Capítulo 48

Si hay algún lugar público en Barcelona donde las probabilidades estadísticas de encontrarse con amigos o conocidos tienden a cero, debe de ser un museo de pago. Tal vez por ello Dragan había elegido para la cita de aquella mañana el Museo Marítimo. Ubicado en las antiguas Drassanes Reials, donde se construyeron buena parte de las galeras que derrotaron a los turcos en la batalla de Lepanto, en la actualidad es uno de los edificios góticos mejor conservados del mundo, y acoge en su interior una magnífica colección de grandes navíos.

Roberto salió de su casa apresuradamente, y con paso firme tardó menos de diez minutos en llegar a su destino. Conocía muy bien la fachada del museo. Solía pasar a menudo por delante cuando acudía caminando a su trabajo, pero nunca lo había visitado. Tras comprar la entrada, atravesó las primeras naves, cuyos altos techos sostenían formidables arcos de piedra. Siguiendo las indicaciones, alcanzó la sala Roger de Llúria. Allí le esperaba Dragan, vestido con vaqueros, zapatillas y un chaleco deportivo. Su mirada penetrante y su expresión facial le recordó a la de un veterano boxeador estudiando a su rival antes de soltar el gancho definitivo.

La estancia está dominada por una réplica a tamaño natural de la galera real de don Juan de Austria. Pintada en colores oro y granate, su tamaño es tan colosal que cuesta imaginar que pudiera ser movida por remeros; de hecho, durante las batallas, otras dos galeras tenía que ayudarla para poder maniobrar.

—Este fue el mejor navío de su tiempo —señaló Dragan, dando así por iniciada la conversación—. Si uno quiere llegar a buen puerto —prosiguió—, es conveniente viajar siempre en el barco más poderoso.

Roberto miró a su alrededor, examinando la sala antes de replicar. Hubiera permanecido vacía de no ser por un nutrido grupo de niños que, en una esquina, escuchaban las explicaciones de su profesor. No parecía que nadie los estuviera espiando. En tal caso, no tenía sentido perderse en circunloquios.

—Hay quien elige navíos y travesías equivocadas —objetó Roberto—. Dos de los hermanos Boutha han sido detenidos, pese a que te avisé de lo que les esperaba si desembarcaban en Barcelona. Las pruebas que se acumulan contra ellos son irrefutables. Pasarán la mayor parte de su vida en prisión por delitos de tráfico de drogas, extranjería, explotación de personas, fraude a la Seguridad Social y, por la parte que me toca, delito fiscal. Las cifras que adeudan son enormes, y no hay manera razonable de que pueda falsear mi informe sin que sea yo quien incurra en delito. Tal como están las cosas, mi margen de maniobra es muy estrecho.

—Haz tu trabajo lo mejor que puedas —se limitó a decir Dragan.

Había llegado ya al punto crítico. A partir de ahí, podía llegar al fondo del asunto.

—¿Significa eso que pretendéis seguir pagándome? —preguntó Roberto.

—Por supuesto —afirmó Dragan sonriendo—. Un trato es un trato, pero recuerda que parte del acuerdo es que nos informes puntualmente del desarrollo de tu informe. Queremos conocer, antes que la jueza, todo lo que va a ocurrir.

—De hecho, ya lo sabéis todo. Las conclusiones de mi informe final serán exactamente las mismas que os entregué en mis notas previas. Por supuesto, será mucho más voluminoso, pero solo añadirá precisiones técnicas, legales y jurisprudencia. Lo esencial es que todas las sociedades analizadas forman parte de una misma unidad económica que incurre cada año en delitos fiscales de elevadísimas cuantías. Sinceramente, estaré encantado de recibir de vosotros ese extraño complemento de productividad por cumplir con mi obligación, pero no acabo de entender que me paguéis tanto por tan poco. Por mucho menos, sobornando a cualquier administrativo del juzgado, tendrías fotocopias de todos los papeles que se tramitaran en la causa, antes incluso de que se los leyera su señoría.

Dragan esbozó una ligera sonrisa. Sus ojos se tiñeron de un brillo irónico.

—Eres un chico listo. Estoy seguro de que, si te esfuerzas, serás capaz de entenderlo perfectamente.

