Marta se removió inquieta en la silla de su despacho. Al cabo de poco, las manecillas del reloj marcarían las cuatro de la mañana y comenzaría la operación Cascabel. Ya no había marcha atrás. Había comprobado una y otra vez hasta los más nimios detalles del operativo, pero no podía evitar sentirse profundamente nerviosa. El margen de imprevistos era incalculable, y cualquier circunstancia inesperada podía deparar la muerte a cualquiera de sus compañeros.
Las posibilidades de error, siempre presentes, eran todavía mayores debido a la premura con la que se habían visto obligados a trabajar. Hacia el mediodía había recibido el aviso de que dos de los hermanos Boutha, Omar y Mohammed, llegarían por la tarde a Barcelona. El revuelo provocado por Castillo y Roberto con su visita a las obras del AVE había sido tan grande que la contratista principal estaba dispuesta a rescindir de inmediato todos los contratos con sus múltiples empresas. Alarmados, Mohammed y Omar habían volado urgentemente desde Tánger hasta Barcelona para tratar de solucionar el asunto. Si todo salía bien, tardarían unos cuantos años en regresar a Marruecos.
Desde su llegada al aeropuerto del Prat se había desplegado un impresionante pero discreto servicio de vigilancia para mantener controlados a Mohammed y Omar, así como para averiguar si sus otros hermanos estaban en Barcelona. Lamentablemente, había sido imposible localizarlos. Alí y Mustafá Boutha, según las escuchas, seguían en Tánger dirigiendo unas importantes obras.
Marta se había visto abocada a tomar una decisión difícil: renunciar a la detención de los cuatro hermanos y dar la orden de iniciar la fase final de la operación Cascabel. No era su opción preferida, pero sí la menos mala. Esperar a que se volvieran a reunir las cuatro piezas en Barcelona, tal como habían hecho antaño, era casi una quimera.
Se levantó de la silla y comenzó a andar por la habitación como una pantera enjaulada. Hubiera preferido mil veces actuar sobre el terreno, participando personalmente en los arrestos. Sin embargo, su sitio estaba allí: en aquel silencioso habitáculo iluminado solo por la lámpara de su mesa y el brillo de los ordenadores conectados digitalmente a los cinco furgones destinados a la redada. Pertrechada con varios teléfonos, ella era la encargada de coordinar y dirigir todo el dispositivo, dando las órdenes oportunas si algo se salía del guion trazado.
Tenía buenas razones para estar nerviosa. Meses de durísimo trabajo policial se dirimirían en los siguientes minutos. En la inmensa mayoría de las operaciones contra mafias organizadas, las detenciones se solían limitar a los peones y a los mandos intermedios y, de vez en cuando, a algún lugarteniente despistado. Los auténticos capos raras veces probaban el acero de las esposas y casi nunca ingresaban en prisión. En este caso, tenían al alcance de la mano a dos de los máximos dirigentes, y las pruebas eran incontestables.
Aun así, no las tenía todas consigo. En demasiadas ocasiones, los principales capos habían logrado escabullirse en el último momento, gracias a un oportuno chivatazo. La corrupción acechaba a todos aquellos que tuvieran algo que vender por un precio superior al valor en que tasaban su alma. Demasiados candidatos, para su gusto. Por ese motivo, no habían informado de la misión a los agentes seleccionados hasta pocos minutos antes.
Marta repasó los diversos escenarios. Mohammed Boutha se había instalado en una lujosa mansión de la avenida Pearson dotada con cámaras de visión nocturna y sofisticados dispositivos de seguridad. No le servirían de nada. La casa estaba virtualmente rodeada, con todas las salidas vigiladas, y los agentes llevaban la orden judicial de arresto que le conduciría a prisión. Omar, su otro hermano, descansaba en un piso del Raval cuyo interior, lujosamente decorado, contrastaba con la mugrienta fachada del edificio. También ahí estaban destacados algunos de sus mejores hombres.
No solo iban a arrestar a los dos hermanos, sino también a todos los cabecillas, y a los mandos medios que ocultaban grandes cantidades de droga en sus domicilios. La entrada en numerosos pisos aumentaba los riesgos, pero la madrugada ayudaría a limitar los incidentes desagradables. La mayoría de los miembros de la banda dormirían plácidamente cuando la policía abriera sus puertas. Sin tiempo para reaccionar, aturdidos, los detenidos no solían presentar resistencia. Para aumentar su confusión y su indefensión los equipos al mando de Marta iban provistos de visores infrarrojos que permitían ver en la oscuridad. Muchas guerras se ganaban sin disparar un tiro. Confiaba en que esta fuera una de ellas.