Capítulo 52

El viaje, de casi tres horas en coche, transcurre en un abrir y cerrar de ojos. Brisa, concentrada en conducir, se niega a hablar de lo sucedido en Londres. Ante la insistencia de Roberto, le asegura que no ha habido ni un asomo de flirteo con Mario y que ya le explicará todo lo sucedido más adelante. Aliviado en parte de los celos, Roberto asume que lo mejor es esperar a que Brisa cambie de humor. Agotado por una noche en blanco y otra registrando gestorías, entorna un momento los ojos. Al abrirlos ya han llegado a su destino: Ornolac-Ussat-Les Bains, un diminuto pueblo francés que esconde un gran secreto.

Situado al otro lado de la carretera que conduce a las grutas de Lombrives, las más grandes de Europa, el pueblecito de Ornolac protege una cueva mágica: la de Bethlehem. Muchísimo más pequeña que la de Lombrives, los cátaros la eligieron para realizar sus ceremonias de iniciación más importantes. Actualmente es muy poco conocida, no aparece en las guías turísticas, y ni siquiera existe señal alguna que indique cómo llegar hasta ella. Pocos lugareños están dispuestos a hablar del camino de tierra, recortado entre montañas, que conduce a la gruta de Bethlehem. Una verja alta de hierro rematada con picos puntiagudos cierra el paso al visitante.

Es una verja disuasoria, pero no lo suficiente para detener a personas ágiles y decididas. Una vez superado el obstáculo, basta atravesar un pequeño llano para divisar la entrada de la cueva. Las grandes rocas, macizas y graníticas, configuran un paisaje de otro tiempo. El altar es un menhir apoyado sobre dos piedras que se elevan desde el suelo. Un pentágono irregular tallado a mano sobre la roca ahuecada de una pared lateral da testimonio de los rituales que se practicaron allí siglos atrás. La luz que entra desde lo alto de un muro derruido envuelve el santuario en un sugerente juego de claros y sombras.

—Ha valido la pena el madrugón, para disfrutar de la magia de un lugar tan singular —dice Brisa—. Incluso te perdono que te quedaras dormido durante el trayecto.

—Sabía que te gustaría.

La atmósfera de aquella cueva secreta parece haber contagiado a Brisa, que, lejos de mostrarse inquieta por el insólito escenario, exhibe una actitud relajada como si se hubiera liberado de la tensión que le ha acompañado desde el inicio del viaje.

—Después del asesinato de mi madre, sentí una atracción irresistible hacia el vacío de la muerte. Mis tendencias góticas de la adolescencia tienen mucho que ver con esa fascinación hacia el abismo oscuro. Los cátaros sabían mucho de la muerte. Tanto que no tuvieron miedo de perder la vida para alcanzar otra mejor. Cercados por los cruzados, prefirieron ser inmolados por el fuego antes que renunciar a su fe. Pese a que se les ofreció perdón si se convertían al cristianismo oficial, tras celebrar la llegada del solsticio de verano abandonaron su último refugio (la fortaleza encaramada sobre lo alto de Montsegur), descendieron a las faldas de la mítica montaña que les había protegido y, voluntariamente, entraron en la pira sin que ni uno solo abjurara de sus creencias. Una simple mentira los hubiera salvado, pero ellos creían en la verdad, en la reencarnación y en la no violencia. Con semejantes principios, estaban condenados a desaparecer de la faz de la Tierra: buscaban la muerte y la encontraron. Por eso, desde que la leí, me sentí subyugada por su trágica historia.

Roberto la observa. Parece absorta, como si estuviera hablando para sí; ni siquiera le mira. Su atención vaga por algún punto muy distante, como si de alguna manera su mente esté buscando el final de un ovillo compuesto por el hilo de antiguos recuerdos.

—Es curioso que a ambos nos cautivara su historia por motivos diferentes. A mí no me atrajeron por su psicología, sino por sus misterios. Mi gran afición siempre ha sido resolver enigmas, y los cátaros representaban todo un desafío. Me documenté a fondo y, al poco de comprarme mi primer coche, decidí recorrer el Languedoc francés visitando no solo los pueblos y montañas donde vivieron y amaron, sino también las grutas donde se escondieron y practicaron sus iniciaciones secretas. No fui el primero. Se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que los cátaros ocultaran en el interior de alguna cueva sus objetos más venerados, entre los que se hallaba el Santo Grial.

