Brisa sintió un inmenso alivio cuando se despidió de Mario y cogió un taxi en el aeropuerto de Barcelona. El taxista resultó ser uno de esos tipos charlatanes con ganas de ligar y hasta de invitarla a unas tapas en un recóndito local presuntamente regentado por su madre.
Brisa no estaba de humor para bromas. Tras dejarle claro que no estaba interesada en su conversación, ni mucho menos en las tapas de su madre, marcó el número de teléfono de Roberto.
—Hola, Brisa. ¿Cómo estás? —preguntó él con un tono de voz muy agitado, que denotaba preocupación—. ¿Ya has llegado a Barcelona? —inquirió a continuación sin darle tiempo a responder a la primera pregunta.
—Acabo de llegar…
—He intentado llamarte varias veces, pero ha sido imposible localizarte —la cortó Roberto antes de que pudiera añadir ninguna otra frase.
—En Londres he tenido el teléfono desconectado —informó Brisa.
Al otro lado de la línea, se formó un espeso muro de silencio que Brisa se encargó de traspasar.
—Escucha, Roberto, tengo un par de asuntos que resolver esta tarde, y después me gustaría verte. Tengo que explicarte algunas cosas.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó él, un tanto alarmado.
—Prefiero contártelo en persona. No quiero hablar de ello por el móvil. ¿A qué hora quedamos?
—No lo sé. Estoy en mitad de un registro judicial a una gestoría, y después tendré que ir a otros despachos a requisar documentación. Me temo que esto se prolongará hasta altas horas. En cuanto acabe, te aviso.
—No te preocupes. He tenido una noche muy agitada y necesito descansar. ¿Qué te parece quedar pronto mañana e irnos de excursión lejos de la ciudad? Me apetece cambiar de aires, analizar lo sucedido con perspectiva y tomar algunas decisiones importantes.
—A mí también me iría bien. Además, creo que conozco el lugar idóneo. Lo mejor sería salir sobre las siete para evitar el tráfico.
—¿Adónde me piensas llevar?
—Sorpresa. Tú fíate de mí.
—De acuerdo. Seré una niña buena, me acostaré pronto y a las siete te pasaré a buscar.