Capítulo 54

—Tus juegos son muy peligrosos —afirma Roberto.

—Lo sé. Prefiero vivir al límite que estar muerta en vida, como otros. A demasiada gente civilizada le asusta tanto exprimir la vida que mueren sin haberla conocido. No es mi caso. Cuando llegue la parca, nos reconoceremos mutuamente, como dos amantes que se miran desnudos, con deseo.

—A veces me pregunto si estás loca y, en otras ocasiones, estoy completamente seguro de que lo estás. ¿Buscas de verdad la muerte como los cátaros o solo es una pose?

Brisa entorna los ojos y apoya las manos sobre el mismo menhir que los maestros cátaros utilizaron como altar siglos atrás.

—Simplemente no temo a la muerte porque no tengo motivos para ello. Las verdades profundas se expresan mejor con imágenes que con palabras. Como sabes, el último día del año visité una gruta situada en lo alto de una montaña provenzal, un santuario milenario al que la mano del hombre ha añadido misteriosas vidrieras de refulgentes colores. En una de ellas se puede contemplar a María Magdalena orando a la luz de una vela. Sin embargo, la protagonista no es ella, sino el cráneo de una calavera que reposa sobre un libro de piedra que contiene una críptica inscripción: «Tourengeau, le disciple de la lumière». Es la firma del artista que compuso la vidriera: el discípulo de la luz.

Roberto recuerda haber visto una iconografía similar en la capilla anexa a la iglesia de Sant Pau al Camp, donde se había encontrado con Dragan. Allí, sobre la losa sepulcral de Guifré Borrell I, un cuadro oscurecido por el paso del tiempo mostraba una calavera en primer plano y a María Magdalena, reclinada sobre una piedra orando mientras sostenía un libro con la mano izquierda.

—Curiosamente, hace poco vi un cuadro similar en una iglesia románica que está muy cerca de mi casa. Lo recuerdo muy bien porque me pareció una pintura muy extraña.

—Porque se inscribe dentro de una tradición ajena a la oficial de la Iglesia, reflejada por primera vez en un cuadro pintado por Guercino a principios del siglo XVII. En él retrata a dos pastores en el momento en que descubren una calavera sobre una pilastra de piedra que contiene una enigmática inscripción: «Et in Arcadia ego». Es decir: «Y en la Arcadia yo», la muerte.

Et in Arcadia ego —repite Roberto—. Y en el paraíso, yo, la muerte. ¡Qué siniestro!

—La muerte —bromea Brisa— tiene demasiada mala prensa desde hace siglos. Tomemos por ejemplo la imaginería cristiana de las iglesias medievales, tan obsesionadas con el martirio de la crucifixión y las penas del Infierno que silencian la resurrección de Jesús. Un olvido calculado, porque las imágenes pintadas y esculpidas en las iglesias eran los grandes creadores de arquetipos inconscientes en una época en la que el pueblo analfabeto no podía ver televisión. Podríamos decir que la publicidad subliminal de aquellos tiempos ya estaba interesada en asociar la muerte con el miedo. La propaganda no ha cambiado a través de los siglos. Tan solo ha perfeccionado sus técnicas. En realidad, no hay que temer a la muerte.

A Roberto le sorprende escuchar aquella última frase de boca de Brisa, teniendo en cuenta que su padre falleció ahorcado con una cruz atravesada en su garganta, y su novio, ahogado en la piscina de su casa.

—La enfermedad y la muerte siempre han infundido miedo a la humanidad —replica, con ironía—, y no creo que hubiera cambiado demasiado la cosa si los muros de las iglesias se hubieran copado con escenas de resurrección y ángeles mofletudos tañendo el arpa.

—Te sorprendería el poder que las imágenes tienen sobre nuestro inconsciente. Nada es como parece, sino como lo vemos. La muerte, desde el otro lado del espejo, puede reflejar un nuevo principio. Algunos de mis pacientes se sometieron voluntariamente a sesiones de regresión y visualizaron su nacimiento: la mayoría creyó estar muriendo durante el parto.

—Eso podría tener su lógica. Al fin y al cabo, los bebés pasan de un medio acuoso y protegido a otro diferente en el que deben aprender a respirar por sí mismos a través de los pulmones.

—¡Ajá! ¿Y si nuestra perspectiva es similar a la de un bebé? ¿Y si la muerte física es en verdad un nacimiento a otro plano existencial? Según mi interpretación, las calaveras de la vidriera y el cuadro simbolizan una ecuación constante en la evolución del universo: muerte, mutación y resurrección. Et in Arcadia, ego. Incluso en el Paraíso existiría la muerte, sí, pero como puerta de resurrección a otra vida. No existen motivos para temer a la muerte.

