Brisa despertó de su sueño y se encontró sumida en una pesadilla. No podía mover ni las manos ni los pies. Abrió los ojos, pero no pudo ver nada. Intentó gritar, pero fue en vano. Presa de la ansiedad, sintió como su corazón latía desbocado y sin control. Temiendo sufrir un inminente ataque cardiaco, se concentró en su respiración, tal como había aprendido en las clases de yoga. Los largos años de práctica acudieron en su ayuda.
La intensidad de sus latidos disminuyó. Privada de la vista, el resto de sus sentidos se aguzaron hasta extremos insospechados. El cuerpo de Brisa supo que se encontraba en peligro de muerte, y la adrenalina le permitió elevar su nivel de atención hasta cotas imposibles de alcanzar en otras circunstancias. La reacción instintiva obedecía a la lógica de la supervivencia. En situaciones límite, solo una reacción extraordinaria permite salir con vida del trance. En su caso, tal vez no fuera posible hacer nada para evitar la muerte.
Tenía las manos sujetas por algo metálico. Supuso que serían unas esposas. Los pies permanecían fuertemente atados: «cuerdas», adivinó por el roce. Tenía la cara empapada de agua; el cuerpo, completamente desnudo. En el interior de su boca notó una especie de bola grande, que por el tacto le pareció recubierta por algún tipo de tela o trapo. Tampoco podía mover los labios, inmovilizados por un material áspero y pegajoso, que bien podía ser cinta aislante de embalar cajas.
Algo punzante, frío y afilado presionó su garganta, hundiéndola ligeramente. Una daga o una navaja, conjeturó Brisa.
—No te muevas o te degüello ahora mismo —dijo una voz en inglés.
La mente de Brisa intentó recordar los sucesos que la habían conducido hasta allí. Cansada por las emociones del día, se había retirado a su habitación tras los postres, pese a los ruegos de Mario por alargar un poco más la velada. Agotada, se había puesto el pijama y, tras cepillarse los dientes, sin fuerzas para desmaquillarse, se había acostado. Un profundo sueño la invadió al instante. Fin de los recuerdos.
—Por fin te despiertas —dijo la voz en tono grave—. Han hecho falta unos cuantos vasos de agua.
El acento era árabe, pero Brisa no logró deducir de dónde exactamente. Su olfato sí reconoció el olor a cloroformo que impregnaba su rostro. Sin duda, lo había empleado para asegurarse de que permanecía dormida mientras la desnudaba y la ataba. Aquel individuo debía de haber sido muy silencioso, y ella encontrarse fatigada en grado sumo. De otro modo, no hubiera podido abrir la puerta de la habitación y llegar hasta su cama sin que ningún ruido la alertara.
—Me han ordenado dejarte vivir si cooperas. ¿Vas a ser una niña buena? Mueve los dedos de la mano derecha para decir sí, y los de la izquierda para decir no.
Brisa sintió un afilado pinchazo en el cuello. Después, el frío instrumento se retiró y se posó alternativamente sobre cada uno de sus ojos. No tenía otra opción que mover la mano derecha.
—Muy bien. Ahora quiero que utilices los dedos de las dos manos para mostrarme los números de la caja fuerte de esta habitación. He buscado los extractos de las cuentas bancarias revisando armarios, cajones y bolsas: solo he encontrado ropa decadente. Por tu bien, espero que la caja guarde lo que estoy buscando.
Así que de eso se trataba: de las cuentas de la isla de Man. Si cooperaba, viviría, o eso le había asegurado. Aquel hombre era un extraño y su palabra le inspiraba la misma confianza que el aire vacío. Si no cooperaba y se veía obligado a torturarla para intentar hacerla hablar, el ruido podría alertar a las habitaciones contiguas; eso arruinaría sus propósitos. Los extractos bancarios, según le había dicho Ariel, eran muy valiosos. Quizás aquel individuo quisiera información, en lugar de sangre.
Brisa gesticuló con los dedos de las manos.
—Tres, siete, dos, tres —enumeró su captor.
