Una señora rolliza, que lucía un pelo blanco muy cuidado, le abrió la puerta y la acompañó amablemente a un despacho del interior de la vivienda, donde la recibió el doctor Blay.
—Qué agradable sorpresa —dijo el hombre, estrechándole la mano—. Últimamente no acostumbra a venir demasiada gente joven por mi consulta.
Brisa examinó al autodenominado doctor de las ciencias arcanas. Rondaría los setenta años, era alto, de complexión gruesa y vestía una amplia túnica de color crudo que le cubría del cuello hasta los pies. Los ojos, de mirada aguda, se ocultaban tras unas gafas de cristal compacto, y su cuidada barba parecía querer compensar el escaso pelo que le quedaba en la cabeza.
—Siéntate y guarda silencio —la conminó el doctor al tiempo que le ofrecía una silla—. No es nada personal —dijo con una sonrisa—. Es solo la rutina de trabajo que aplico siempre en una primera visita. A los videntes se nos suele acusar de sonsacar información a los clientes durante la charla previa para adivinar lo que desean oír. Para evitar suspicacias, prefiero no saber nada sobre la persona que acude a mi consulta hasta después de elegir tres cartas del tarot que revelen lo esencial del motivo por el que ha llegado hasta mí. Se trata, pues, de un pequeño ritual que, de alguna manera, dirigirá nuestra conversación posterior.
A Brisa le pareció divertido aquel juego trufado de enredos. En realidad, ella había acudido a la casa de Blay con el exclusivo propósito de averiguar si aquel doctor de las ciencias ocultas podía proporcionarle información sobre Brigitte Blanchefort. Sin embargo, la señora que había atendido su llamada en primer lugar había trastocado sus palabras ofreciéndole una hora de consulta en lugar de una entrevista, y ella no había querido deshacer el equívoco por miedo a decepcionarla y perder la hora.
—La primera carta que sacaré del mazo representa el motivo que te aflige; la segunda, la emoción con que lo afrontas; y la tercera, el futuro que te espera si no cambias de actitud —anunció Antón, mientras barajaba los arcanos mayores.
Con gesto pausado, depositó sobre la gastada mesa de madera tres cartas del tarot marsellés: el ahorcado, la muerte y la torre que se derrumba.
Brisa dio un respingo involuntario al contemplar la grotesca figura del ahorcado y recordar el surco de la soga anudada en el cuello de su padre.
—Son cartas muy graves. Debes extremar las precauciones y no equivocarte en ninguna de tus decisiones —dijo el maestro de lo arcano con la preocupación reflejada en el rostro—. La carta del ahorcado ha salido invertida, lo que indica siempre un desenlace desfavorable. Cualquiera que fuera el problema original, salud, dinero o amor, la cosa no acaba bien.
Brisa asintió levemente, rememorando la imagen del cuerpo sin vida de su padre sobre la cama de baldaquín.
—La segunda carta —prosiguió Antón— relaciona la muerte con el ahorcado, lo que me indica que alguien cercano a ti ha fallecido. La tercera carta, una torre destruida por una lengua de fuego, es muy gráfica e ilustra el viejo adagio: cuanto más alto subas, más dura será la caída. Evidentemente, el tarot marsellés se está remitiendo a la mítica torre de Babel, por la que los hombres fueron castigados por su soberbia. En el fondo, este arcano siempre muestra los éxitos materiales y egoístas destruidos por contravenir la ley divina.
—No podría haber realizado un diagnóstico más preciso sobre lo que ha sucedido en mi familia —reconoció Brisa, asombrada por lo que había escuchado, sin dejar de preguntarse si aquel hombre no estaría informado de antemano. Sin embargo, eso no tenía mucho sentido. Tal vez simplemente hubiera tenido suerte al lanzar las cartas. O quizás estuviera en presencia de un auténtico vidente.
—El mérito es de las cartas, pues son ellas las que me escogen a mí —sentenció Antón—. De todos modos, el mejor diagnóstico es inútil si el doctor no es capaz de ofrecer una receta.
