Capítulo 55

—¿Por qué escribiría mi padre que el gozo encierra sufrimiento? —pregunta Brisa, interrumpiendo abruptamente la tregua que les brinda el oasis en el que se hallan sumergidos.

La nieve de las montañas resplandece bajo los últimos rayos del atardecer; las aguas calientan sus cuerpos, mecidos por un placentero masaje de burbujas y chorros termales; el frío exterior acentúa el contraste de sensaciones. Aquel estado de relax invita a olvidar temporalmente los problemas, pero a Brisa le gusta nadar a contracorriente.

—Estoy convencida de que la trágica cita esconde un mensaje cifrado dirigido a mí sobre los turbios asuntos en los que estuvo implicado. Sin embargo, por más vueltas que le he dado, no saco nada en claro.

—Quizá porque no somos personajes de ninguna novela superventas —bromea Roberto—. Si no, ya habríamos dado con alguna permuta numérica que transformara las letras de la frase en una pista que seguir. La realidad suele ser más prosaica.

—Quizás tengas razón —contesta Brisa, entornando los ojos.

Roberto no puede olvidar que se ha metido en el jacuzzi vestida con un minúsculo bikini negro, cuyos laterales se unen por sugerentes aros dorados. Brisa se desliza sobre el agua, se sienta sobre él y le pide que le masajee la espalda. Durante un largo rato sus manos se deslizan, ingrávidas, sobre los hombros y el esbelto cuello de su amiga. Después, bajan a la espalda. El grato calor de los chorros se intensifica. Las dudas que le suscita su amiga dejan de tener importancia mientras le desabrocha el sujetador y lo arroja sobre la hamaca donde descansan sus albornoces. Sus senos turgentes copan las palmas de sus manos como la fruta perfecta de un paraíso pagano.

Brisa se zafa de aquella placentera postura, se gira y, poniéndose frente a él, estrecha sus pechos contra la piel de su tórax.

—¿Has oído hablar del tantra? —pregunta Brisa con voz melosa.

—¿Es alguna técnica del Kamasutra? —tantea Roberto, mientras sus manos acarician las comisuras de las nalgas de su sensual compañera de juegos.

—Más que una técnica, es la danza de la vida. Los occidentales hemos sido educados para las prisas durante siglos. Los orientales, más sabios, se decantaron por los deleites de la paciencia. Pronto descubrieron que no hay mayor placer para el hombre que retardar el orgasmo. Arder sin consumirse abre las puertas del paraíso. Se han escrito infinidad de libros al respecto, pero nada puede sustituir la práctica.

—Creo que serías la profesora con la que soñaría cualquier alumno —dice Roberto, retomando sus pensamientos matutinos en la gruta de Ornolac.

—El tantra sería algo así como la filosofía del sexo —explica Brisa, juntando un poco más su cuerpo al de Roberto—. En lugar de combatir la tentación, se trata de profundizar en ella. Si la llama del deseo se mantiene encendida sin apagarse, la energía comienza a fluir por el cuerpo, activando los chakras hasta iluminar la glándula pineal. Por supuesto, esto último es algo reservado a los elegidos, pero el premio de consolación no está mal: un éxtasis prolongado en el que se funde el tiempo junto a los cuerpos de los amantes.

—Suena bien —dice Roberto, cuyas manos continúan jugueteando con las piernas y los glúteos de su sensual profesora—. Ahora que ya me has instruido en la teoría, estoy preparado para pasar a la práctica.

—Te enseñaré si me prometes que intentarás controlarte —responde Brisa, retirándole las manos de las caderas—. Se trata de comenzar muy lentamente, prolongando los juegos previos y amplificando las sensaciones. Con la llama al máximo, hay que evitar quemarse, prestar atención al ritmo de la respiración y no dejarse llevar por la ansiedad. El cuerpo de la mujer está naturalmente dotado para cabalgar una ola tras otra sin dejar de flotar. El hombre, en cambio, no está tan preparado para seguir la respiración de la naturaleza en erupción.

—Ya veremos —replica Roberto, sonriente, mientras se lanza por sorpresa sobre su amiga.

Brisa lo esquiva ágilmente y antes de que le dé tiempo a reaccionar ya ha salido del agua. Su cuerpo, mojado, con las manos cruzadas tapándose a medias los pechos, irradian sensualidad.

—La lección teórica ha terminado. Ahora toca el examen práctico. ¿Te atreves a subir a la habitación del hotel? —le provoca guiñándole un ojo.

Hay muchas formas de hacer el amor. Acariciar con manos y lengua el cuerpo del amante, una y otra vez, recorriendo sus rincones más erógenos hasta que todas las zonas ardan en deseos de explotar, es una de ellas.

—Ya estamos listos —susurra Brisa—. Recuerda: nada de prisas.

Brisa eleva ligeramente las caderas e introduce la intimidad de Roberto dentro de ella sin apenas moverse. Sus labios permanecen entreabiertos; la mirada, un tanto perdida; el pelo, revuelto; los pechos, henchidos. Muy suavemente comienza su danza del tantra. Roberto siente el masaje de las contracciones, y su pene responde con un baile involuntario en el que se agita y agranda con cada succión. El baile de los sexos es tan intenso como sutil. A cada estremecimiento le sigue una pausa, y a cada pausa un nuevo estremecimiento. El espejo sobre el techo le devuelve la imagen desnuda de Brisa. Por momentos parece quedarse quieta, pero las imágenes son engañosas. Sus sexos vibran con una intensidad que el espejo no puede percibir.

El tiempo desaparece a medida que se aproximan a un orgasmo que se evade cuanto más se aproxima. Con asombrosa precisión, las contracciones se relajan cuando el final parece inevitable. Roberto trata de contenerse dirigiendo sus pensamientos hacia otro lado, aparta la vista de Brisa y constata, asombrado, que el juego continúa. La excitación crece tras cada parón, pero los cuerpos parecen haber hallado el punto exacto del equilibrio inestable.

Brisa sonríe, se acaricia los pezones erectos de sus senos y, de improviso, se contonea salvajemente sobre él en movimientos tan rápidos como lascivos. Roberto responde al envite, le palmea las nalgas y juntos inician una feroz carrera jalonada de gemidos que les deja sin aliento. Cuando por fin acaban, la sensación de paz y éxtasis los embarga.

—Creía que la lentitud era la clave del tantra —bromea Roberto.

—No te creas todo lo que te digo —contesta Brisa con una risa cristalina.