»El arqueólogo alemán Otto Rahn estaba convencido de que podría encontrarlo en el sur de Francia. Se basaba en el estudio de Parsifal, un poema compuesto por un trovador del siglo XIII que identificó el Grial con una singular esmeralda que, según la leyenda, se desprendió de la frente de Lucifer durante su caída a la Tierra. Al igual que Heinrich Schliemann logró encontrar las ruinas de Troya tomando como referencia los versos de la Ilíada, Otto Rahn quiso emular a su compatriota y exploró durante años el Ariège francés buscando pruebas que confirmaran las hipótesis del poema. Finalmente, expuso sus hallazgos en Cruzada contra el Grial, un libro que leyó con inusitada atención uno de los hombres más nefastos de la historia de la humanidad.

»Poco podía imaginar Rahn que una mañana recibiría un misterioso telegrama en el que le ofrecían una considerable suma de dinero si decidía proseguir sus investigaciones para escribir una secuela del libro. El telegrama, sin firmar, le conminaba a dirigirse al número siete de Prinz Albrechtstrasse, en Berlín, para concretar los detalles. El autor se presentó en la dirección indicada, y allí se encontró con su Mefistófeles particular. Heirich Himmler, el máximo dirigente de las SS, le esperaba sonriente. —Roberto constata, satisfecho, que ha logrado captar la atención de Brisa, cuyos ojos rasgados le miran intensamente—. Hitler y su lugarteniente Himmler compartían extrañas creencias ocultistas, y querían hacerse a toda costa con objetos míticos de gran poder como el Arca de la Alianza o el Santo Grial. De hecho, Himmler ya tenía preparado, en el imponente castillo de Wewelsburg, un pedestal vacío destinado al Grial. Tan solo quedaba encontrarlo, y Otto Rahn era el hombre elegido para la misión.

—Así que el precursor de Indiana Jones fue un arqueólogo alemán —bromea Brisa.

—Con algunas diferencias. En lugar de ser un atractivo y heroico Harrison Ford, Otto Rahn era un enclenque jovencito de tendencias homosexuales al que ofrecieron los recursos necesarios para alcanzar su sueño a cambio de vestir el uniforme de las temidas SS. Rahn, al igual que Fausto, vendió su alma al diablo y descubrió demasiado tarde el precio que debía pagar por ello. Su sueño de encontrar el Grial se trocó en pesadilla y acabó suicidándose para dejar de ser utilizado por las fuerzas oscuras del Tercer Reich.

—Dio su vida por una leyenda, pero no por una cualquiera —afirma Brisa, que vuelve su vista hacia la hendidura por la que entraba la luz de la mañana—. Buscar una esmeralda es buscar algo más, especialmente si se trata de la gema que se desprendió de Lucifer, también llamado Luzbel, por ser el ángel más bello y luminoso. La luz más brillante puede ocultar las sombras del demonio. No sé si mi padre era consciente de ello cuando escribió aquello de «gozo encierra sufrimiento», ni tampoco si es una casualidad que la cruz de mi madre esté jalonada de esmeraldas, pero, por mi experiencia en psicología clínica, puedo decir que las gemas son una metáfora de una realidad superior.

A Roberto no dejan de sorprenderle las diferentes facetas de Brisa. Con sus pantalones anchos de algodón, su ceñido jersey beis y las gafas negras, podría ser la profesora de historia o psicología con la que fantasean los chicos del instituto. Podría ser tantas cosas que Roberto se pregunta, una vez más, si no sufrirá algún síndrome de personalidad múltiple.

—¿Qué tienen que ver las gemas con la psicología clínica? —inquiere.

