfuerzo.

—El suplicio de Jesús fue terrible, pero breve comparado con el mío. Mi enfermedad ha avanzado vertiginosamente en los últimos meses, y cada día será peor que el anterior. La mandíbula se me desencaja sin previo aviso y cada vez me cuesta más trabajo hablar correctamente. Es cuestión de tiempo que tenga dificultades para respirar y hasta para tragar saliva. ¿Hasta cuándo podré seguir utilizando la silla de ruedas eléctrica sin ayuda? Todavía puedo pulsar sus botones con los dedos y hasta soy capaz de teclear el tablero del ordenador para encargar la comida por Internet. Inevitablemente mis manos se seguirán atrofiando, y los dedos se negarán a obedecer a mi mente. Esta es la parte más cruel de la enfermedad. La mente mantiene una lucidez absoluta durante todo el proceso. ¿Puedes imaginar una tortura peor? A esta enfermedad se la conoce, con razón, como «la cárcel del cuerpo».

De estar ella en la situación de aquel desgraciado, no dudaría en poner punto final a la función de su vida. Sin embargo, necesitaba convencerle de que no debía morir. Al menos hasta que le hubiera dicho cuanto sabía sobre el pasado de Brigitte Blanchefort y su relación con la cruz clavada en la garganta de su padre.

—Cuídate de las tentaciones del diablo —le advirtió Brisa—. La carne es pasajera; el espíritu, inmortal. Apura el cáliz de este mundo, por amargo que sea, y no permitas que tu alma se pierda para la eternidad.

—La eternidad cabe en un minuto de sufrimiento —replicó Joan—. Yo ya he sufrido muchos minutos de eternidad, y me aterra imaginar lo que queda por llegar.

Brisa tenía que apelar al inconsciente de aquel hombre si quería alcanzar sus objetivos. Había pasado con él la tarde anterior, hoy le había preparado la comida y mañana estaría muerto si no era capaz de manipular sus emociones. Considerando su edad, habría cursado sus estudios en algún colegio de la España franquista de la posguerra. Una educación en la que se entremezclaban la religión, el miedo, la escasez y la represión dejaba marcas imborrables en el carácter de las personas. Y Joan tenía miedo, mucho miedo. Un sentimiento que ella podía utilizar.

—No está de moda hablar del Infierno. El demonio ha conseguido que no se hable de él en este mundo corrupto. Y, sin embargo, existe. El menor de los sufrimientos del averno es mayor que cualquiera de las penalidades que has experimentado. Y de allí no sale nadie. Imagina que el mundo fuera una bola de acero y que un pájaro inmortal la rozara con sus alas, día tras día. ¿Cuánto tiempo tardarían las alas del pájaro en desintegrar ese mundo de acero? Un parpadeo, comparado con la eternidad, que no tiene fin. Comprendo tu desesperación, pero no estás solo. Creo que Dios me ha guiado hasta tu casa para evitar que cometas un error imperdonable.

—Hace muchos años que no voy a misa —dijo Joan, como hablando para sí. Después, guardó silencio. Sus labios se movían involuntariamente y las manos le temblaban.

Brisa dejó que el silencio se espesara. Joan parecía ensimismado en sus pensamientos. Cuando uno es mayor y ve la muerte tan próxima, resurgen los temores y las emociones de la infancia.

—¿Crees que todavía estoy a tiempo de confesarme? —preguntó finalmente.

—Por supuesto. Nada alegra más al Señor que recuperar a una oveja descarriada. Confiésate y serás perdonado. El Señor es misericordioso.

—No estoy tan seguro. Algunos de mis pecados están teñidos de sangre. A menudo, pienso que Dios me ha castigado a causa de ellos con esta terrible enfermedad.

Un suave escalofrío recorrió la columna de Brisa, como advirtiéndola de que su destino estaba entrelazado con el pasado de aquel hombre sentado frente a ella en una silla de ruedas.

—Los caminos del Señor son inescrutables. Quizá tu enfermedad sea la penitencia que te impone para entrar en el reino de los cielos. Solo una confesión sincera te separa de la salvación. Atrévete a dar ese paso y conocerás al fin la paz que tanto anhelas. No hablo con la voz hueca de quien escucha los vientos, sino que doy testimonio con mi vida. Las siervas de María tenemos dispensa para ungir los sacramentos en casos extremos como el tuyo, y he visto a muchos hombres transformarse delante de mis ojos. Aunque tus pecados sean rojos como el fuego del Infierno, el espíritu de Dios te limpiará hasta dejarte blanco como la nieve. Nosotros no podemos nada. Dios todo lo alcanza.

—Tus palabras son bellas, pero todavía recuerdo las enseñanzas de los padres jesuitas. Ni siquiera Dios podría absolverme si después de confesarme me quitara la vida con mi propia mano.

—Así es —confirmó Brisa—. El Señor no perdona a los suicidas. Aunque quisiera, no podría, porque mueren en pecado mortal.

El silencio se instaló de nuevo en la habitación. La cabeza de Joan se inclinó todavía más hacia su derecha, como si hubiera renunciado a sostenerla. Cuando el sonido de la vieja nevera comenzó a ser audible en el salón, volvió a hablar.

—¿Y si alguien me matara después de recibir la confesión? —preguntó Joan con una mueca siniestra dibujada en su rostro.

—En ese caso, irías al cielo.

—¿Serías capaz de hacerlo? —la retó.

—Te sorprendería saber de lo que es capaz una monja como yo —repuso Brisa, midiéndole con la mirada.