Capítulo 40

Desde pequeña Brisa está acostumbrada a frecuentar lujosas tiendas de ropa donde las prendas se exhiben con suma elegancia y los atentos dependientes se desviven por atender a sus ricos clientes, siempre bien dispuestos a pagar sin pestañear precios exorbitantes por exclusivos artículos de marca.

Sin embargo, ella siempre se ha divertido más rastreando los mercadillos, donde se arremolinan las muchedumbres, la ropa se amontona en completo desorden, el forcejeo y la pugna por el espacio son la moneda de curso corriente y encontrar una ganga de la talla deseada se convierte en un triunfo personal.

El barrio de Camden Town es la madre de todos los mercadillos, y Brisa no se hubiera perdonado desaprovechar su estancia en Londres sin visitarlo. A media mañana le habían entregado los extractos de las cuentas de su padre en las oficinas bancarias de la isla de Man, y Mario le había recordado la conveniencia de no llevar los originales a España. Tras ciertas dudas, finalmente se había decantado por una opción intermedia: depositar los duplicados en la caja fuerte de un banco londinense. De este modo, razonó, podría consultarlos fácilmente volando desde Barcelona cuando ella deseara, sin dar explicaciones a nadie. Londres era una ciudad que le fascinaba, y en caso de que necesitara examinar con discreción las cuentas, o utilizar la documentación, le bastaría coger alguno de los vuelos diarios que partían de la ciudad condal, como cualquier otra turista.

A Mario le pareció una buena idea, y toda vez que los bancos ya habían cerrado cuando el vuelo de la isla de Man aterrizaba en Londres, se mostró dispuesto a pernoctar en la capital y esperar hasta la mañana siguiente para realizar las gestiones pertinentes. Pasear por las tiendas de Camden Town, le dijo, no formaba parte de sus planes, pero a Brisa le resultó fácil persuadirlo para acompañarla a explorar sin rumbo fijo el mercado más extravagante de Occidente. En Camden Town es posible encontrar casi cualquier cosa: ropa psicodélica fosforescente, sensuales modelitos góticos, vestidos victorianos, cómics de quinta mano, juguetes trasnochados, discos de vinilo, zapatos de plataforma, botas de interminable caña alta, sandalias de fantasía, muebles inclasificables, pósteres no aptos para todos los públicos, banderas de Union Jack y hasta reproducciones fidedignas de los uniformes de Guantánamo. En aquel circo multicolor, la trasgresión no era sino otra forma de llamar la atención.

Brisa se paró en un tenderete y, tras un animado regateo, adquirió un corsé gótico de cuero negro que le recordó a sus tiempos juveniles en San Francisco, donde había frecuentado locales y fiestas en los que imperaba la moda siniestra.

—La cosa es bien sencilla —dijo Brisa—. He acordado el precio con el anterior propietario del corsé y ahora es mío. Parece mentira que las reglas de un mercadillo caótico sean tan claras, y las de una institución bancaria, tan oscuras.

Mario encajó la indirecta con flema británica.

—Como licenciada en Economía por una prestigiosa universidad norteamericana, sabes muy bien que se cobran jugosas comisiones, precisamente, a cambio de oscuridad. Ese es el cometido de los bancos que radican en paraísos fiscales, como la isla de Man. Si no fuera por ellos, Gadafi y el resto de los dictadores africanos no podrían robar a su pueblo impunemente, ni los narcotraficantes lavar sus ganancias como quien hace la colada, ni los políticos occidentales cobrar en secreto pequeñas fortunas por favorecer a tal o cual empresa.

Brisa prefirió no desengañar a Mario sobre su tan cacareado título universitario. A estas alturas, sopesó, resultaba poco serio revelarle que su licenciatura en Economía era un invento de su padre.

—Claro que lo sé, y por eso he hecho la comparación —le replicó—. Resulta que existen unas cuantas sociedades en las que mi padre aparece como administrador, pero que no son suyas, sino de otros, según asegura el banco.