—Quizás tengas razón, pero lo único seguro es que ningún difunto ha regresado todavía al mundo de los vivos. Si de verdad quieres vengarte de Mario, habrá que averiguar primero si forma parte de una organización criminal, antes de actuar —aconseja, reconduciendo la conversación hacia el asunto que le preocupa más…

—¿Y no le das el beneficio de la duda? —pregunta Brisa, con un tono que a Roberto se le antoja burlón—. Mario podría ser inocente como un lirio.

Roberto frunce el ceño y niega con la cabeza.

—Ese cabrón debió de perder su inocencia el mismo día que aprendió a respirar. No me extrañaría que hubiera actuado en solitario, simplemente para protegerse a sí mismo. Si era el gestor de las cuentas secretas de tu padre, y a través de ellas se han financiado actividades criminales, y hasta terroristas, tenía buenos motivos para temer acabar en la cárcel si decidías acudir a los tribunales. Los capos mafiosos deben de estar bien protegidos tras una maraña de bancos y sociedades pantalla, pero no sucedería lo mismo con Mario, que sería el primer eslabón de la cadena. Amenazándote, se aseguraba tu silencio y su libertad.

—En tal caso, su puesta en escena ha sido muy convincente, pero un hombre solo es muy vulnerable. Si ha sido así, no tendrá ninguna oportunidad.

Roberto resopla. Las apuestas están muy altas. Brisa habla con calma y frialdad. Cualesquiera que sean sus planes, no son fruto de un calentón.

—No se puede actuar precipitadamente a partir de meras conjeturas. Por muchos trapos sucios que oculte Mario, la organización criminal que empleaba a tu padre como testaferro puede estar detrás de él. Hay que ser prudente y pensar que Mario es solo parte de un engranaje mayor.

—Ya lo he pensado. Quizá se limitó a dar el chivatazo y fue otro el que entró en mi habitación. O tal vez no. Pronto lo averiguaré. En cualquier caso, lo más urgente es organizar una maniobra de distracción: simular que me retiro del juego para dejar de estar en el punto de mira.

—¿A qué te refieres exactamente?

—Ayer hablé con Mario y le comenté mi intención de cancelar mis cuentas en la isla de Man y transferir todo mi dinero a una cuenta secreta en Andorra. Le pareció una idea excelente y se ofreció a hablar con el director de la oficina del Royal Shadow Bank del principado para que no me cobre ninguna comisión durante el primer año.

—Andorra está a un tiro de piedra de Barcelona y podrás sacar el dinero fácilmente cuando lo necesites. Pero ya no podrás ir nunca más a la isla de Man a examinar las cuentas de tu padre.

—Esa es la idea. Que piensen que he claudicado y se confíen. Mientras tanto, actuaré en la sombra.

El tiempo ha cambiado. El viento sopla con fuerza y las nubes han ganado la partida al sol. La cueva, en penumbras, ya no parece tan acogedora. Hace frío y caen las primeras gotas, como preludio de la tormenta que se avecina. Los pensamientos de Roberto son sombríos. Su amiga estaba obcecada con la venganza. Tal vez a Brisa no le importe correr el riesgo de que la maten, la torturen o la violen, pero él no está dispuesto a permitirlo.

—Lo primero —prosigue Brisa— es averiguar todo lo posible sobre la vida de Brigitte Blanchefort; con toda probabilidad, la madre de Mario. De alguna manera, en su pasado se esconde un misterio que puede resultar clave para entender la causa de la muerte de mi padre y todo lo que me está sucediendo.

Roberto guarda silencio y trata de ordenar sus pensamientos para hallar una salida que minimice los riesgos a los que se enfrenta Brisa.

—Parece imposible que hechos tan distantes puedan estar relacionados. Sin embargo, la cruz que apareció clavada en el cuello de tu padre perteneció a la familia de Brigitte Blanchefort. A su vez, esta viajó a Barcelona de jovencita para actuar en teatros de variedades y desapareció después sin dejar rastro. Por otro lado, casi no sabemos nada sobre la infancia de Mario Blanchefort, excepto los rumores de que su madre fue bailarina en El Molino. Necesitamos más información. Tengo un amigo detective que podría ayudarnos a esclarecer este asunto. Estoy dispuesto a ayudarte en esta búsqueda, siempre que me jures no actuar contra Mario sin avisarme antes.

—Te lo prometo —asegura Brisa estrechándole la mano—, si aceptas hacerme un pequeño favor.

—¿Cuál?

—Acompañarme a Andorra. Está a tan solo una hora de aquí. Abriría hoy mismo una cuenta bancaria en el principado, ordenaría la transferencia de los fondos depositados en la isla de Man y dejaría zanjado este tema. Después, podríamos relajarnos. Conozco un hotel con aguas termales al aire libre, donde es posible bañarse desnudo contemplando la nieve de las montañas. ¿Qué te parece el plan?