Roberto apuró su copa de whisky Oban y miró su reloj: las tres de la madrugada. Nunca bebía solo, y menos en su casa a horas tan intempestivas, pero aquella noche no podía pegar ojo, y una dosis de Oban de catorce años le había parecido la única receta de urgencia que tenía a mano para calmarse. Había sido un error. Nada podía hacerlo.
Se había despertado empapado de sudor y abrazado a su almohada, soñando que era a Brisa a quien estrechaba entre sus brazos. El vacío de la cama se le había antojado intolerable. Su respiración, acelerada, incontrolada, era el mejor indicador de que estaba en el límite de eso que vulgarmente se conoce como un ataque de ansiedad. Le faltaba aire. Le faltaba Brisa.
No podía soportar que se hubiera quedado en un hotel de Londres, con Mario. Mientras él se preparaba su plato de pasta, ese cabrón habría invitado a Brisa a un exquisito restaurante para regalar sus sentidos con delicadezas culinarias y el más embriagador champán francés. Había un acuerdo expreso entre Roberto y Brisa según el cual eran amigos sin ataduras, con derecho a gozar del placer cuando surgiera, pero nada más… ¡Menuda patraña! Los instintos desbocados no atienden a razones ni a tratados civilizados.
¿Qué era lo que de verdad sentía por Brisa? Los efluvios de la malta escocesa le transportaron al pasado, a su infancia. Durante años, ella fue su mejor amiga, la compañera de juegos capaz de convertir cada día en una aventura y de transportarle a mundos de fantasía. Se veían constantemente, pero al acabar la primavera Brisa desaparecía durante meses, para disfrutar de sus vacaciones en sitios exclusivos y países lejanos. Roberto la echaba de menos, pero, al poco, se acostumbraba. Hasta que un día nublado de verano se dio cuenta de que pensaba constantemente en ella, de que el viento, las puestas de sol, la lluvia, los bosques y todo lo que era bello o misterioso le recordaban a su amiga. Supuso que eso debía de ser el amor, del que tanto había oído hablar, y que su ausencia podía doler más que cualquier herida. Tras aquel verano, que se le pasó a cámara lenta, Brisa no volvió.
Inesperadamente había regresado a su vida y sus sentimientos seguían siendo tan intensos como los de aquellos meses de verano que pasó en un pueblecito de Asturias, pero ahora le devoraba un apetito sexual que solo se saciaba cuando a Brisa le apetecía. Entonces parecía que se juntaran dos fuegos capaces de arder hasta consumirse por completo.
Aquellos tórridos recuerdos le llevaron nuevamente hasta Londres. Allí Brisa estaba pasando la noche con el hijo de puta que se había acostado con su mujer. El hecho de que su amiga no lo supiera no le hacía sentirse más tranquilo. Tranquilidad, era lo que más ansiaba y menos tenía.
Supo que pasaría la noche en vela. En el fondo, tampoco sabía quién era Brisa. ¿Le había contado toda la verdad? No conseguía adivinar qué pretendía. Además, aquello de experimentar con drogas para comprobar cómo influían en sus pacientes resultaba inquietante. Tanto en los cadáveres de su exnovio como en los de su padre, no podía olvidarlo, se habían encontrado restos de sustancias psicotrópicas. Sin embargo, en cuanto la veía, todas sus dudas se diluían hasta quedar en nada. Odiaba profundamente la sensación de perder el control, algo a lo que no estaba acostumbrado, pero tenía que rendirse a la evidencia: una fuerza más poderosa que su razón resonaba en sus entrañas como un rugido ancestral.
Con un considerable esfuerzo, intentó concentrarse en los datos que bullían en su cabeza. Durante los últimos días había leído todas las transcripciones de las escuchas telefónicas sin encontrar lo que buscaba. Decepcionado, se había dedicado a rastrear en las bases de datos de la Agencia Tributaria y de la Seguridad Social a todos los trabajadores que hubieran sido empleados por cualquiera de las sociedades vinculadas a la trama del peritaje, remontándose hasta los años noventa. El trabajo sobrepasaba la capacidad humana y, al final, se lo había encomendado a un programa informático tan silencioso como eficiente, que permitía filtrar la información en función de numerosos parámetros. Sin embargo, el filtro decisivo era el de la mente, y la suya creía haber encontrado «el fallo» sobre el que se asentaba la trama que estaba investigando.
Existía una pauta, una pauta que era la clave para entender lo que realmente se ocultaba tras la conexión marroquí. Era algo que, sin duda, se le había pasado por alto al equipo de inteligencia de los Mossos. Como siempre, lo oculto era la fuerza que manejaba el poder. Roberto se sirvió una segunda copa de aquel aromático whisky escocés, añadió dos cubitos de hielo y meditó sobre su inesperado hallazgo. Lo que aquello implicaba era tremendo.