Mario adoptó un aire doctoral para reforzar su explicación:

—Brisa, te hemos enseñado los contratos de fiducia según los cuales tu padre cobraba unos honorarios, nada desdeñables, por ser un testaferro, es decir, por ser la cara visible de los propietarios ocultos. Como te decía, ese es nuestro negocio y no dejamos cabos sueltos. Los documentos son auténticos, la firma de tu padre está legitimada notarialmente y si quisieras se podría hacer una prueba caligráfica. Como comprenderás, si unas sociedades con semejantes propiedades fueran realmente de tu padre, te habría hablado de ellas y, sobre todo, te habría dejado los contratos que acreditaban tal circunstancia en alguna caja fuerte.

Brisa estaba convencida de que Mario no le engañaba, pero tampoco le decía toda la verdad.

—He visto la firma de mi padre estampada en los documentos. La conozco muy bien y no tengo motivos para dudar de su autenticidad, pero en el contrato de fiducia no consta quiénes son los dueños últimos de esas empresas. El espacio donde figuraba su identidad estaba tachado con tinta negra.

—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Mario deteniendo el paso y mirándola gravemente, con tal intensidad que el gentío entre el que avanzaban pareció desaparecer.

Brisa se acordó de su conversación con Ariel, el presunto agente del Mosad que le había ofrecido un millón de euros por los extractos bancarios de la isla de Man. Según él, los verdaderos propietarios de algunas empresas, en las que su padre figuraba como administrador, eran potentados pakistaníes involucrados en actos terroristas. Súbitamente, en mitad de aquella callejuela repleta de tenderetes, colores y gente, se sintió en peligro.

—En realidad, no —respondió con la mejor de sus sonrisas.

Mario relajó su postura corporal y retomó el paso sobre el empedrado haciendo caso omiso de la fina lluvia que comenzaba a caer sobre sus cabezas.

—Me alegro. Sería más fácil encontrar en estas tiendas unas pantuflas de la reina madre de Inglaterra que dar con los verdaderos dueños de algunas sociedades. ¿Sabes qué encontraría quien tratara de alcanzar la verdad? Un enigma dentro de un misterio camuflado bajo sociedades fantasmas que existen solo sobre el papel. Por ejemplo: una sociedad radicada en la isla de Man, controlada por otra domiciliada en Panamá, cuyas acciones detenta una compañía de Jersey, cuyo único accionista es una empresa de Dubái, que a su vez…

—Ya lo entiendo —dijo Brisa—. A mí también me gustaba jugar a las muñecas rusas de pequeña. Vuestro juego es muy parecido, pero a través de las cuentas de mi padre se han movido sumas ingentes durante años, y la responsabilidad de asegurarse de que el dinero no procede de organizaciones criminales es de cada entidad bancaria; así que no me creo que desconozcas quiénes eran de verdad los que controlaban las sociedades en las que mi padre actuaba de testaferro.

Aquel era un asunto muy incómodo para Mario, que difícilmente podía contestar de forma adecuada. La lluvia acudió en su ayuda, pues pasó de ser leve a convertirse en un chaparrón espeso que los dejó completamente empapados antes de que pudieran refugiarse dentro de una tienda que resultó estar especializada en uniformes y objetos de la Segunda Guerra Mundial.

—A falta de paraguas, aquí podríamos agenciarnos un par de cascos de la Wehrmacht —bromeó Brisa—. Al menos, tendríamos bien cubierta la cabeza.

—Por mi parte —dijo Mario, sonriendo—, ofrezco un taxi que nos lleve hasta el hotel y, tras una reconfortante ducha de agua caliente, una cena reparadora acompañada de champán francés. Invito yo.

—Creo que ya he comprado suficiente por hoy —dijo Brisa mirando divertida las bolsas repletas de ropa que Mario sujetaba en las manos con elegante despreocupación. No podía negar que se trataba de un hombre atractivo y seductor, aunque estaba segura de que le ocultaba algo. Bueno, existían muchas formas de hacer hablar a un hombre.

—¿Es eso un «sí» a mi oferta? —preguntó Mario.

—Oferta aceptada —respondió Brisa guiñando un ojo.