El incesante ruido del teléfono la despertó. Atontada, estiró el brazo en busca de la luz. Su mano se paseó, vacilante, por la pared, derramó un vaso de agua situado sobre la mesita de noche, continuó tanteando a ciegas, tropezó con el interruptor y logró, al fin, encender la lámpara. Ignorando las llamadas, se palpó el cuerpo, se levantó con esfuerzo y observó las sábanas. No había rastros de sangre. Aparentemente, no había sufrido heridas.
Aturdida, se sentó sobre el colchón, respiró hondo y respondió al teléfono.
—Buenos días —saludó Mario—. Me temo que te has quedado dormida.
—¿Qué hora es? —preguntó Brisa, todavía confusa.
—Las diez y cuarto. No quería despertarte, pero tenemos que ir al banco.
—No iremos a ningún banco —cortó Brisa, secamente.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Mario, extrañado.
—Ya te contaré. Dame un rato para arreglarme —acertó a decir antes de colgar.
Sus recuerdos eran terribles, incompletos e intermitentes. La ducha, más que un placer, era una necesidad. Su cuerpo se lo pedía a gritos y nada le podía ayudar más. Lentamente visualizó lo sucedido, como si fueran fotografías desordenadas, hasta que fue capaz de encajarlas en un orden temporal coherente.
Permaneció un buen rato bajo el agua, alternando chorros calientes y fríos. Debía reaccionar y aclarar su mente. Al acabar, se puso la ropa interior, se sentó en un sofá, se bebió una botella de agua y reflexionó sobre su situación.
Pese a sus temores, no había sido violada, tras quedarse dormida con la inyección. No le hacía falta una exploración mayor de su cuerpo para saberlo. Un sobre blanco, idéntico a los que había recibido en su piso de Barcelona, llamó su atención. Dentro encontró un breve mensaje con la tipografía habitual:
Olvida las cuentas secretas de tu padre. Si obedeces, tus problemas con la justicia española pronto estarán resueltos. De lo contrario, morirás.
Existían violaciones diferentes a la física, que también dejan heridas lacerantes, pero Brisa no podía permitirse el lujo de lamentarse. Sobreponerse y actuar con inteligencia era tan vital como urgente.
Recogió sus cosas, introdujo toda su ropa en una bolsa grande de deporte que también había comprado en Camden Town, se enfundó sus vaqueros, una camisa blanca y bajó al vestíbulo del hotel. Allí la esperaba Mario. Desconfiaba tanto de él que le sobrevino un impulso, casi irrefrenable, de lanzar una patada sorpresa de muay thai a sus partes más íntimas. Se contuvo. Atacarle físicamente no era la mejor estrategia. Si quería salir bien de aquella trampa, debía seguir fingiendo. Ya habría tiempo para vengarse.
Brisa se abrazó a Mario como lo haría una niña despavorida y prorrumpió en un llanto que parecía incontenible. La frustración y la tensión acumulada facilitaron mucho su actuación.
—Me ha ocurrido algo terrible —repitió una y otra vez mientras aparentaba tratar de contener las lágrimas que fluían por su rostro.
Mario intentó consolarla con gestos cargados de ternura. Los rasgos de su rostro expresaban sorpresa y preocupación. Brisa no tenía ningún motivo para creer en la sinceridad de sus sentimientos. Aquel hombre podía ser un actor tan bueno o mejor que ella. Durante la cena se había mostrado encantador, pero no le había contado nada significativo sobre la relación con su padre y, además, había logrado esquivar con elegancia las preguntas sobre su infancia, conjugando hábilmente las dosis adecuadas de ingenio y humor. Ella había preferido no presionarle más y, al acabar los postres, se había sentido profundamente cansada. Una explicación plausible era que alguien hubiera disuelto algún somnífero en su bebida, y el principal sospechoso era quien la estaba abrazando.
Brisa revivió la sensación de claustrofobia que había sufrido, atada y amordazada, en la cama de su habitación. A dos pasos del hotel se hallaba el principal pulmón de Londres, y ella necesitaba respirar a cielo descubierto.
—Quiero salir de aquí. Vamos a pasear un rato por Hyde Park —propuso.
Ningún parque español podía compararse con aquel, pensó Brisa mientras lo recorría en compañía de Mario. Ni siquiera los campus universitarios norteamericanos, asentados sobre grandes explanadas de césped, rivalizaban con la inmensidad de Hyde Park. Los extensos paisajes verdes se sucedían sin cesar, provocándole la falsa ilusión de que se hallaba muy lejos de la ciudad.
Observó a unos niños jugando al béisbol, con una pelota de tenis y una robusta rama de árbol a modo de bate improvisado, absolutamente indiferentes a la lluvia que caía sobre ellos. También parecían ajenos a ella un par de hombres barbudos, cuyos grandes turbantes les brindaban toda la protección que necesitaban. Supuso que debían de proceder de la India o de Pakistán. En el pasado aquellos dos territorios habían formado un solo país, pero ahora estaban enfrentados por el territorio y la religión. Los salvajes atentados terroristas perpetrados recientemente por comandos pakistaníes en la India habían colocado a las dos potencias nucleares al borde de la guerra. Y, según le había dicho Ariel, una de las cuentas de su padre había sido utilizada para financiar las células terroristas. Un asunto siniestro de incalculables consecuencias. Brisa se concentró en interpretar mejor que nunca el papel que había preparado. Un paso en falso le podía suponer la muerte.
Con voz temblorosa y dubitativa le contó a Mario lo que había pasado en su habitación, mientras ambos paseaban al amparo del enorme paraguas que les había dejado el recepcionista del hotel. A medida que avanzaba en su relato, el rostro de Mario palidecía. Cuando habló con voz ronca, parecía sinceramente consternado.