—La verdad es que me ha impresionado, así que estoy dispuesta a probar el tratamiento que me prescriba —dijo Brisa, curiosa.
—Lo primero que debes saber es que las enfermedades del alma no se curan con pastillas. En mi profesión, las soluciones nunca pasan por comprar drogas legales en las farmacias. Digamos que requieren un esfuerzo de tipo personal. En tu caso, la carta clave es la muerte. Debes morir al pasado, si quieres vivir.
Brisa sintió un escalofrío. Lo que acababa de escuchar era casi una amenaza: «Debes morir al pasado, si quieres vivir». ¿Tenía que olvidar lo sucedido en el hotel de Londres y abandonar la búsqueda que unía la cruz de Lorena con Brigitte Blanchefort? ¿Podía renunciar a ejecutar su venganza? «Debes morir al pasado, si quieres vivir». Aquella era una advertencia que Brisa no pensaba escuchar.
—Te has quedado muy pensativa, niña —dijo Antón, mirándola a través de las gruesas lentes de sus gafas—. No te dejes desanimar por mi consejo lapidario. Al fin y al cabo, cada muerte trae siempre su propia resurrección.
—Estaba pensando en cuánta razón tiene —mintió Brisa, dispuesta a jugarse un envite que le demostrara que aquel anciano carecía de facultades paranormales—. Resulta que mi padre, que falleció hace poco, se labró una enorme fortuna, pero en su camino perjudicó gravemente a algunas personas. Como yo soy la heredera, me había planteado resarcir a esas personas en la medida de lo posible. Su consejo me confirma que ese es el camino que seguir: enterrar el pasado reparando las injusticias cometidas.
—Hija, tus palabras me hacen feliz. No encuentro mayor satisfacción que poder ser útil con las cartas. A eso me he dedicado toda mi vida. Años atrás llegué a tener un gran prestigio. Acudían a mi consulta las mejores artistas y muchísima gente del mundo del espectáculo. El piso rebosaba de vida, y todos se disputaban mis consejos. Sin embargo, como El Molino, fui pasando de moda, y hoy casi nadie se acuerda de mí. Por eso me reconforta saber que todavía conservo las facultades para poder ayudar a mis semejantes.
—Vivimos en una sociedad enferma que no respeta a sus mayores —le aduló Brisa—. A mayor edad, mayor sabiduría. Es de puro sentido común. En otras culturas es tradición solicitar el consejo de los mayores antes de actuar, y a nadie se le ocurre proceder de otro modo. En cambio, nosotros preferimos relegarlos al olvido y entronizar la juventud como único valor. Es estúpido desperdiciar así la experiencia de quienes han vivido más, y dice muy poco sobre el corazón que hace latir nuestra civilización occidental.
—¡Qué difícil es encontrar personas que piensen como tú! —exclamó Antón—. Y cuánta razón tienes. Dejar de ser útil es la peor sentencia a la que uno se enfrenta cuando se aproxima a la vejez —concluyó, con emoción contenida.
—Usted siempre podrá ayudar a quien necesite buenos consejos. Para mí ha sido una experiencia única escuchar por su boca mi propia voz interior. Y, solo para poder cumplir con mis mejores propósitos, me atrevo a pedirle un nuevo favor —anunció Brisa, sopesando que la fruta ya estaba madura como para comérsela.
—Si está en mi mano —se ofreció Antón—, haré cuanto pueda.
—El caso es que necesitaría localizar a una mujer de origen francés llamada Brigitte Blanchefort, o al menos conocer algo más sobre su pasado. Por lo que sé, trabajó como artista en El Molino, en los años setenta, y se me ha ocurrido que tal vez pudiera haber sido una de sus numerosas clientas del mundo del espectáculo. Sería un golpe de suerte que me pudiera ayudar, pero ¿quién sabe? Creo más en el destino que en las casualidades, y puede que haya llegado hasta su casa esta tarde por más de un motivo.