Roberto simuló reflexionar durante un largo rato, aunque sabía muy bien lo que debía decir.

—Nunca me habéis exigido que falsee mi informe. Por el contrario, me insististeis para que realizara mi trabajo tan bien como supiera, con la única salvedad de que también actuara como vuestro confidente. Hasta ahora pensaba que mi labor como infiltrado serviría para que los principales responsables evitaran ser detenidos. Sin embargo, no ha sido así y mi juicio inicial puede haber estado errado. Quizá vuestro principal interés resida en que los hermanos Boutha y todos los integrantes de su organización criminal acaben en prisión. Un interés lo suficientemente grande como para querer aseguraros de ello disponiendo de información privilegiada.

—Vas por buen camino. Sigue pensando, ¿qué más podemos querer?

—Dímelo tú. Yo no puedo adivinarlo todo.

Roberto se abstuvo de revelar que, tras analizar exhaustivamente el historial de trabajadores de los últimos quince años de todas las empresas relacionadas con la trama, ya había encontrado la clave del asunto. En el pasado, organizaciones marroquíes y pakistaníes habían cooperado mutuamente en la regularización masiva de inmigrantes, compartiendo incluso sociedades comunes. Más tarde, se habían separado y ahora los pakistaníes querían expulsar del negocio a los marroquíes y quedarse con todo. Al menos, esa era su hipótesis.

—¿Me preguntas que qué más podemos querer? La respuesta es simple: también te queremos a ti. Por eso estoy autorizado a realizarte una oferta muy interesante desde el punto de vista económico.

—¿Es esto una oferta de trabajo? —preguntó Roberto con incredulidad.

—Podríamos llamarlo así. Tu misión sería muy sencilla. Nosotros te pasaríamos información sobre ciertas personas y sociedades que han incurrido en graves delitos. Por tu parte, te ocuparías de investigarlas y de que acabaran en prisión. Tu saber hacer y tus excelentes conexiones con la Fiscalía garantizarían el buen fin de cada una de las operaciones en las que cooperáramos.

Roberto se tomó un tiempo antes de responder, como si estuviera sopesando los pros y contras del asunto.

—Se empieza pidiendo que uno investigue a sus enemigos y se acaba exigiendo hacer la vista gorda en los expedientes de los amigos. Si aceptara, estoy seguro de que con el tiempo me vería forzado a romper los límites. Ya sabes: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, porque siempre llegará el momento en que ambos entren en conflicto. Los puntos que separan dos líneas que se tocan son demasiado difusos en la práctica.

Dragan, en lugar de responder, desvió la mirada hacia la popa de la gran galera que tenían frente a sí, como si estuviera examinando las numerosas esculturas y bajorrelieves que la adornaban.

—Mover todo este peso con la fuerza de los brazos resultaba una tarea agotadora. Cada remo medía doce metros y pesaba más de ciento treinta kilos. Los remeros galeotes recibían el nombre genérico de «chusma». Remaban semidesnudos, cubiertos por cuatro harapos, sometidos a las inclemencias de la intemperie y al látigo de los capataces. El sudor que desprendían atraía inevitablemente a los piojos y los chinches, que, metiéndose en el cuerpo y los andrajos de aquellos desgraciados, ocupaban por la noche el puesto de los verdugos que les molían a palos durante el día. A menudo los galeotes dormían, comían y hacían sus necesidades en el mismo banco del que eran prisioneros. El hedor que desprendían era tan grande que con viento favorable se podía detectar su galera con el olfato desde varios kilómetros de distancia.

Roberto supuso que Dragan habría escuchado de algún guía del museo la lección de historia naval con la que ahora le obsequiaba. Lo que no tenía tan claro era cómo pensaba relacionar su propuesta con la azarosa vida de los galeotes. Considerando las penalidades a las que estaban sometidos, se imaginó lo peor.

—Chusma —dijo Dragan muy lentamente—. Siempre ha habido diferencias de clase. En Egipto, los esclavos levantaron las pirámides. Hoy, en la tierra de los faraones muchísima gente vive peor que los antiguos esclavos. El dictador Mubarak y sus hijos se reparten la riqueza con su corte de amigos y dejan en la indigencia a la mayoría de la población. Lo mismo sucede en el resto de los países africanos. Rusia y sus enormes riquezas también han sido saqueadas por los nuevos zares del imperio. ¿Qué ha traído el capitalismo a estos países? Una excusa para repartirse entre cuatro los recursos naturales en nombre de la sacrosanta propiedad privada. El resto, los que se han quedado fuera del reparto, son la nueva chusma.

