Capítulo 57

Brisa necesitaba información sobre Brigitte Blanchefort y gracias a Charo, la dueña del restaurante de cocina árabe, había concertado una cita con una mujer que podía ayudarle a aclarar algunos de los misterios relacionados con la noble familia francesa a la que perteneció la cruz de esmeraldas. Golpeados por la fortuna, se vieron obligados a venderla a un anticuario, y su bella hija, herida en su orgullo, se trasladó a Barcelona para intentar triunfar como artista en los animados teatros de los últimos años del franquismo. Todo apuntaba a que aquella díscola jovencita había actuado como bailarina en El Molino y que luego había desaparecido, sin dejar otro rastro que el de su hijo: Mario Blanchefort, el hombre encargado de gestionar las cuentas de su padre en la isla de Man.

Se encontraron en la entrada del zoo de Barcelona; el incesante parloteo de los loros recluidos tras sus muros fue el primer anticipo de lo que le esperaba. Silvia resultó ser una señora de unos sesenta años, cara oronda, expresión vivaracha y lengua voraz, tan predispuesta a hablar de sí misma que parecía una cotorra aquejada de una verborrea incontenible.

El zoo de Barcelona está emplazado dentro de uno de los parques más grandes de la ciudad; el paseo por sus extensos jardines se convirtió en un suplicio por etapas en el que Silvia fue desgranando los hitos que jalonaban su vida con el mismo detalle que un orfebre del siglo XV emplearía para labrar un relicario. Sus recuerdos de la infancia enlazaban con los de su adolescencia, avanzaban hasta su primera juventud y regresaban nuevamente a su niñez, como si se tratara de un bucle interminable.

Cuando se sentaron en un banco de hierro de L’Umbracle, una estructura metálica de techo abovedado y listones de madera diseñada para albergar plantas tropicales, Brisa perdió la paciencia. La mujer continuaba relatando anécdotas de su pasado como si creyera que el propósito del encuentro fuera sentar las bases para escribir una biografía novelada que celebrara su vida y milagros. Decidió sacarla de su error.

—No sé si te ha comentado Charo que estoy recopilando información sobre una chica francesa que trabajó en El Molino. Se llamaba Brigitte Blanchefort.

—Sí, sí —confirmó Silvia—, pero no la conozco de nada.

Brisa observó las exóticas plantas y los árboles que las rodeaban, e inspiró hondo, como si aquel bosque artificial pudiera insuflarle la serenidad necesaria para evitar soltar unos cuantos exabruptos.

—Sin embargo —añadió Silvia—, conozco a un hombre que te puede hablar sobre ella.

Las facciones de Brisa se relajaron. Dejó de mirar las plantas para posar una dulce mirada sobre su interlocutora.

—Se trata de Antón Blay, un gran vidente. Si alguien puede ayudarte, es él.

Brisa frunció el ceño y trató de mantener la compostura, respirando acompasadamente, en cuatro tiempos, tal como solía hacer cuando practicaba yoga.

—Antón —prosiguió la mujer— fue un adivino que se granjeó una justa fama entre los artistas de El Molino, el Apolo y el resto de los teatros de variedades del Paralelo. Durante la década de los setenta y los ochenta, no había ni una sola vedet o bailarina que no le consultara. Ya sabes que en el mundo del espectáculo somos muy supersticiosos; no buscar su consejo era sinónimo de mal fario. Antón era tan bueno que ni siquiera cobraba. Simplemente, aceptaba que cada cual dejara su voluntad en un sobre cerrado.

Brisa sopesó que, en realidad, esa era una excelente forma de hacer negocios. Probablemente, el supuesto vidente solo pronosticara acontecimientos genéricos y agradables que predispusieran a su clientela a dejar un buen número de billetes dentro del sobre.

—Respecto a mí, por ejemplo, adivinó que me casaría y tendría hijos —dijo Silvia, como confirmando sus pensamientos—. ¡Y acertó! La verdad es que era extraordinario. El único vidente auténtico que he conocido. Durante años fue famosísimo, pero ahora ha caído en el olvido. Sus antiguos clientes nos hemos hecho demasiado mayores y ya no queremos que nadie nos pronostique el destino. Es mejor no conocer las desgracias futuras para no padecerlas por anticipado. De todas maneras, aunque apenas tiene clientes, creo que sigue ejerciendo. Si quieres, te puedo dar una tarjeta suya.

Sin esperar su respuesta, Silvia empezó a revolver en su bolso, tan repleto de cosas como desordenado, y, contra pronóstico, extrajo una pequeña cartulina rectangular de gastado color blanco con letras negras de imprenta. En ella se podía leer: «Antón Blay. Vidente. Doctor de las ciencias arcanas».

Tan pronto como Silvia se fue, Brisa llamó al número de teléfono de la tarjeta. No tenía nada que perder.

—Hola, buenos días —la saludó una voz femenina—. Consulta del doctor Blay. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días. Me gustaría concertar una entrevista con el señor Blay.

—Si se refiere a una consulta, el doctor podría atenderla esta misma tarde a las seis.

—Perfecto —aceptó Brisa. Si el precio que tenía que pagar por averiguar algo sobre Brigitte Blanchefort era soportar una sesión con un vidente, estaba dispuesta a asumirlo.

—Si es tan amable, anote la dirección, por favor.