La luz del alba comenzó a filtrarse por la ventana del salón. No había persiana y la vieja cortina resultaba insuficiente para contener el avance de la mañana. Roberto se retiró a su pequeño dormitorio, se reclinó sobre la cama y cerró los ojos. Trató de dormir algo, pero no lo consiguió. Su estado de nervios le impidió conciliar el sueño. Su mente era como un caballo desbocado que, tras haber sido forzado a correr al galope, no quisiera frenar por más que el jinete le clavara las bridas.
Como los discos rayados de su infancia, una y otra vez repiqueteaban en su cabeza los datos analizados y repasados durante las últimas horas. La conclusión era inequívoca. Tantas coincidencias no podían obedecer a la casualidad. Aquello daba un giro inesperado a la trama pericial en la que se hallaba inmerso.
«Debería de haberlo adivinado mucho antes», se repitió mientras daba la enésima vuelta sobre el colchón. Pero no había nada que hacer, ni tenía sentido continuar luchando. No lograría descansar por más que siguiera peleándose con las sábanas. Se levantó, se calzó las zapatillas, se enfundó la bata y se encaminó a su fría cocina dispuesto a prepararse un reconstituyente zumo natural.
Mientras cortaba las naranjas volvió a pensar en Brisa. Que hubiera pasado la noche en Londres, con Mario, le había alterado profundamente. Las noches sin sueños son traicioneras y propensas a los desvaríos. Ni siquiera había sido necesario que su imaginación apelara a un colorido catálogo de indeseadas posibilidades. Había bastado que una explosiva sensación sorda y ciega le carcomiera por dentro. Por momentos la angustia parecía ahogarle, y en otros la rabia le daba ganas de romper hasta el último mueble de su piso. Roberto había logrado controlar sus destructivos impulsos, pero ni la mañana ni el zumo recién exprimido habían disipado su intuición de que algo terrible había sucedido en Londres; algo que escapaba a su control.
El sonido de su móvil le aceleró el corazón. Sin embargo, no vio el nombre de Brisa parpadear en la pantalla. Era la comisaria. Solo un asunto que revistiera la máxima gravedad podía justificar que le llamara a aquellas horas. Dado el vidrioso perfil de la trama pericial en la que se hallaba inmerso, la tensión se disparó en el cuerpo de Roberto al coger el teléfono.
—Hola, Marta —saludó con voz firme, sin dejar traslucir sus nervios. En su situación, ninguna noticia le parecía demasiado improbable.
—Esta madrugada hemos detenido a casi todos los integrantes de la trama Cascabel —anunció Marta, en tono triunfal.
La partida entraba en una nueva fase, pensó Roberto, sin poder evitar preguntarse si él sería el siguiente en la lista de arrestados.
—Ya sé que es un poco pronto para llamar —se disculpó—, pero prefería comunicártelo en persona antes de que te enteraras por Internet.
¿Cómo sabía que cada mañana consultaba los principales periódicos digitales mientras desayunaba? ¿Era aquel un comentario casual o se habían infiltrado en su ordenador para tenerle controlado? En cualquiera caso, debía continuar extremando las precauciones, no dejar rastros que pudieran seguir y disimular tan bien como pudiera.
—Felicidades, comisaria. Me alegro mucho del éxito de la operación, y te agradezco que te hayas tomado la molestia de avisarme.
Valoró con cierta complacencia haber mentido con la misma naturalidad y convicción que acostumbraba a emplear Brisa. Quizá su amiga estaba en lo cierto cuando afirmaba que la mentira no era un pecado, sino una virtud imprescindible para sobrevivir.
—Gracias, Roberto. Las casi cuarenta detenciones y las entradas domiciliarias a pistola en mano han causado un revuelo considerable. Las noticias vuelan, y las malas lo hacen en primera clase. Pese a que no se han producido muertes ni heridos, ya hemos atendido a numerosos medios, ávidos de información. Hemos filtrado que los arrestos obedecen, principalmente, a un entramado dedicado al tráfico de drogas y la explotación de inmigrantes, cuyos beneficios podrían destinarse a financiar actividades terroristas en el extranjero.