—Afortunadamente, vivimos en España —adujo Roberto, sin convicción.

—¡Ja! —soltó Dragan, sarcástico—. El nuevo capitalismo sin fronteras, tan vistoso como un anuncio de Coca-Cola, es tan mezquino como avaro. Como los antiguos usureros, presta el dinero para luego desangrar a sus víctimas. No te engañes. España es un país corrupto que debe cientos de miles de millones. Millones que alguien tendrá que devolver con intereses. Los que han robado y malversado a gran escala continuarán viviendo como reyes. Vosotros, el pueblo, seréis los paganos. Recortes en sanidad, pensiones y servicios esenciales; bajadas de sueldo, incremento de impuestos y pérdida de derechos sociales. Todo se exigirá en nombre de la libertad de mercado. La tendencia es imparable desde la caída del muro de Berlín. La fiesta se acabó y es hora de pagar la factura. Nosotros hacemos negocios a lo grande en muchísimos países y vemos mejor que nadie la realidad de los políticos corruptos, de las prácticas bancarias y del orden que rige el mundo. Si no quieres formar parte de la nueva chusma, únete a nuestro equipo y vive como te mereces.

A Roberto no le pasó desapercibido que el ácido discurso de Dragan coincidía con su tesis doctoral sobre los perniciosos efectos económicos provocados por la caída del muro de Berlín, el hundimiento del comunismo y la fe ciega en los profetas del capitalismo salvaje. Sin embargo, no estaba allí para divagar sobre teorías académicas, sino para tomar decisiones muy concretas sobre su vida y la de su hija.

—¿De verdad crees que podría desear fichar por quienes amenazan de muerte a mis seres queridos, por mucho que me pagaran?

—Te comprendo perfectamente y te debo una disculpa —respondió, con un tono suave—. Estudiamos tu perfil a fondo y concluimos que no había otro modo de asegurarnos tu colaboración al principio. Sin embargo, nuestros intereses son tan coincidentes que yo siempre estuve convencido de que con el tiempo te avendrías a colaborar de forma voluntaria. Quitémonos ambos nuestras máscaras y veamos si nos gusta lo que vemos. Lo pasado, pasado está. Desde este mismo momento da por desaparecidas las amenazas. Solo te exijo que en el futuro siempre mantengas silencio sobre nuestros encuentros. Por lo demás, te pagaremos lo acordado. Si rechazas nuestra oferta, nunca volverás a saber de nosotros.

Roberto contempló las numerosas estatuas religiosas y los bajorrelieves de oro que cubrían la popa del barco en el que don Juan de Austria triunfó sobre los turcos, el antiguo imperio del mal que amenazaba a los cristianos. Después miró fijamente a los ojos de Dragan.

—¿Quedará mi hija fuera de esto tanto si acepto tu oferta como si no? —preguntó, mirando con fiereza a su interlocutor.

—Lo juro por lo más sagrado —prometió Dragan—. Si aceptas, te pagaríamos tres mil euros al mes. Es mucho dinero por investigar empresas que te aportarán el reconocimiento de tus jefes y te ayudarán a ascender en el escalafón jerárquico de la Agencia Tributaria.

—A no ser que por casualidad acabara cayendo en mis manos algún expediente que perteneciera a vuestra organización —observó Roberto.

El rostro de Dragan no disimuló su satisfacción.

—Ahora sí estamos hablando como hombres de negocios. En mi cultura, no regatear se considera un insulto. Podríamos llegar a los cinco mil euros mensuales y alcanzar acuerdos puntuales sobre los asuntos más delicados. No pretendo que me des una respuesta en caliente. Prefiero que te tomes unos días para reflexionar, pero te aconsejo que aceptes. Mi padre me enseñó que los buenos negocios siempre benefician a todas las partes. Yo siempre he seguido sus consejos y nunca me he arrepentido.

—En mi caso, tendré que decidir por mí mismo. Mi padre nunca se interesó por los negocios.