—Nunca imaginé que algo así pudiera suceder. No sería de extrañar que tuvieras pinchado el teléfono y el ordenador. En tal caso, habrían sabido anticipadamente cuándo ibas a viajar a la isla de Man, para poder montar un dispositivo con el que seguir tus pasos. La otra alternativa es que alguno de los empleados de la oficina en la isla de Man los avisara de que ibas a reclamar los extractos bancarios de los últimos diez años. No podemos descartar esa posibilidad, máxime teniendo en cuenta que los llamé con varios días de antelación para que lo tuvieran todo preparado en cuanto llegaras.
Existía otra opción más sencilla, pensó Brisa para sí: que Mario fuera quien hubiera actuado como confidente de aquellos mafiosos. De repente, una idea le golpeó con una fuerza que sintió en sus entrañas. ¿Y si el hombre que la había vejado, torturado y amenazado en su habitación había sido Mario? El acento árabe de su asaltante podía ser fingido. No era tan difícil imitar ciertos acentos, e incluso se podía haber ayudado de un pañuelo pegado a los labios para evitar que le reconociera. Quizás estaba siendo injusta; tal vez Mario fuera completamente inocente, y su preocupación sincera, pero no se fiaba. Estaba determinada a actuar como si Mario fuera culpable. Era lo más seguro para ella y lo que le dictaba la intuición.
—¿Quieres denunciar el asunto a la policía? —preguntó Mario.
—Ni loca. No soy tan tonta —añadió con tono enojado—. ¿Qué voy a denunciar? ¿Que me han robado los extractos de unas cuentas bancarias que ni yo ni mi padre hemos declarado nunca al fisco? No tengo ninguna herida física ni marcas de violencia en el cuerpo. Tampoco puedo identificar al asaltante. Sería una denuncia condenada al archivo. Y lo que es más importante: no tengo ninguna intención de jugarme la vida desafiando a quienes me han amenazado. Solo echar un vistazo a los importes de las transferencias de las sociedades en que mi padre actuó como testaferro es suficiente para percatarse de que es gente muy poderosa. Tú lo debes saber mejor que nadie, ¿verdad?
Mario entornó un poco los ojos, la miró con semblante circunspecto y redujo ostensiblemente el paso.
—El deber de confidencialidad es tan sagrado para mí como para un sacerdote el secreto de confesión. Sin embargo, lo que te ha ocurrido lo cambia todo. La vida está por encima de cualquier secreto bancario.
Mario se detuvo y la cogió suavemente de la mano.
—¿Me juras que si te revelo lo que sé jamás se lo dirás a nadie? —le preguntó con voz solemne.
—Lo juro —afirmó Brisa, quien, pese a no creer en juramentos, cruzó a escondidas los dedos de la mano izquierda, como cuando era niña.
Mario respiró hondo y guardó unos momentos de silencio antes de hablar.
—En ciertas ocasiones, tu padre me dio a entender que quienes manejaban las sociedades y las cuentas en las que él actuaba como testaferro eran políticos pakistaníes.
Brisa abrió los ojos: la información de Mario coincidía, en lo esencial, con las afirmaciones de Ariel.
—Yo no lo sé a ciencia cierta —prosiguió él—, y la maraña de sociedades tras la que se ocultan puede dificultar mucho su identificación, pero te aseguro una cosa: cuando quieras tirar de la manta, te voy a dar todo mi apoyo para conseguirlo. Y estoy seguro de que la dirección del banco también participará activamente en clarificar un asunto tan tenebroso. Una cosa es la honorable y saludable evasión de impuestos; otra, colaborar con quienes han demostrado ser unos criminales. Si decides emprender acciones legales, estaremos a tu lado.
El ofrecimiento de Mario, aparentemente generoso, no era otra cosa que un ejercicio de estilo vacío de contenido, en el mejor de los casos. Si le había asegurado que no se atrevía a denunciar la agresión sufrida por miedo a su integridad física, ¿qué sentido tenía animarla a interponer demandas para averiguar judicialmente quién se ocultaba tras esas sociedades? Quizá la estuviera poniendo a prueba, pero ella también sabía desenvolverse muy bien en cierto tipo de juegos.
—Valoro demasiado mi vida como para tentar así a la suerte, aunque te agradezco tu apoyo, especialmente porque sé que podrías salir malparado si a través de dichas cuentas se hubiera movido dinero procedente de las drogas o del mundo del crimen.
—Por mí no tendrías que preocuparte. Tu padre no actuó como testaferro de nadie mientras estuve dirigiendo la oficina de la isla de Man, con lo que estoy libre de cualquier responsabilidad. Sin embargo, tienes toda la razón en cuanto a los riesgos que correrías tú. Estoy tan indignado con lo que te ha sucedido que me cuesta mantener la cabeza fría…
Su actitud era muy convincente, pero, aun así, Brisa no se fiaba. En contra de lo que decía, podía haber desempeñado un papel muy activo en las turbias sociedades y en las cuentas controladas por potentados pakistaníes implicados en los recientes atentados de Bombay. En tal caso, Mario tendría razones de sobra para temer por su futuro. Razones suficientes como para estar dispuesto a todo con tal de evitar la cárcel y el final de su carrera profesional.
Brisa no podía enfrentarse a una organización criminal en cuya cúspide estuvieran importantes políticos de uno de los países más peligrosos del mundo. Vengarse de un solo hombre era un asunto completamente distinto. Primero debía averiguar más sobre la misteriosa vida de Brigitte Blanchefort y determinar, con absoluta certeza, si de verdad era la madre del hombre que le sujetaba tan atentamente el paraguas. Después, indagaría en el pasado de Mario, le desnudaría de todos sus secretos y, si era culpable de lo que imaginaba, le haría pagar por ello de un modo retorcido, lento y cruel.