—Desde los albores de la humanidad, los profetas y los místicos han experimentado visiones repletas de los colores más puros, de rubíes que refulgían como lenguas de fuego y de diamantes semejantes a estrellas. Los paraísos de todas las religiones se hallan siempre repletos de gemas. Pues bien, en 1960 se comenzó a experimentar con terapias psicodélicas en pacientes a los que se les suministraba LSD para explorar su conciencia. Existen centenares de casos documentados en los que manifestaron tener visiones de resplandecientes gemas bañadas de luz en escenarios muy semejantes al Edén descrito por Ezequiel o al Jardín de las Hespérides de la tradición grecorromana. ¿No te parece asombrosa esa coincidencia entre profetas, místicos y pacientes bajo los efectos de alucinógenos?

—Es algo notable —concede Roberto. Está claro que Brisa no quiere hablar todavía de lo que le ha sucedido en Londres y prefiere refugiarse en conversaciones sobre temas complejos y abstractos—. Me gustaría saber qué explicación tienes para algo tan inusual.

—Platón sostenía que el mundo terrenal tan solo reflejaba las sombras de otro mundo ideal, superior y más auténtico, en el que los objetos brillan como si fueran piedras preciosas. Tal vez entonces los visionarios de toda condición sean capaces de conectar temporalmente con ese mundo superior, y tal vez por ello sean tan valiosas las piedras preciosas y las gemas: porque su brillo nos recuerda, siquiera inconscientemente, la luminosidad de ese otro mundo. De ahí la enorme atracción que podría ejercer la esmeralda desprendida de la frente de Luzbel, el más resplandeciente de los ángeles caídos.

A Roberto no le gusta esa nueva referencia a Lucifer. Aunque Brisa no se lo ha contado, sabe que la expulsaron de la universidad por experimentar con drogas alucinógenas en pacientes y que su exnovio apareció muerto y drogado en la piscina de su casa. Considerando que su padre murió ahorcado con una cruz de esmeraldas clavada en la garganta y que, además, le fascina la oscura estética gótica, sabe que, tal vez, lo más prudente es salir de aquella cueva y despedirse de Brisa para siempre…, pero no puede. Se siente atraído por ella como un imán; por eso mismo, necesita esclarecer la verdad sobre su pasado.

—¿No es peligroso experimentar con alucinógenos, sobre todo si se trata de personas con problemas mentales? —pregunta Roberto.

—¿Es un cuchillo peligroso? —le replica ella—. En manos de un sádico asesino puede ser un artefacto diabólicamente cruel. En manos de un avezado cirujano, puede salvar vidas. Nada es veneno. Todo es veneno. La diferencia depende de la dosis.

Roberto conoce la cita de Paracelso, el célebre alquimista y médico suizo, pero no quiere seguir perdiendo el tiempo hablando de asuntos académicos. Prefiere ir directo al grano.

—Dime una cosa: ¿has experimentado tú misma o con tus pacientes con drogas psicodélicas?

El rostro de Brisa se crispa. Sus ojos se vuelven hacia el pentágono cincelado en la pared y, finalmente, miran a los de Roberto con dureza.

—He experimentado con más cosas de las que podrías imaginar. Sin ir más lejos, en mi reciente visita a Londres, me drogaron, me vejaron y me amenazaron. De eso quería hablarte hoy.

Brisa no escatima detalles sobre lo sucedido en el hotel londinense. Su voz, suave y calmada, contrasta con la indignación creciente que se apodera de Roberto.

—¡Mataré a ese hijo de puta de Mario con mis propias manos!

—En realidad no sabemos qué papel jugó Mario en la encerrona —apunta Brisa—. Ni siquiera podemos estar seguros de que esté implicado personalmente.

—Por lo que a mí respecta ya sé bastante. Y cuando acabe con él, sabré unas cuantas cosas más.

—Ni se te ocurra estropear mis planes. Mario debe de tener información valiosísima. Yo me encargaré de extraérsela con mucha más eficacia que cualquier matón justiciero. Te aseguro que conozco métodos muy persuasivos.

—No sé qué tramas exactamente —responde Roberto, retorciéndose las manos—, pero creo que es demasiado peligroso para que lo afrontes tú sola. Detrás de Mario puede haber una poderosa organización criminal.

—No te preocupes por mí. Estoy acostumbrada a jugar al límite, y mis armas de mujer son más afiladas de lo que parece.