Capítulo 42

—¿Qué tal Ahmed? ¿Bien?

—Gracias a Dios, hermano.

—¿Sí?

—Sí, gracias a Dios. Hoy, con calor. Parece verano.

—¿De verdad?

—Sí, sí, te lo juro.

—Tenemos que vernos algún día. Te juro que siempre pienso en llamarte, pero…

—Somos amigos, hombre.

—Eso no lo olvido, je, je, je.

—Je, je, je…

—¿Vienes este año a Casablanca?

—Sí, voy a bajar.

—Pero ¿seguro?

—Sí, seguro.

—¿De verdad?

—Dentro de poco estaré contigo.

—¿Sí?

—Te lo juro, hermano.

A Roberto le costaba concentrarse en aquellas transcripciones de conversaciones grabadas por los Mossos. Aquellos individuos proferían juramentos sin cesar: mentían tan a menudo que una afirmación sin poner a Dios por testigo carecía ya de ninguna credibilidad. Brisa les hubiera podido dar unas cuantas lecciones. Mentía con más elegancia, sin pestañear y sin necesidad de juramento alguno.

Justamente unos minutos atrás le había mandado un SMS: en contra de lo previsto, se quedaría en Londres aquella noche… con Mario. Esto último no lo había escrito, pero se podía sobrentender. De nuevo consultó su reloj. Las ocho. Probablemente a aquellas horas estarían compartiendo mesa y mantel en algún distinguido restaurante londinense.

Se le revolvió el estómago. Después de pasar la noche anterior con Brisa, le resultaba insoportable imaginársela abrazada a otro hombre. Teóricamente no tenía ningún compromiso con ella, y ambos eran libres. Pero en la práctica era muy diferente. Mario era el cabrón que se había acostado con su mujer y, si lo conocía bien, no perdería la oportunidad de intentar aumentar su número de conquistas.

En ese momento, sonó el timbre de su casa. Debajo de la puerta de entrada vio un gran sobre blanco. Observó por la mirilla. Tal como sospechaba, no vio a nadie. Contrariado, abrió la puerta y se precipitó escaleras abajo. Era ya noche cerrada. La tenue luz amarillenta de un par de farolas alumbraba el portal donde un latero en chándal ofrecía cervezas a un grupito de chavales jóvenes. El resto de la calle permanecía silenciosa y solitaria. Era inútil obcecarse en perseguir a quien había sido lo suficientemente rápido como para desaparecer tras una bocacalle o para refugiarse en el interior de algún edificio vecino.

Roberto rasgó el sobre y encontró en su interior un escueto mensaje compuesto con letras de periódico: «Dentro de quince minutos, en el mirador del hotel de la rambla del Raval». No estaba firmado, ni falta que hacía. Dragan no le daba mucho tiempo: el suficiente para subir hasta su piso, cambiarse de camisa y coger el abrigo. Con paso ligero, recorrió aquellas callejuelas estrechas y poco iluminadas. Como de costumbre, contabilizó entre los transeúntes más chilabas con capuchas y pañuelos cubriendo cabezas que vaqueros y chaquetas. La historia del mundo, reflexionó, era la historia de las migraciones. Los pakistaníes constituían ya la comunidad más visible del barrio; suyos eran la mayoría de comercios. De hecho, algunos de sus amigos solían decirle que ahora vivía en Ravakistán.

Aquellas callejas sucias, de abigarrados tonos pardos, que podían resultar asfixiantes de día e inquietantes de noche, pronto dieron paso a la amplia rambla del Raval. El Ayuntamiento había tenido que derruir numerosos bloques de viviendas para que el sol llegara a casi todos los rincones. La ancha avenida peatonal, presidida por el enorme gato de Botero, jalonada de palmeras y bancos de madera, flanqueada por dos aceras repletas de terrazas y bares, es como un oasis visual que aparece de improviso ante el caminante. En otras circunstancias, pensó, hubiera disfrutado del paseo por la rambla hasta el hotel vanguardista en el que le esperaba Dragan.

El hotel Barceló cuenta con un mirador privilegiado que ofrece una panorámica de 360 grados sobre Barcelona, así como toda suerte de cócteles. Aunque durante las noches frías de invierno el bar permanece cerrado, con las luces apagadas, el acceso a la terraza es libre para los clientes del hotel y para quienes no lo son pero aparentan serlo. Roberto distinguió a Dragan, apoyado sobre uno de los telescopios del mirador.

—Es curioso como algunos de los mejores sitios permanecen vacíos, ignorados por el gentío. ¿Por qué agolparse en los bares cuando el hotel Barceló nos ofrece gratuitamente unas vistas maravillosas?

—Con las prisas he olvidado traerme un par de petacas para entrar en calor —apuntó Roberto con sarcasmo.

—La próxima vez será más agradable —aseguró Dragan, sonriendo.

—La próxima vez no quiero que nadie llame al timbre de mi casa ni deje ningún sobre bajo la puerta. ¿Entendido?

—Las reglas no las pones tú, sino nosotros —replicó Dragan—. Además, creo que el sobre con diez mil euros que te dejaron los Reyes Magos de Oriente no te molestó tanto.

Dragan ya se permitía hasta tutearle, pero se le hubiera helado la sonrisa de superioridad de saber que había empleado parte de ese dinero en comprar una microcámara de alta resolución que llevaba camuflada en el botón superior de su camisa. Aunque todos los botones eran idénticos, solo uno ocultaba aquel ingenio que, en opinión de su amigo Pepe, era lo mejor que podía adquirirse en el mercado. Roberto creía firmemente en los avances tecnológicos, pero, aun así, albergaba serias dudas de que la oscuridad reinante en aquella terraza permitiera captar imágenes lo bastante precisas del rostro de su antagonista.

—Déjate de tonterías —afirmó Roberto, tajante, devolviéndole el tuteo—. Dime qué quieres saber y no perdamos más tiempo.

—Eso ya está mejor. La vida es, sobre todo, una cuestión de actitud, y la tuya, en el fondo, me gusta. También me gustaría saber el motivo de tu reciente visita a las obras del AVE junto a un inspector de Trabajo…

La pregunta no le sorprendió. Durante las últimas horas había sopesado qué debía contarle. Elegir entrañaba riesgos y dilemas morales, pero, una vez escogido un camino, nada resultaba más contraproducente que vacilar.

—Queremos provocar los suficientes problemas como para que los hermanos Boutha decidan subir a Barcelona —explicó, resuelto—. Si vienen, serán detenidos e, inmediatamente, se activará el operativo para desarticular al resto de la banda.

—¿Alguna otra novedad en la investigación? —preguntó Dragan.

—Nada más.

—Buen trabajo. Nos volveremos a ver otro día. Yo me tengo que ir, pero te rogaría que esperes aquí diez minutos antes de salir del hotel. Puedes distraerte mirando la ciudad con este telescopio. Es gratuito. Nunca dejan de sorprenderme las diferentes formas de hacer negocios. Pero recuerda: al final, nada es gratis.