—¿Y por qué querrías encontrar a Brigitte Blanchefort? —preguntó Antón, extrañado.
Por el modo en que había formulado la pregunta, Brisa tuvo la corazonada de que aquel hombre podía proporcionarle las respuestas que andaba buscando. Debía concentrarse en su nuevo papel y mostrarse más convincente que nunca. No sería descabellado que aquel doctor de lo arcano tuviera una sensibilidad especial para captar el olor de las mentiras. Al fin y al cabo, su trabajo siempre había consistido en tratar con la gente. Sin embargo, ni los más hábiles son capaces de detectar la mentira cuando va envuelta de verdades.
—Recientemente he averiguado que mi padre compró una joya extraordinaria que perteneció durante generaciones a una noble familia francesa: los Blanchefort. Un anticuario de la Ille-su-le-Mer me explicó que la familia, venida a menos, se vio obligada a malvender su patrimonio y que su hija pequeña, Brigitte, acabó trabajando como bailarina en El Molino de Barcelona. Tengo razones para pensar que mi padre se aprovechó de la desgracia ajena para pagar por la pieza un precio muy inferior a su valor real, y me gustaría reparar esa injusticia devolviéndosela a Brigitte Blanchefort, o a alguno de sus hijos. Era algo que ya me había planteado antes de acudir aquí esta tarde, y sus palabras me han acabado de convencer. Pensará que soy una tonta supersticiosa, pero tengo el pálpito de que, si no consigo devolver la joya a sus legítimos propietarios, tendré mala suerte.
—Existen casos de joyas malditas —barruntó el doctor—, y tu propósito me parece justo. Creo que podré ayudarte. Yo nunca conocí a Brigitte Blanchefort personalmente, por lo que no te la podré presentar. Se esfumó de la faz de la Tierra hace muchísimo tiempo. No obstante, conozco muy bien a un hombre que fue su amante. Desesperado por la desaparición de su gran amor, acudió a mi consulta hace ya más de veinticinco años. Desde entonces, no ha dejado de visitarme año tras año con la esperanza de que le pudiera dar noticias sobre su paradero.
—Parece una historia muy triste —repuso Brisa, aparentando estar conmovida.
—Así es —confirmó Antón—. No le pude ayudar a aliviar su dolor. Soy vidente, no hago milagros tales como resucitar a los muertos; porque estoy convencido de que a esa Brigitte la asesinaron. Las cartas lo indicaban inequívocamente. Sin embargo, a ti sí podré ayudarte. El amante desdichado conoce al hijo de Brigitte.
—Al menos podría devolver la joya a un miembro de la familia Blanchefort —dijo Brisa.
—Siempre que Joan Puny, que así se llama el antiguo amante de Brigitte, acepte hablar contigo. Últimamente está muy huraño: no quiere saber nada de nadie ni recibe visitas. Ni siquiera las mías.
—¿Está deprimido? —preguntó Brisa.
—Peor que eso. Hace un tiempo le diagnosticaron una enfermedad degenerativa incurable: esclerosis lateral amiotrófica. Está muy avanzada. Temo que cualquier día se suicide. Haré una cosa: te escribiré su nombre y su dirección en esta tarjeta. Dile que vas de mi parte y tal vez haga el esfuerzo de recibirte. Por cierto, que he estado tan absorto en la conversación que he olvidado preguntarte tu nombre. ¡Menuda cabeza!
—Me llamo Susana —mintió ella.
—Encantado de conocerte, Susana —dijo Antón estrechándole fuertemente la mano con una cálida sonrisa dibujada en el rostro.
—El placer es mío —replicó Brisa, convencida ya de que aquel doctor de lo arcano no era infalible como vidente.
«Debes morir al pasado, si quieres vivir», le había advertido. Brisa pensaba hacer todo lo contrario. Sumergirse en el pasado le mostraría el camino para ejecutar su venganza.