Un suave zumbido le indicó que había conseguido abrir la caja. Durante un rato, que a Brisa se le antojó muy largo, el asaltante guardó silencio. De hecho, el silencio era tan intenso que no tuvo dificultad en oír el roce del papel. Supuso que estaría examinando el contenido de los extractos bancarios. También se dio cuenta de algo más. Ninguna sábana ni manta cubría su cuerpo desnudo. La había dejado completamente expuesta y vulnerable. En el mejor de los casos, una táctica premeditada para que, sintiéndose indefensa, no tratara de resistirse a sus órdenes. En el peor, podía tratarse de un sicario con tendencias retorcidas. Tragó saliva. No sabía qué hora era, pero debía de quedar mucho aún hasta el amanecer.
—Has sido una chica mala —le recriminó la voz—. Te advertimos de que no removieras el pasado de tu padre.
Volvió a sentir sobre su garganta el frío punzante de lo que sin duda era un arma blanca.
—No te muevas —dijo cortante, como el arma que empuñaba.
El filo del cuchillo empezó a recorrer su cuerpo suavemente, sin herirla. El cuello, la garganta, los pechos, los pezones… Brisa no tuvo dudas de que se hallaba ante un psicópata sexual. A su modo, aquel hombre la estaba acariciando. La daga no se detuvo. Bajó por su barriga hasta el ombligo. La respiración del hombre se aceleró cuando posó el filo del arma en el vello de su pubis.
Brisa, con el corazón desbocado, sintió pánico. Trató de no moverse para evitar lo que aquel hijo de puta pudiera interpretar como una provocación.
Por anómalo que resulte, cuando tu vida depende por entero de otro, toda la conciencia puede desplazarse hacia esa persona. Inmovilizada como estaba, su psique trataba de analizar lo que pasaba por la mente de su captor.
El hombre retiró la navaja de su pubis. Brisa oyó nítidamente su respiración y, de algún modo inexplicable, creyó sentir la excitación que circulaba por las venas de su asaltante. Si cooperaba, viviría. Eso le había dicho, pero ¿sería cierto? Aunque no muriera, la advertencia podía incluir una violación o cualquier otra vejación sexual. El mero hecho de estar desnuda, atada y siendo contemplada por aquel cerdo armado era ya una violación de su espíritu. El tiempo se detuvo, como si se hubiera congelado; el silencio se espesó hasta límites impenetrables. No se oía ni un solo sonido. Su secuestrador debía de estar tan inmóvil como ella. ¿Qué pasaba por su cabeza?
Brisa creyó conectar de alguna manera con la conciencia de aquel hombre, percibiendo sus dudas. Disfrutaba enormemente con aquella situación, pero sentía impulsos contradictorios. ¿Era capaz una persona de fusionar su conciencia, en una situación cercana a la muerte, con la de alguien que podía acabar con su vida o torturarla? No eran pocos los casos en los que entre víctima y verdugo se establece una conexión tan profunda como inquietante.
En el pasado había experimentado con estados alterados de conciencia en los que jugaba a ser una roca, un gato e, incluso, otra persona. A veces, cuando meditaba, su conciencia se había ampliado, fundiéndose con cuanto la rodeaba. O al menos eso había imaginado. Lo más probable, pensó, es que ahora también estuviera imaginando cosas. Las dudas que creía leer en la conciencia de su enemigo no debían de ser otra cosa que las que ella misma tenía sobre lo que le iba a suceder.
Su captor se movió. De alguna manera, Brisa intuyó que había tomado una decisión. Una mano le acarició suavemente el pelo. Una mano enguantada. Una mano inescrutable.
—Recuerda. A partir de ahora, sé una niña buena. Deja que los muertos descansen en paz. —Brisa reconoció la frase, que se había repetido en los anónimos recibidos—. Ya es hora de que tú también descanses —añadió.
Percibió un pinchazo en el brazo derecho y que un líquido se deslizaba en su interior. Intentó moverse, pero no lo consiguió. Después, la oscuridad, la nada y el olvido.