Roberto no necesitaba que nadie le deletreara las letras para poder leer: las irregularidades fiscales de las empresas defraudadoras no saldrían mencionadas en las notas de prensa. Aquella declaración de intenciones le tranquilizó. Los tiros no le apuntaban a él como confidente. A la comisaria lo único que le interesaba era que los Mossos acapararan el máximo espacio en los titulares, sin compartirlo con nadie. A él solo le preocupaba salvaguardar su futuro personal y el de su hija.
—Mis jefes no van a estar demasiado contentos —vaticinó Roberto—. A buen seguro que les hubiera gustado que la Agencia Tributaria también saliera mencionada.
—No te preocupes. Mañana ya os citarán. Hemos preferido omitir toda referencia a los fraudes a la Hacienda Pública y a la Seguridad Social porque será esta tarde cuando registremos las distintas gestorías que les han tramitado la contabilidad, nóminas e impuestos. Ahí es donde vosotros entraréis en escena.
Roberto sabía que las noticias duraban menos que un telediario, y que el primer impacto mediático haría que las menciones a la Agencia Tributaria quedaran muy diluidas en los días venideros. Marta había actuado con astucia. En sus circunstancias, aquello no podía importarle menos.
—Comprendo —se limitó a decir.
—Tenemos seleccionadas tres gestorías —prosiguió Marta—. Esta tarde las cerraremos al público. Castillo y tú os encargaréis de visitarlas y de haceros con la documentación con trascendencia fiscal y laboral que afecte a la trama investigada. Se trata de grandes gestorías con voluminosos archivos. Será una tarea dura y prolija. Lo normal es que el trabajo dure hasta bien entrada la noche…
Aquel contratiempo, aparentemente menor, provocó que Roberto sintiera una punzada. Brisa volvía por la tarde de Londres, y ardía en deseos de verla. Si los registros se demoraban demasiado, tendría que renunciar a sus planes hasta el día siguiente. Por más que le pesara, no podía negarse a participar en los registros.
—No hay problema —contestó—, pero ¿no sería mejor empezar esta misma mañana?
—Imposible. Estaremos ocupados interrogando a los detenidos, y no dispondremos de los efectivos necesarios hasta la tarde.
—En ese caso, esperaré vuestra llamada.
—Te lo agradezco —dijo Marta, con una amabilidad sorprendente, dado el carácter autoritario y un tanto dictatorial que había mostrado hasta entonces.
Una amabilidad propia, pensó Roberto, de quien cree haber ganado la partida. Y, sin embargo, podía estar completamente equivocada. La siguiente pregunta le daría la respuesta que precisaba conocer.
—¿Habéis logrado detener a alguno de los hermanos Boutha?
—A dos de ellos —afirmó Marta con orgullo de cazadora—. Y los otros dos no tardarán en ingresar en prisión.
—Te felicito, comisaria. La operación ha sido un éxito.
—Todo el equipo está muy satisfecho —admitió ella—. Ya te contaremos más detalles esta tarde. Hasta pronto.
Cuando Roberto colgó el teléfono, tuvo la convicción de que la comisaria solo sabía de la misa la mitad. O menos. La punta visible de un iceberg carece de importancia en relación con lo que se esconde bajo la superficie. Y en el interior de la operación Cascabel se ocultaba otro monstruo mucho más grande y venenoso. Se preguntó cuánto tiempo tardaría Dragan en ponerse en contacto con él. No demasiado. Tenían muchas cosas de que hablar. Las cartas habían quedado al descubierto y tenía que elegir con qué baza jugar la partida de su vida. El pacto con Fausto sobrevolaba su pequeño piso, invitándole a dejarse llevar por la opción más fácil y tentadora.
«Recuerda: nada es gratis», le había dicho Dragan sobre la azotea del hotel Barceló.