—Cuando las barbas de tu vecino veas mojar, pon las tuyas a remojar —recitó Javier, que se bebió despreocupadamente un quinto de cerveza—. En cuanto corra la voz, todas las promotoras que han subcontratado con sociedades de los hermanos Boutha los llamarán a capítulo y exigirán garantías adicionales para continuar trabajando con ellos. Nosotros ya hemos cumplido tirando la caña. Ahora toca esperar a ver si los peces gordos muerden el anzuelo y deciden viajar a Barcelona. ¡La comisaria ya les ha reservado unas bonitas celdas individuales en las que podrán prolongar su estancia durante una larga temporada!
Roberto no tenía motivos para sentirse tan ufano como Javier, quien había insistido en remojar su actuación matutina con una cervecita en una terraza de La Maquinista, el gran centro comercial de Sant Andreu. Muy próximo a la futura estación del AVE proyectada en aquella zona, a Roberto le sorprendió positivamente que el centro se hubiera diseñado huyendo de la claustrofobia y permitiendo que tiendas, cafés y comercios se oxigenaran al aire libre. La temperatura había subido unos cuantos grados, y en otras circunstancias hubiera resultado muy agradable disfrutar de los rayos de sol del mediodía mientras degustaban un merecido refresco.
Se sentía tan culpable que notaba como si una ola gigantesca estuviera a punto de engullirle. Casi podía notar el aliento de Dragan a sus espaldas. Las consecuencias de su visita conjunta a la obra no pasarían desapercibidas, y aquel mafioso no tardaría en pedirle explicaciones. Su pacto con el diablo pronto le pasaría la factura, y no había forma de escabullirse sin pagar la cuenta.
Roberto pensó en Marta y el resto de su equipo. Los Mossos nunca le habían caído demasiado bien. Como hijo de guardia civil, los consideraba unos jovencitos pretenciosos que gracias a la política de traspasos cobraban mucho más que quienes habían entregado su vida a cambio de calderilla, sinsabores y desprecio social. A su padre le había quemado sacrificarse tanto para que le jubilasen unos niñatos cuyo principal mérito era ser altos y hablar catalán. Acostumbrado a la disciplina militar y a renunciar a sus vacaciones para jugarse el tipo en operaciones de todo tipo, le repateaba ver a esos pavos orgullosos, así solía llamarlos, contonearse repartiendo multas y exhibiendo sus motos de gran cilindrada.
El peritaje le había demostrado lo injusto de sus opiniones, al menos respecto al equipo encargado de investigar la trama. Su trabajo era de gran calidad, meticuloso y exhaustivo. Durante meses habían recopilado documentación, habían elaborado informes rigurosos y habían realizado centenares de seguimientos y escuchas telefónicas fielmente transcritas en miles de folios. Y su esfuerzo se vería coronado por el éxito solo si eran capaces de detener a los principales cabecillas. Difícilmente lo conseguirían si él revelaba a Dragan la trampa con la que pensaban cazar a los hermanos Boutha. Abatido, pensó que era preferible procurar que la conversación transcurriera por otros derroteros más abstractos. Las teorías siempre le resultaban una eficaz distracción contra el dolor de las emociones concretas.
—Habría que encerrar a tanta gente entre rejas… —dijo Roberto, con resignación—. Las condiciones laborales son cada vez peores. Con el truco de la subcontratación, incluso los trabajadores que cotizan a la Seguridad Social pierden sus derechos. Por no hablar de quienes trabajan en negro porque no los aseguran. Según me han contado, algunos empresarios incluso obligan a sus empleados a pagar las multas si la inspección de Trabajo los pilla in fraganti sin papeles. «Por no estar al loro», les recriminan. Si esto sigue así, pronto llegaremos a niveles de explotación similares a los de la Edad Media.
—Si esto sigue así —afirmó Javier—, ni siquiera los funcionarios nos salvaremos de la quema. Los agujeros negros son tan grandes que nos devorarán a todos. ¿Te has fijado en que veinte de los trabajadores de Kali Som por los que he preguntado no habían trabajado nunca en la obra?
—Sí, me ha parecido extraño —apuntó Roberto, ligeramente aliviado al constatar que la conversación se alejaba del tema de los arrestos, que, por culpa suya, difícilmente se producirían—. Pensaba que lo normal era encontrar a gente que estuviera trabajando sin estar dada de alta, en lugar de lo contrario.
—Eso sucede —explicó Javier— porque no es necesario pagar cuota alguna a la Seguridad Social para que los trabajadores cobren el paro religiosamente. Como es un fraude gratis, proliferan las altas ficticias. Las empresas nini dan de alta a millares de personas que, al cabo de un año, tienen derecho a cobrar el paro y los subsidios correspondientes. Si además son inmigrantes, primero consiguen el permiso de residencia y después la nacionalidad. Negocio redondo. Ni siquiera tienen costes, solo ingresos. Los precios por altas ficticias oscilan entre los mil y los dos mil euros.
—¿Pretendes decirme que pagamos el paro a la gente sin necesidad de que nadie ingrese un euro en las arcas públicas?
—Has cogido la idea a la primera. Lo peor del caso es que no existen registros de dónde trabajan las empresas de la construcción, limpieza, mudanzas, transportes y un largo etcétera, con lo que nos resulta muy difícil acreditar a posteriori cuales son las altas ficticias. Como nuestro sistema es un cachondeo, todo se tramita por Internet, y el resultado, por poner un ejemplo, es que hay miles de turcos que viven en su país y cobran el paro a nuestra costa, sin haber trabajado nunca en España.
—Qué descontrol. Ahora entiendo cómo un conocido mío que nada en la abundancia pudo tomarse un año sabático dando la vuelta al mundo y cobrando el paro sin pasar por ventanilla.
Javier frunció el ceño y sacudió la cabeza, indignado.
—El tema es gravísimo y se necesitarían medidas legislativas de calado para coger el toro por los cuernos, pero este es un tema, como tantos otros, que a los políticos les importa un bledo. Sus preocupaciones son otras, pero el pato lo pagaremos nosotros; ellos, como los banqueros, se irán de rositas. Ya verás como, a no mucho tardar, se nos exigirán sacrificios, que anunciarán cariacontecidos como inevitables. Hay que joderse.
Roberto sabía de sobra que el sistema era como un barco que se encaminaba a toda máquina hacia el abismo si un golpe de timón no variaba el rumbo. La ignorancia, la corrupción y el gasto desbocado gobernaban la nave con absoluto desprecio al destino de los pasajeros. Un animal sano puede alimentar a muchos parásitos, pero si estos se multiplican y sobrepasan ciertos límites… Quizás el cabrón de Mario estaba en lo cierto y los idiotas, como él y su padre, que habían trabajado siempre para sostener el sistema se merecían el puntapié que pronto recibirían. Pero ¿acaso no estaba empezando ya a actuar y pensar como Mario? Al fin y al cabo, estaba cobrando diez mil euros al mes por ser el confidente de una organización mafiosa cuyos beneficios nacían en España y morían en aguas extranjeras.