Roberto entró en el despacho de Joan Esteba, el inspector jefe provincial de Barcelona, convencido de que le había convocado para informarle sobre los pormenores de la operación Cascabel, a raíz de las recientes detenciones efectuadas por los Mossos. Su sorpresa fue mayúscula:
—Iré directamente al grano —dijo Joan, un hombre acostumbrado a no demorarse en prolegómenos de cortesía cuando le preocupaba algún asunto—. Debes incorporarte esta misma semana a tu puesto de trabajo y cumplir con el horario habitual fichando en los tornos, como el resto de personal.
—Eso no es en lo que habíamos quedado —protestó Roberto, perplejo por aquella orden. Incumplir la palabra dada no era propio de su jefe.
—Lo sé y te debo una disculpa, pero las circunstancias han cambiado. Álvaro Quirós, el inspector al que había asignado la mayoría de tus expedientes, ha ganado contra pronóstico una plaza de concurso y se marcha a los Servicios Centrales de Madrid. He intentado reasignar tus expedientes a otros jefes de unidad y todos se han negado.
—¿Por qué?
—Alegan exceso de carga de trabajo, y no les falta razón. Además, algunos compañeros se han quejado al delegado especial del trato discriminatorio del que gozas, y este se ha lavado las manos dejándonos a los pies de los caballos. Prefiero decirte la verdad: si se produce alguna denuncia interna sobre tus incumplimientos horarios, no tendrías cobertura legal y podrías enfrentarte a un expediente disciplinario que acabara con tu expulsión del cuerpo. Para evitarlo, la única solución es incorporarte cuanto antes.
Aquello era una amenaza de despido en toda regla. Joan había hablado muy rápido, casi atropelladamente. Las manos le sudaban un poco y su cara estaba más enrojecida de lo habitual. Resultaba evidente que aquella situación le incomodaba sobremanera e incluso era probable que él, personalmente, no estuviera de acuerdo con tamaña injusticia, pero la orden, inequívoca, no podía ser ignorada. El inspector jefe nunca hablaba a la ligera ni le temblaba el pulso a la hora de adoptar decisiones.
—Me habéis utilizado como a un muñeco de quita y pon —resumió Roberto—. De haber tenido la Agencia Tributaria más repercusión mediática en la operación Cascabel, el delegado especial hubiera tenido a bien hallar alguna solución. Tú y yo sabemos de lo que estoy hablando —concluyó.
—A mí tampoco me gusta que se acordara una cosa y que ahora el delegado especial nos deje con el culo al aire, pero esa es la triste realidad.
—La triste realidad es que ahora tendré que trabajar como dos personas por el sueldo de una, y la mitad se lo llevará mi exmujer. Mientras tanto, algunos de los compañeros que tanto han protestado complementarán su salario impartiendo clases por las tardes en alguna academia.
—Lamento no poder ayudarte en este asunto. Estoy atado de pies y manos por las instrucciones y las órdenes reglamentarias. Tendrás que cumplir el horario, finalizar tus expedientes y, además, sacar adelante tu trabajo como perito judicial.
Roberto guardó un silencio tenso. El sistema, con sus absurdas milongas legales, era una oda a la hipocresía y a la injusticia. Los bancos y los políticos, con sus prácticas corruptas y su imprudencia criminal, habían arrojado sobre la población toneladas de deuda. Los resultados, en forma de paro, pérdidas de sueldo, precariedad laboral y merma de servicios sanitarios serían equivalentes a los resultantes de una derrota militar. Cuando Alemania perdió la Primera Guerra Mundial, los países vencedores les impusieron una deuda colosal imposible de pagar en una generación. Aquí, sin necesidad de ninguna guerra, bancos y cajas de ahorros, ayuntamientos, comunidades autónomas, diputaciones y el Gobierno central habían conseguido deber una cantidad equivalente. Harían falta generaciones para devolver las astronómicas cifras que reclamarían los países acreedores. A la vuelta de la esquina, esperaban bajadas de sueldo y de pensiones, gravísimos recortes en el estado de bienestar y privatizaciones de los escasos activos estatales que todavía no se hubieran malvendido.
A cambio de aquella bomba de miseria que estallaba a cámara lenta, los banqueros habían cobrado bonus millonarios, y seguían haciendo gala de su impudicia gracias a la permisividad de los políticos. Naturalmente, los políticos no podían exigir ninguna responsabilidad porque eran cómplices necesarios en el desaguisado nacional. Tanto financieros como políticos se habían hecho de oro malversando el dinero ajeno, y ahora, de común acuerdo, querían obligar a pagar el pato a los ciudadanos.
¿Qué diferencia existía entre un atracador con una pistola y aquellos señores amparados por las leyes y bendecidos por los reglamentos? Fundamentalmente, que los segundos eran mucho más peligrosos, pues con sus prácticas corruptas y su desinterés para legislar en pos del bien común no asaltaban una sola casa, sino que robaban a todo el país.
La guinda del pastel era el delirante sistema judicial, con todas las garantías imaginables a disposición de los criminales de guante blanco, incluida la práctica habitual de demorar los procesos durante años o incluso décadas. Obviamente, hubiera sido posible organizar una jurisdicción eficiente, bien pagada y con suficiente personal para combatir los crímenes económicos que tan caros le salían al ciudadano corriente, pero los políticos ya estaban satisfechos con aquel simulacro de justicia en el que se juzgaba a uno de cada mil corruptos y en que eran poquísimos los que acababan en prisión.
Hacienda era una de las instituciones que mejor funcionaba, pero tenía las alas recortadas. El elevado número de expedientes que finalizar cada año y el escaso tiempo en que debían cerrarlos dificultaban en gran medida la persecución de los delitos económicos más complejos, que, en el mejor de los casos, iban a morir al limbo judicial, donde dormían el sueño de los justos, a no ser que fueran rescatados por algún juez heroico que no estuviera abrumado por los expedientes que se agolpaban sobre su mesa.
Y él, por su parte, tenía que joderse y cumplir órdenes, acatando la legalidad vigente promulgada por los políticos de turno que, como los fariseos denunciados dos mil años atrás por Jesucristo, seguían siendo sepulcros blanqueados por fuera y malolientes por dentro.
Roberto se juró a sí mismo que de ahora en adelante no respetaría nada que no fuera su propia ley. El sistema estaba podrido y su única obligación moral era ser fiel a sí mismo.
—Ya sé que estás atado de pies y manos, Joan —dijo al fin Roberto—. El problema es que nosotros somos los encargados de proporcionar la cuerda a quienes nos atan.